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domingo, 11 de octubre de 2015

Fragmentos del primer capítulo de Voces de Chernóbil / Tiempo de segunda mano: el final del hombre rojo - Svetlana Alexiévich, premio Nobel de Literatura 2015 - Bielorrusia


La periodista y escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich acaba de obtener estos días el premio Nobel de Literatura 2015 por sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo, según la Academia Sueca.
Nacida en Ucrania, hija de un militar soviético de origen bielorruso, se trasladó con su familia a Bielorrusia, estudió periodismo en la Universidad de Minsk y trabajó en distintos medios de comunicación. Se dio a conocer con La guerra no tiene rostro de mujer (1983), que fue publicada dos años más tarde gracias al proceso de reformas conocido como la Perestroika. El estreno de la versión teatral de aquella crónica en el teatro de la Taganka de Moscú, en 1985, marcó un hito en la apertura iniciada por el dirigente soviético Mijaíl Gorbachov.

En la rueda de prensa concedida en Minsk tras la concesión del premio, Svetlana dijo cosas como estas:
• Amo el buen mundo ruso, el mundo ruso humanista, de la literatura, el ballet, la música, aquel ante el cual todos se inclinan, pero no me gusta el mundo de Beria, de Stalin, de Putin; ese no es mi mundo.
• Después de Chernóbil uno no puede sentirse sólo bielorruso, sino que se siente como el erizo, el conejo, el manzano, como parte de la naturaleza. Es una sensación muy fuerte
• La Nobel se confesó también decepcionada con la oposición bielorrusa y con el pueblo por no haberse despertado todavía.
• En referencia a la base militar que Rusia planea instalar en Bielorrusia, aseguró: No necesitamos la base aérea, pero temo que la establecerán, porque no veo fuerza ni recursos en Lukashenko para oponerse, y no veo la fuerza de resistirse en la sociedad, que, por desgracia, aceptará todo lo que proponen los dirigentes. Sobre Alexandr Lukashenko, presidente bielorruso, que por cierto la felicitó por el premio, dijo: Quería separarse de Rusia, pero no le dejarán. Le retiene su pasado, no conoce otras reglas de juego, y le retiene Putin, que tiene mucho instinto político y no le dejará marchar.
• También dirigió un mensaje a sus paisanos: Quiero creer que la persona cambia, pero los sucesos en Donbás y en Odessa me asustaron y vi cuán rápida se evapora la cultura y aparece la fiera en el hombre. Los ánimos antioccidentales que existen ahora en Rusia desaparecerán con los líderes actuales. En el pueblo de Bielorrusia y en el de Rusia no hay odio a Europa, es una espuma creada por los políticos que encuentran jóvenes que quieren jugar su juego. No es profundo, pero esta época durará mucho tiempo. Fuimos ingenuos en los noventa cuando creíamos que pronto seriamos libres. 
Svetlana considera que la salvación de Bielorrusia está en volver el rostro hacia la Unión Europea, pero no la dejarán.


UNA SOLITARIA VOZ HUMANA

No sé de qué hablar... ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?
    Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía: "Te quiero". Pero aún no sabía cuánto le quería. Ni me lo imaginaba... Vivíamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Junto a otras tres familias jóvenes, con una sola cocina para todos. Y en el bajo estaban los coches. Unos camiones de bomberos rojos. Este era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: dónde se encontraba, qué le pasaba...
    En mitad de la noche oí un ruido. Gritos. Miré por la ventana. Él me vio:
   -Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Volveré pronto.
    No vi la explosión. Solo las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero... Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín se debía a que ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como él después recordaría, como si fuera resina. Sofocaban las llamas y él, mientras, reptaba. Subía hacia el reactor. Tiraban el grafito ardiente con los pies... Acudieron allí sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió; era un aviso de un incendio normal.
   Las cuatro... Las cinco... Las seis... A las seis teníamos la intención de ir a ver a sus padres. Para plantar patatas. Desde la ciudad de Prípiat hasta la aldea de Sperizhie, donde vivían sus padres, hay 40 kilómetros. Íbamos a sembrar, a arar. Era su trabajo favorito... Su madre recordaba a menudo que ni ella ni su padre querían dejarlo marchar a la ciudad; incluso le construyeron una casa nueva. 
    Pero se lo llevaron al ejército. Sirvió en Moscú, en las tropas de bomberos, y cuando regresó, solo quería ser bombero. Ninguna otra cosa. [Calla.]
    A veces me parece oír su voz... Oírle vivo... Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la voz. Pero nunca me llama... Ni en sueños... Soy yo quien lo llama a él...
   Las siete... A las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí hacia allí, pero el hospital ya estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Solo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: "Los coches están irradiados, no os acerquéis". No solo yo, vinieron todas las mujeres, todas cuyos maridos habían estado aquella noche en la central.
    Corrí en busca de una conocida que trabajaba como médico en aquel hospital. La agarré de la bata cuando salía de un coche:
    -¡Déjame pasar!
    -¡No puedo! Está mal. Todos están mal.
    Yo la tenía agarrada:
    -Solo quiero verlo.
   -Bueno -me dice-, corre. Quince o veinte minutos. Lo vi... Estaba hinchado, todo inflamado... Casi no tenía ojos...
   -¡Leche! ¡Mucha leche! -me dijo mi conocida-. Que beba al menos tres litros.
    -Él no toma leche.
    -Pues ahora la tendrá que beber.
   Muchos médicos, enfermeras y, especialmente, las auxiliares de aquel hospital, al cabo de un tiempo, se pondrían enfermas. Morirían... Pero entonces nadie lo sabía.
   A las diez de la mañana murió el técnico Shishenok. Fue el primero... El primer día... Luego supimos que, bajo los escombros, se había quedado otro... Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo emparedaron con el hormigón. Pero entonces aún no sabíamos que todos ellos serían solo los primeros... [...]

    Una noche, estoy sentada a su lado en una silla. Eran las ocho de la mañana:
    -Vasia1, salgo un rato. Voy a descansar un poco.
    Él abre y cierra los ojos: me deja ir. En cuanto llego al hotel, a mi habitación, y me acuesto en el suelo -no podía echarme en la cama, de tanto que me dolía todo-, llega una auxiliar:
  -¡Ve! ¡Corre a verlo! ¡Te llama sin parar! -Pero aquella mañana Tania Kibenok me lo había pedido con tanta insistencia, me había rogado: "Vamos juntas al cementerio. Sin ti no soy capaz". Aquella mañana enterraban a Vitia Kibenok y a Volodia Právik.
    Éramos amigos de Vitia. Dos familias amigas. Un día antes de la explosión nos habíamos fotografiado juntos en la residencia. ¡Qué guapos se veía a nuestros maridos! Alegres. El último día de nuestra vida pasada... La época anterior a Chernóbil... ¡Qué felices éramos!
    Vuelvo del cementerio, llamo a toda prisa a la enfermera:
    -¿Cómo está?
    -Ha muerto hará unos quince minutos.
    ¿Cómo? Si he pasado toda la noche a su lado. ¡Si solo me he ausentado tres horas! Estaba junto a la ventana y gritaba: "¿Por qué? ¿Por qué?". Miraba al cielo y gritaba... Todo el hotel me oía. Tenían miedo de acercarse a mí. Pero me recobré y me dije: "¡Lo veré por última vez! ¡Lo iré a ver!". Bajé rodando las escaleras. Él seguía en la cámara, no se lo habían llevado.
    Sus últimas palabras fueron: "¡Liusia! ¡Liusia!". "Se acaba de ir. Ahora mismo vuelve", lo intentó calmar la enfermera. Él suspiró y se quedó callado...
    Ya no me separé de él. Fui con él hasta la tumba. Aunque lo que recuerdo no es el ataúd, sino una bolsa de polietileno. Aquella bolsa... En la morgue me preguntaron:
    -¿Quiere que le enseñemos cómo lo vamos a vestir?
    -¡Sí que quiero!
    Le pusieron el traje de gala, y le colocaron la visera sobre el pecho. No le pusieron calzado. No encontraron unos zapatos adecuados, porque se le habían hinchado los pies. En lugar de pies, unas bombas. También cortaron el uniforme de gala, no se lo pudieron poner.
  Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital, los últimos dos días... Le levantaba la mano y el hueso se le movía, le bailaba, se le había separado la carne... Le salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!... Todo esto tan querido... Tan mío... Tan... No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd descalzo.
    Ante mis ojos. Vestido de gala, lo metieron en una bolsa de plástico y la ataron. Y, ya en esa bolsa, lo colocaron dentro del ataúd. El ataúd también envuelto en otra bolsa. Un celofán transparente, pero grueso, como un mantel. Y todo eso lo metieron en un féretro de zinc. Apenas lograron meterlo dentro. Solo quedó el gorro encima...
    Vinieron todos. Sus padres, los míos. Compramos pañuelos negros en Moscú... Nos recibió la comisión extraordinaria. A todos les decían lo mismo: que no podemos entregaros los cuerpos de vuestros maridos, no podemos daros a vuestros hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un cementerio de Moscú de una manera especial. En unos féretros de zinc soldados, bajo unas planchas de hormigón. Deben ustedes firmarnos estos documentos... Necesitamos su consentimiento. Y si alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa, lo convencían de que se trataba de unos héroes, decían, y ya no pertenecen a su familia. Son personalidades. Y pertenecen al Estado.
    Subimos al autobús. Los parientes y unos militares. Un coronel con una radio. Por la radio se oía: "¡Esperen órdenes! ¡Esperen!". Estuvimos dando vueltas por Moscú unas dos o tres horas, por la carretera de circunvalación. Luego regresamos de nuevo a Moscú. Y por la radio: "No se puede entrar en el cementerio. Lo han rodeado los corresponsales extranjeros. Aguarden otro poco". Los parientes callamos. Mamá lleva el pañuelo negro... yo noto que pierdo el conocimiento.
    Me da un ataque de histeria:
   -¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es: un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién enterramos?
    Mamá me dice:
    -Calma, calma, hija mía. -Y me acaricia la cabeza, me coge de la mano...
    El coronel informa por la radio:
    -Solicito permiso para dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria.
   En el cementerio nos rodearon los soldados. Marchábamos bajo escolta, hasta el ataúd. No dejaron pasar a nadie para despedirse de él. Solo los familiares... Lo cubrieron de tierra en un instante.
    -¡Rápido, más deprisa! -ordenaba un oficial. Ni siquiera nos dejaron abrazar el ataúd.
    Y, corriendo, a los autobuses. Todo a escondidas.
    Compraron en un abrir y cerrar de ojos los billetes de vuelta y nos los trajeron. Al día siguiente, en todo momento estuvo con nosotros un hombre vestido de civil, pero con modales de militar; no me dejó salir del hotel siquiera a comprar comida para el viaje. No fuera a ocurrir que habláramos con alguien; sobre todo yo. Como si en aquel momento hubiera podido hablar, ni llorar podía.
    La responsable del hotel, cuando nos íbamos, contó todas las toallas, todas las sábanas... Y allí mismo las fue metiendo en una bolsa de polietileno. Seguramente lo quemaron todo... Pagamos nosotros el hotel. Por los catorce días...
   El proceso clínico de las enfermedades radiactivas dura catorce días. A los catorce días, el enfermo muere...
   Al llegar a casa, me dormí. Entré en casa y me derrumbé en la cama. Estuve durmiendo tres días enteros. No me podían despertar. Vino una ambulancia.
Traducción de Ricardo San Vicente
1 Diminutivo de Vasili.


Tiempo de segunda mano: el final del hombre rojo
(Texto inédito)

Nos estamos despidiendo de la época soviética. De una vida que era la nuestra. Me esfuerzo en escuchar honestamente a todos los que participaron en el drama socialista... El comunismo tenía un proyecto insensato: rehacer al hombre "viejo", el antiguo Adán.... 
    ...Y le salió bien... Quizá fue la única cosa que le salió bien. En el espacio de sesenta años y pico, en el laboratorio del marxismo-leninismo, crearon una suerte de hombre particular, el "Homo sovieticus". Unos lo consideran un personaje trágico, otros lo califican de antigualla. Me parece que conozco bien a este hombre, incluso que lo conozco demasiado bien, hemos vivido codo con codo durante muchos años. Él soy yo. Son mis conocidos, amigos, padres. He viajado por toda la antigua Unión Soviética, porque los "Homo sovieticus" no son sólo los rusos, sino también los bielorrusos, los turcomanos, los ucranianos, los kazajos. Ahora vivimos en estados diferentes, hablamos en lenguas distintas, pero somos inconfundibles. ¡Nos reconocemos enseguida! Todos nosotros, personas del socialismo, nos parecemos al resto de gente y no nos parecemos, tenemos un vocabulario propio, nuestras nociones del bien y del mal, de los héroes y de los mártires. Tenemos una relación particular con la muerte. En los relatos que apunto, aparecen constantemente palabras que hieren al oído: "disparar", "fusilar", "liquidar", "pasar por las armas" y las variantes soviéticas de la desaparición, como "arresto", "diez años sin derecho a correspondencia", "emigración". ¿Cuánto puede valer la vida humana, si recordamos que hasta hace poco morían millones de personas por causas no naturales? Estamos llenos de odio y de prejuicios. Todos venimos de allí, del país que conoció el gulag y una guerra terrible. La colectivización, la deskulakización, la deportación de pueblos enteros. 
    Era socialismo y era sencillamente nuestra vida. En aquella época hablábamos poco de ello. Pero ahora que el mundo ha cambiado de manera irreversible, a todos les interesa esa vida nuestra que, da lo mismo como fuera, era la nuestra. Escribo, recojo las briznas, las migajas de la historia del socialismo "doméstico", "interior". La manera en que vivía dentro del alma de la gente. Siempre me ha atraído ese pequeño espacio: el ser humano. En realidad, es allí donde todo ocurre.
Traducción de Marta Rebón

4 comentarios:

carlos perrotti dijo...

"Siempre me ha atraído ese pequeño espacio: el ser humano... en donde todo ocurre", corolario que no permite agregar más nada excepto que va ser interesantísimo conocer (leer) a la nueva y tan sensible ganadora del Nobel.

Juan Nadie dijo...

Por aquí, prácticamente era una desconocida hasta hoy. No sé si merecerá el premio Nobel como otros, pero lo que si merece es que se lean sus crónicas periodístico-literarias, que las conozca todo el mundo.

carlos perrotti dijo...

Sin ánimo de diseccionarla, no sé porqué pensé en Orwell, en una de esas porque tuvieron el mismo recorrido durante el cual el cronista se convirtió en escritor.

Juan Nadie dijo...

Pues, no está mal traído, no.