Chet Baker - Like Someone In Love

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lunes, 20 de junio de 2011

Preferencias - Andrés Trapiello - España

Xopi
Ni las cumbres sublimes ni los ríos
que no han sido ensuciados por los hombres;
ni los palacios ni las blancas ruinas
de los templos antiguos, ni los dioses
de mármol o bronce, iguales todos,
ni la alada victoria ni un bugatti,
y menos aún la música y el baile,
con sus amanerados sacerdotes:
ninguna de esas cosas y de otras
tan admiradas por los más sensibles
y que tienen que ver con el buen gusto
me proporciona una emoción profunda.
Si acaso, los hangares en desuso,
las estaciones fuera de servicio,
el laberinto de las fundiciones,
el brumoso extrarradio, un descampado
en el que sólo puede comprenderse
la perpleja tristeza de los hombres,
y los ríos que arrastran su miseria,
oscuros, majestuosos y solemnes,
y las descomunales escombreras.

sábado, 14 de mayo de 2011

Tiempo del aire - Andrés Trapiello - España

Barcos en alta mar - Parnalú (pintora chilena)
Miro pasar los barcos
y oigo el ruido
de sus viejos motores
como tu corazón, lejano.
Oscilan las linternas de los mástiles,
son líneas en el agua
las rosas de los vientos.
Nada deseo sino ver la costa
que se pierde a lo lejos.
Nada sentir, sino sentir
los ácidos olores de este mar,
el amarillo yodo y el brillar de las algas
mezclados por la noche.
Nada amar,
cegar hasta cegarse
de oscuridad los ojos y de amor.

Pasan los viejos barcos,
brama el tiempo del aire
y las torres que pueden
ver desde el otro lado,
sombrías, solitarias, se asemejan
a las que vemos allí,
perdidas flores,
semillas de luz
aventadas en el mar.

Todos los puertos son el mismo,
uno y el mismo,
donde cantan las brumas
y una ciudad se apaga y un estrecho,
sin que nunca sepamos
si vamos, si venimos
o si estaremos siempre.

viernes, 11 de junio de 2010

Fragmento de Don Ramón María del Valle-Inclán - Ramón Gómez de la Serna - España

'La Tertulia del Café Pombo' (calle Carretas) - José Gutiérrez Solana - Museo Reina Sofía. En el centro, Ramón Gómez de la Serna; a su lado, de izquierda a derecha, Manuel Abril, Tomás Borrás, José Bergamín, José Cabrero, Mauricio Bacarisse, el propio Solana, Pedro Emilio Coll y Salvador Bartolozzi.Una noche se estrena una comedia de un poeta catalán, Joaquín Montaner. El teatro está lleno. Don Ramón toma su puesto estratégico.
La obra comienza y levanta su vuelo en versos anchurosos y sin detonancias.
Hay condescendencia en la atmósfera y alguien se adelanta al primer aplauso, dejando oir en el silencio un "¡Muy bien!" con voz ahuecada.
Entonces se oyó un "¡Muy mal, muy mal, muy mal!", dicho con voz más rotunda. (En el centro de la silbada y maullada Gata de Angora de Benavente, por gritar "¡Muy bien!", armó el mismo escándalo y fue a la comisaría).
Se produjo un gran revuelo. Se suspendió un momento la representación de El hijo del diablo, mientras se decían unos a otros: "¡Es Valle-Inclán!". "¡Es don Ramón!".
Se oyeron voces envalentonadas que gritaban: "¡Fuera, fuera!". Don Ramón, impertérrito, hilaba su barba arrellanado en su butaca.
El agente de vigilancia de servicio se acercó a don Ramón y le dijo:
- Caballero, soy la autoridad.
- Aquí en el teatro no hay más autoridad que la mía, que soy el crítico, ¡animal! -le replicó don Ramón.
El revuelo fue mayor. El agente ofendido insistía en llevarse a don Ramón a la comisaría.
Había pareceres encontrados. Alguien protestaba calificando de grosera la opinión de Valle, y de un grupo de incondicionales partió un "¡Viva Valle-Inclán!", que murió apagado como un cohete mal encendido.
Por fin don Ramón fue llevado a la comisaría del distrito y allí el comisario en pie quiso ser fino con el aguilón y le dijo:
- Me han contado el caso, pero yo supongo que usted no se dio cuenta de que era un representante de la autoridad el que le requería.
- Sí, señor... Yo lo sabía, pero como yo soy otra autoridad en materias artísticas, se estableció un caso de competencia... Mi autoridad debía permanecer en la sala para emitir juicio. Además, la autoridad de ese señor es autoridad transitoria y la mía permanente.
- No por eso -insistió el comisario- tenía usted que insultarle llamándole animal.
Valle-Inclán, testarudo y en sus trece, replicó:
- Eso no fue un insulto, sino una definición.
Un estudiante que había ido también detenido por defender a don Ramón salió en su defensa y dijo:
- Señor comisario, cuando los partidarios de la señora Xirgu y del señor Montaner gritaban a don Ramón "¡Que se vaya!" ¡Que se vaya!", fue contra ellos contra los que se volvió don Ramón agresivo y gritando "¡No me da la gana!".
Valle se volvió a su defensor y le replicó:
- Miente usted admirablemente, joven. Yo al que desacataba expresamente era al policía.
En vista de eso y como a don Ramón "había que dejarlo o matarlo", se le dejó ir, y cuentan que a la puerta de la comisaría dijo con un alegre suspiro: "¡Esta noche me siento con treinta años menos!".
Aunque la materia de este libro sea Valle, no hemos de juzgar aquí si no a Gómez de la Serna. Conviene tenerlo presente. No es infrecuente que el retratista pueda interesarnos más que el retratado, por lo mismo que muchos retratados no han tenido retratistas a su altura.
En este libro la cosa está bastante equilibrada, y podríamos decir, de uno y de otro, de Ramón y de Valle, que tanto monta, monta tanto...
[...] ¿Es un buen libro? Yo no lo sé, pero si alguien tiene que escribir un libro sobre Valle-Inclán, no podrá hacerlo sin leer éste y sin citarlo, como no se podría escribir un libro sobre
El Rastro sin tener presente el de Ramón, aunque el Rastro de entonces y el de ahora no se parezcan en nada...
[...] La biografía de Ramón, hecha y deshecha, bizantina y desgarrada, como el propio estilo de Valle, está llena de menudencias y amenidades, y sin embargo le ha salido a la altura del personaje: abstracta, "mentale".
(Del prólogo de Andrés Trapiello para la Editorial Espasa Calpe, S. A.)

jueves, 20 de noviembre de 2008

La ventana de Keats - Andrés Trapiello - España

John Keats
Para Manuel Borrás
Apartado de todo, vuelto a mí
en silencio egoísta, en soledad
de campos y de encinas y callejas
que el otoño volvió más taciturnas;
asilado a esta sombra y sin más patria
que una vieja edición de tus poemas;
sentado en berroqueña piedra gris
y leyendo tus versos, oigo cómo
de pronto un ruiseñor se eleva y canta.
Todo lo dejo entonces, mi lectura,
mis leves pensamientos, mi silencio.
Todo por escucharle. Es él, él mismo.
El dulce ruiseñor que tú supiste
distinguir entre todas las demás
criaturas, por ser no melodioso,
que lo era, sino por ser el tuyo,
el a ti destinado desde siempre,
desde el día en que Dios de mansas fieras
ocupó el Paraíso y dijo: «hágase
también el ruiseñor, para que Keats,
en la umbría Inglaterra, al escucharlo
embelesado, alcance esta verdad:
que el canto es sólo uno, siempre el mismo,
y que la rama cambia y cambia el pájaro,
mas no la melodía. Esta será
de país a país siempre la misma,
de un continente a otro y desde un siglo
a otro siglo, la misma melodía,
igual que en el estanque van las ondas
cuando alguien en él escribió un nombre».
Pues bien. Conmigo está, frente a este Gredos,
el ruiseñor menudo de tus versos,
frente a ese abstracto Gredos, calmo y duro
y hecho de pura abstracta lejanía.
y están también los prados y colinas
por los que tú anduviste. Están comigo
ahora, aquí. Y las viejas mansiones
que el campo inglés conoce, venerables,
cubiertas por la yedra, iluminadas
con quinqués y bujías cuya luz
llenaba las ventanas de dorada
quietud e invitación al sueño,
de modo que de lejos, si pasaba
un viajero, se decía: «¡Quién
pudiera estar allí, junto a esa lámpara,
dentro de aquella casa, allí sentado
en cómodo sillón leyendo un libro
o bebiendo los vinos de Madeira
y escuchando un piano, o ni siquiera,
sólo como esa sombra que es el tiempo!
¡Sólo como la sombra de aquel hombre
que se asoma al balcón para mirarme!
¡Quién pudiera quedarse en esa casa
y no tener, cerrada ya la noche,
que andar por estos fúnebres caminos
y exponerse a morir en soledades
que harían de la muerte algo aún más triste»…
Eso diría el viajero errante,
eso mismo diría al contemplar
la vieja casa solitaria y grande.
Y luego seguiría su camino
sin dejar de mirar de vez en cuando
atrás, hasta perder aquella luz,
aquel temblor de oro entre las ramas
oscuras de los tejos, sin haber
siquiera sospechado que eras tú,
John Keats, la sombra.

Y que le viste
llegar por el camino, y que dijiste:
«Al Sur marcha ese hombre.
¡Quién pudiera con él perderse lejos!
Ahora mismo. Sin equipaje alguno.
¡Cómo envidio su suerte y qué tristeza
languidecer aquí llevando una
vida que ni siquiera de infeliz
puedo calificarla! Mira, parte
de nuevo, se va. Empieza ya la luna
a vadear el río. ¡Cuánto debe
compadecer mis años!»…

Y que luego,
para apagar la sed de tu acedía,
tomaste una vez más un papel nuevo
sin dejar de pensar en aquel hombre
que viste peregrino. Quizás ese
fue el día en que escribiste aquel poema
que empieza así: «Feliz es Inglaterra…”
¿Quién podría saberlo? Ahora otra vez
lo leo en este viejo libro tuyo,
y al leer me parece que tu otoño
es este otoño mío y que también
es mío el ruiseñor que ya ha callado,
y me confundo y creo
que aquellos claros ríos entre hayales
son nuestro pedregal, cuna de víboras.
Y así, miro estos bíblicos olivos
y alcornoques ascéticos, la tierra
de la que brotan zarzas sólo, ortigas,
pestilente cenizo o amargas hierbas,
y ebrio de gratitud, no siento ya
ni abrasador el sol ni amargo el aire
ni severos los pardos y los negros,
que son colores nuestros metafísicos,
sino que cierro el libro y miro lejos,
porque tus versos hacen que yo vea
este lugar como lugar del alma,
y vuelto a mí, comienzo a recorrer
de nuevo este paisaje silencioso
y a verlo de otro modo y a sentirlo
y a desear también la dulce muerte,
hermana zarza, hermanos alcornoques,
ortigas, alimañas, sequedades.