Nadie pierde más vida que la que vive,
ninguno gana el tiempo que lo desgasta.
Alguien, tarde o temprano, nos dice "basta".
Quien colecciona instantes, no los escribe.
Tocamos los minutos, ¿quién lo prohíbe?
Miramos cada hora. Decimos "Hasta
mañana" cada noche, y entro en la vasta
simulación de muerte que el sueño exhibe.
Despierto con la aurora: despierta el mundo,
la realidad se aviene con mi recuerdo:
la sombra que nos llama, el sol altivo,
el amor renovado. Sé que estoy vivo.
Único y mío es el tiempo, en él me hundo,
y no vivo otra vida que la que pierdo.
Los amigos te dicen: jazz de los años veinte.
No importa el tiempo. Alguien improvisa.
Saxo alto, trompeta, efímeras victorias
del metal y las voces. Los amigos comentan
la intensidad del ritmo, y ese clarinetista
con aspecto pausado de profesor de Oxford,
rama de Letras, claro. (Alguien es más preciso:
Filosofía pura). Por la elegancia escueta
de los gestos, parece interpretar a Mozart,
y sin embargo el ritmo se hace persistente,
reinventa el clarinete la espiral, y ya sobran
las vihuelas antiguas, el regal y las flautas,
don Luis de Narváez, las águilas bicéfalas
del César Carlos, maestros de capilla, tapices
que reconquistan Túnez interminablemente.
Crece la voz amarga, cualquier tema de Ellington,
aplausos y la noche y los amigos.
Cada poema es único. En cada obra late, con mayor o menor grado, toda la poesía. Cada lector busca algo en el poema. Y no es insólito que lo encuentre: ya lo llevaba dentro.