un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.
De El otro, el mismo, 1964
4 comentarios:
Formidable. Gracias.
El hombre trabajado por la monotonía, el hombre que no sabe de la muerte porque cree que eso es para el que se muere o para el que morirse quiere, el hombre entre sus obsesiones y su rutina de melancolía, el hombre raíz de la cual inevitablemente crecerá su cielo o su infierno... Borges siempre se las arregla para protagonizar su poesía en la que casi nunca olvida jugar con el Tiempo.
Al contrario, Mara, gracias a tí por pasar por este blog.
Borges y el Tiempo (con mayúscula), eso da para una monografía.
En realidad, Borges casi siempre habla del tiempo y sus reflexiones son a la vez poéticas y filosóficas.
Siempre que no sé muy bien qué poner, recurro a Borges, nunca me falla.
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