Chet Baker - Like Someone In Love

sábado, 30 de junio de 2018

Literatura y fútbol/ 18 - Barbosa: el hombre que murió dos veces - Juan Villoro - México


Moacir Barbosa Nascimento estaba considerado en los años 40 como uno de los mejores guardametas del mundo, pero su vida quedó marcada para siempre el 16 de julio de 1950 en la final del Mundial entre Brasil y Uruguay, jugada en el estadio Maracaná, inaugurado para la ocasión. Al anfitrión (que iba de favorito) le bastaba el empate para ser por primera vez campeón del mundo. A Uruguay sólo le valía la victoria. 199.854 almas llenaban el estadio. Un gol de Uruguay a falta de 11 minutos para el final, supuso el triunfo de éste y para Brasil uno de los mayores traumas futbolísticos de la historia, en un país donde el fútbol era y es religión. El hecho se conoció como el Maracanazo, y Barbosa quedó desde entonces muy injustamente estigmatizado para siempre.

A su muerte en el año 2000 el escritor y periodista mexicano Juan Villoro rememoró su tragedia en el siguiente texto:

Barbosa: el hombre que murió dos veces

En ocasiones, el tiempo del futbolista se cumple tan cabalmente en la cancha que su vida fuera de ella semeja una borrosa posteridad. El reloj de la reputación no siempre se ajusta al de la biología.

El 8 de abril de 2000 murió Moacir Barbosa, primer portero negro de la selección brasileña. Unas 30 personas se acercaron a velar el ataúd cubierto por la bandera del desaparecido equipo Ypiranga. Poco antes de que el féretro fuera trasladado al cementerio, un directivo del Vasco de Gama llevó una bandera del club de la franja negra.

En un país donde los futbolistas alcanzan el rango de semidioses, Moacir Barbosa fue despedido como un fantasma. Poco importó que el portero hubiera contribuido a darle cinco títulos de la liga de Río y un título de Sudamérica al Vasco de Gama. Su tragedia se cifró en un instante del que no podría recuperarse.

La escena ocurrió el 16 de julio de 1950. El recién inaugurado Estadio Maracaná reunió a doscientos mil fanáticos para la final de la Copa del Mundo entre Brasil y Uruguay. De acuerdo con el reglamento de entonces, al equipo sede le bastaba un empate para levantar el trofeo. Los periódicos de Brasil ya tenían listos los titulares del día siguiente con desaforados vítores para la oncena verde amarilla. Por su parte, Jules Rimet, inventor de los mundiales, llevaba un discurso en el que elogiaba la destreza de los futbolistas cariocas y la calidez de su público. Aquellas palabras no abandonaron el bolsillo de Rimet.

Más de medio siglo después, millones de brasileños recuerdan el partido. Incluso quienes no lo vieron conocen el episodio que paralizó a un país. Brasil comenzó ganando, con un gol de Friaça, y la torcida pensó que los suyos conquistarían la primera copa de su historia. Cuando Schiaffino anotó para Uruguay, el gozo se mitigó sin apagarse del todo: el empate disminuía la épica pero bastaba para que Brasil saliera campeón. Un lance de muerte decidió el partido: Ghiggia lanzó un tiro cruzado y Moacir Barbosa, guardameta curtido ante las roscas más sofisticadas del planeta, viajó en pos del balón. La subjetividad de los héroes no siempre tiene que ver con la realidad. El último hombre de Brasil tocó la pelota y se desplomó con alivio en el pasto sagrado de Maracaná. Estaba seguro de haber desviado el tiro de Uruguay. El silencio lo devolvió a un país de espanto donde lo observaban doscientos mil espectadores mudos. La pelota estaba en las redes. Uruguay se había puesto 2 a 1.

En la película que narra la vida de Rey Pelé, éste es el momento en el que el joven león se lanza sobre el radio y lo golpea entre sollozos. Brasil perdía en su propia cancha, contra todos los pronósticos. La historia de Pelé iba a ser, en buena medida, la historia de una enmienda. Sus más de mil goles estarían destinados a corregir el que no pudo detener Moacir Barbosa.

En su relato "Un minuto de ausencia", François Bott recuerda el triste lance de Luis Arconada, guardameta de la selección española en la final de la Copa Europea de Naciones de 1984. Aunque la Francia de Platini era clara favorita, la victoria llegó de un modo inverosímil, con un disparo que hubiera sido atajado en el patio de cualquier escuela. Como si en esa jugada cumpliera la profecía de su nombre, Arconada dejó pasar una pelota tibia que sólo por error podía ser importante.

El drama de Barbosa fue distinto; no cometió una pifia evidente como Arconada: se despistó ante el destino. Creyó hacer lo correcto y de pronto volvió a un mundo que lo veía como un villano.

El protagonista del cuento de Bott es Antoine Mercier, portero curtido en lances difíciles que fracasa ante una jugada simple. ¿Qué sucede? En el momento clave de su carrera, el solitario del equipo hace lo que suelen hacer tantos porteros: piensa de más, se distrae, revisa su vida en cámara lenta. Durante un dichoso lapso de abstracción deambula por sus recuerdos como por un laberinto, se aísla del entorno, tal vez inferior pero más urgente, en el que debe detener una pelota. El tiro enemigo no lleva mucho peligro dentro, pero él está inmerso en su "minuto de ausencia".

Al igual que Mercier, Barbosa cayó dentro de sí mismo antes de caer en el césped. Curiosamente, su felicidad no se debía a recordar, como su colega francés, un grato episodio sentimental, sino a la infundada creencia de haber hecho lo correcto. Su tristeza se vio agravada por la dicha que la había precedido. Moacir Barbosa fracasó en su estado de perfecta ilusión, y luego lo supo, y fue peor. "Toda una carrera y toda una vida destrozadas por un minuto de ausencia", escribe François Bott a propósito de su protagonista.

El trágico portero de Maracaná siguió jugando hasta 1962, y aún obtuvo varios títulos con el Vasco de Gama. En una pieza magistral del periodismo deportivo, escribió Eric Nepomuceno: "Fue siempre un arquero eficaz, elegante, ágil, un cuerpo elástico que se dirigía con rápida precisión a la pelota. Pero cometió el peor de los fallos: no logró atrapar la pelota decisiva". Por su parte, Eduardo Galeano lo recuerda de este modo en El fútbol a sol y sombra : "a la hora de elegir el arquero del campeonato, los periodistas del Mundial del 50 votaron, por unanimidad, al brasileño Moacir Barbosa. Barbosa era también, sin duda, el mejor arquero de su país, piernas con resortes, hombre sereno y seguro que transmitía confianza al equipo". Sin embargo, el prestigio entre los especialistas no pudo devolverle el cariño de la fanaticada.

Los prejuiciosos que nunca faltan lo acusaron de carecer del temple de los jugadores blancos. El primer portero negro de la selección brasileña tuvo que sufrir la derrota y el desprestigio de su sangre.

Barbosa se jubiló con una pensión de 85 dólares mensuales que luego le mejoró el Vasco de Gama. Durante noches sin número soñó con el gol del desastre y padeció toda clase de humillaciones públicas. En una ocasión, una mujer lo señaló en la calle y le dijo a su hijo pequeño: "Ese es Barbosa, el hombre que hizo llorar a un país".

En 1993 la televisión inglesa rodó un documental para preparar el ambiente del Mundial de Estados Unidos. El equipo de grabación quiso que Barbosa visitara a la selección brasileña, pero el entrenador, Mario Lobo Zagallo, le negó la entrada para impedir que el embajador de la mala suerte contagiara su desgracia a sus muchachos. Cuando lo interrogaron acerca de este incidente, Barbosa miró a una cámara con ojos desolados y dijo que en Brasil la condena máxima por un crimen era de 30 años. En un país sin cadena perpetua sólo él estaba condenado de por vida.

Clotilde, la esposa de Barbosa, murió en 1997. Moacir la sobrevivió tres años, tiempo suficiente para comprobar el tamaño de su soledad. Finalmente, a los 79 años, el guardameta cayó por última vez.

La primera muerte de aquel hombre había ocurrido medio siglo antes, en la soleada cancha de Maracaná. Recuperemos el trance en la imaginación: Ghiggia lanza su tiro cruzado y el arquero va en pos de la pelota. Sus manos tocan el esférico y lo desvían levemente. Congelemos para siempre la estirada de Moacir Barbosa. Un joven portero negro está en el aire; siente el contacto con la pelota y cree que ha salvado a los suyos. Es feliz. Está ahí, aislado en el silencio de lo que aún no se decide, en el instante en que merece que lo recordemos.
Barbosa - Tabaré Cardozo

4 comentarios:

carlos perrotti dijo...

Dramático texto jalonado con momentos de gran literatura. Se vale de la anécdota del arquero Barbosa para reflexionar y revelar lo que en esencia sucede en cada momento de vida: la superación o el derrumbe, la gloria o la humillación, la victoria o la derrota. Juan Villoro capta el drama existencial contenido en un segundo de vida en el que todo en determinadas circunstancias puede definirse, tal vez, para siempre, en este caso, si entra o no una pelota, si gana o no un equipo sobre otro, si sale campeón uno y no el otro…

Juan Nadie dijo...

No se puede analizar mejor el texto. Completamente de acuerdo.

carlos perrotti dijo...

Seguramente conoces esta canción que es himno ya en ambas márgenes del Río de la Plata, canción que ha logrado que no exista argentino que no se "hermane" con cada uruguayo pese a la clásica rivalidad futbolística. Homenajea al fútbol uruguayo, trata sobre aquel Maracanazo, se lo ve a Obdulio Varela, El Negro Jefe, en fin, es una página de gloria de la música sudaca y de su autor, el querido Jaime Roos...

https://www.youtube.com/watch?v=7S5LobIdBqY

...Y vamos ahora Uruguay Campeón en Rusia!!!

Juan Nadie dijo...

No, no la conocía, pero me alegro que sirva de hermanamiento entre dos de las aficiones más auténticas. Y ahora que han caído Argentina y España (merecidamente, todo hay que decirlo), ¡Aúpa Uruguay!