LIBRO III
El conocimiento del error trae la salvación
Si pudieran los hombres, así como sienten en su alma un peso cuya opresión les fatiga, conocer también la causa de ello y de dónde viene esta mole tan grande de mal que aplasta su pecho, no vivirían así, como vemos comúnmente, sin saber lo que desean y buscando siempre cambiar de lugar, como si pudieran deshacerse de su carga. A menudo sale uno fuera de su palacio, porque siente hastío de su casa, y vuelve de repente, no sintiéndose en nada mejorado fuera de ella. Corre después a su granja, espoleando sus potros en precipitada carrera, como si volara en socorro de su casa incendiada; al pisar el umbral de la quinta, bosteza de pronto, o se refugia, cansado, en el sueño, buscando el olvido, o incluso se apresura a volver a la ciudad. Es así como cada uno huye de sí mismo; pero, incapaz de ello las más veces, queda a su pesar encadenado a este sí mismo, y lo odia, porque, enfermo, no comprende la causa de su mal; si bien lo viera, dejándolo todo, aplicaríase primero a estudiar la Naturaleza, pues lo que se discute no es la condición de una hora, sino la de la eternidad en que han de pasar los mortales todo el tiempo que les queda después de la muerte.
El mísero afán de vivir
En fin, ¿qué inmoderado y funesto afán de vivir nos fuerza a temblar de este modo en tan dudosos peligros? El fin de la vida está, en verdad, fijado a los mortales, y nadie se escapa de comparecer ante la muerte. Por lo demás, giramos y permanecemos siempre en el mismo círculo, y ningún nuevo placer nos forjaríamos viviendo más tiempo. Pero, mientras nos falta, el bien que deseamos nos parece superior a los demás; conseguido, suspiramos por otro, y la misma sed de vida nos mantiene siempre anhelantes. Dudosa es la suerte que nos traiga la edad venidera, qué nos depare el azar y qué fin nos aguarde. Y tampoco podemos, alargando la vida, robar ni un instante a la muerte, para abreviar quizá el tiempo de nuestro aniquilamiento. Por tanto, puedes vivir tantos siglos como quieras; no por esto la eterna muerte dejará de aguardarte y no durará menos el no ser para este que hoy dejó la luz de la vida, que para aquel que cayó muchos meses y años atrás.
Traducción de Eduardo Valentí Fiol
Apenas se sabe nada sobre la vida del poeta Lucrecio, nacido hacia el 95 a.C., salvo que al parecer era víctima de frecuentes depresiones, y padeció un ataque de locura que le llevó al suicidio antes de cumplir cuarenta y cuatro años, dejando incompleta su obra, de cuya publicación se encargó Cicerón.
La obra de Lucrecio a través de la física epicúrea intenta liberar al hombre de la dependencia de la religión y el miedo a los dioses. Defiende una vida sencilla, el goce de la naturaleza y el conocimiento íntimo de las cosas para abandonar así el temor irracional.
Nada conocemos apenas del itinerario de Lucrecio. No es seguro, sin embargo, que, de saber más, variáramos nuestra percepción de De rerum natura: un libro de arquitectura cristalina pero asimismo extrañamente misterioso, en el cual, como sucede a menudo con las obras maestras, las insinuaciones tienen la misma importancia que las declaraciones. Hay varios Lucrecios en su interior. [...] Hay un Lucrecio que quiere alejar el terror del corazón de los hombres predicando la impasibilidad del sabio; y hay otro Lucrecio que, lejos de esta impasibilidad, insinúa las mismas debilidades que dice combatir. Pero es, precisamente, en esta contradicción insuperable donde radica la magnitud de su obra.
El lector actual puede acercarse a De rerum natura atendiendo a uno en particular de esos Lucrecios o, lo que es más fértil, al juego tenso entre ellos. Si opta, como me parece aconsejable, por esta última incursión no dejará de apreciar un rasgo dominante que atraviesa el marco temporal en el que fue escrito el libro hasta conseguir hacer mella en nuestro ánimo. Este rasgo no es otro que la voluntad de liberación humana que recorre todo el poema, del primer al último verso. No importa si juzgamos que Lucrecio fracasó en su proyecto, porque sabemos que estos proyectos están, siempre, destinados al fracaso. Lo que importa es la grandeza del intento. ¿Cómo no conmovernos todavía hoy por la osadía de quien se propuso vencer al más invencible de los monstruos? El miedo. (Del prólogo de RAFAEL ARGULLOL para la edición de "Clásicos Latinos" de Círculo de Lectores, S. A., 1998)
6 comentarios:
Lucrecio fue un adelantado a su tiempo.
Y tanto. La doctrina epicúrea de que nada se produce de la nada (no hay dioses creadores), que Lucrecio seguía y trató de divulgar, lo era también.
Me gustan las cavilaciones de Lucrecio. Pero ni aun sabiendo "de dónde viene esa mole", probablemente, estaríamos satisfechos.
Sostener esas convicciones no habrá sido fácil. Debe haberse sentido muy solo, jaqueado entre su melancolía y su sensibilidad. Nunca supe nada de sus circunstancias personales. Aún más grande me resulta Lucrecio desde hoy.
Debió ser una "rara avis", sí.
Las cavilaciones de Lucrecio son realmente las de un humanista:
"... ningún nuevo placer nos forjaríamos viviendo más tiempo. Pero, mientras nos falta, el bien que deseamos nos parece superior a los demás; conseguido, suspiramos por otro, y la misma sed de vida nos mantiene siempre anhelantes."
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