Chet Baker - Like Someone In Love

lunes, 22 de octubre de 2018

Nuevos fragmentos de De rerum natura - Lucrecio - Roma


LIBRO V

Origen del culto a los dioses

No es difícil ahora explicar la causa de que entre las grandes naciones se divulgara la idea de la divinidad, de que las ciudades se llenaran de altares y se establecieran los solemnes ritos que ahora florecen en las grandes ocasiones y en lugares famosos; de donde aún hoy un religioso terror está enraizado en los hombres, el cual les hace levantar por todo el orbe de la tierra nuevos santuarios a los dioses y les impulsa a llenarlos en los días festivos.

En efecto, ya en aquella época los mortales veían en su imaginación, aun estando despiertos, egregias figuras de dioses, dotadas, sobre todo en sueños, de un cuerpo gigantesco. A estas figuras les atribuían sentimiento, pues parecían mover sus miembros y pronunciar palabras altivas, adecuadas a su hermoso semblante y fuerzas desmedidas. Y les suponían una vida eterna, porque sin interrupción se sucedían las visiones, cuya figura subsistía siempre la misma; y, sobre todo, porque, dotados de fuerzas tan grandes, no los creían fácilmente domeñables por ningún otro poder. Por esto los creían muy superiores en dicha a los demás, porque el temor de la muerte no turbaba a ninguno de ellos, y también porque en sueños les veían hacer muchos prodigios sin que les costara fatiga alguna.

Por otra parte, observaban el sistema del cielo y su orden preciso y la sucesión de las varias estaciones del año, sin poder averiguar por qué causas se hacía. Así, no tenían otro recurso que remitirlo todo a la acción de los dioses y hacer que todo girara a una señal suya. Pusieron en el cielo las sedes y palacios divinos, porque en el cielo vemos girar el sol y la luna -la luna, el día, la noche y sus signos solemnes, las teas errabundas del cielo nocturno y las llamas volantes, nubes, sol, lluvias, nieve, vientos, rayos, granizo, los súbitos rugidos y amenazantes murmullos del trueno.


Males de la religión

¡Oh linaje infeliz de los hombres, cuando tales hechos atribuyó a los dioses y los armó de cólera inflexible! ¡Cuántos gemidos se procuraron entonces a sí mismos, cuántos males a nosotros, cuántas lágrimas a nuestra descendencia!

No consiste la piedad en dejarse ver a cada instante, velada la cabeza, vuelto hacia una piedra, ni en acercarse a todos los altares, ni en tenderse postrado por el suelo y extender las palmas ante los santuarios divinos, ni en rociar las aras con abundante sangre de víctimas, ni en enlazar votos con votos, sino más bien en ser capaz de mirarlo todo con mente serena. Pues cuando, levantando los ojos, contemplamos las celestes bóvedas de este mundo inmenso y el éter claveteado de brillantes estrellas, y nos ponemos a pensar en el curso del sol y la luna, entonces una congoja, que otros males habían ahogado en nuestro pecho, se despierta e intenta levantar la cabeza, preguntándose si por ventura no hemos de contar con un poder infinito de los dioses, capaz de hacer girar los cándidos astros en varia carrera. Pues la carencia de una explicación tienta nuestro espíritu vacilante y le hace preguntarse si este mundo tuvo nacimiento y si ha de tener fin, y hasta cuándo las murallas del mundo podrán resistir la fatiga de este movimiento silencioso; o si, dotado por los dioses de existencia sempiterna, podrá seguir deslizándose en el perpetuo decurso del tiempo y desafiar las robustas fuerzas de la edad inconmensurable.

Además, ¿a quién no contrae el corazón el temor de los dioses? ¿A quién no se hielan de pavor los miembros cuando retiembla la tierra abrasada por el horrible golpe del rayo, y sordos bramidos recorren el vasto cielo? ¿No se estremecen pueblos y gentes? Los soberbios reyes, ¿no sienten sus miembros encogerse de terror religioso al pensar que ha llegado quizá el momento temible de expiar sus actos criminales, sus palabras insolentes? Y cuando la suprema violencia del furioso viento barre en la llanura del mar al almirante de una flota, junto con sus bravas legiones y elefantes, ¿no acude con votos, pávido, a los dioses, no implora la paz de los vientos y brisas favorables? En vano; pues muchas veces, arrastrado por violento torbellino, no le salvan sus plegarias de encontrar la muerte en los escollos. Tan cierto es que algún poder oculto aplasta los humanos destinos y parece complacerse en pisotear con ludibrio los bellos fasces y las crueles segures.

Finalmente, cuando bajo los pies la tierra entera retiembla y las ciudades, sacudidas, caen o amenazan desplomarse, ¿qué maravilla que el humano linaje se tenga en poco y reconozca la gran potencia y asombroso poder de los dioses, capaces de gobernar el universo?
Traducción de Eduardo Valentí Fiol

2 comentarios:

carlos perrotti dijo...

"Linaje infelíz de los hombres..." Un humanista librepensador, Lucrecio, un lúcido objetor. "Aún hoy un religioso terror está enraizado en los hombres..." Y el hoy de los tiempos de Lucrecio es más que nunca hoy... Algún día lo terminaremos de comprender.

Juan Nadie dijo...

No sé si llegará ese día. Tú y yo no lo veremos, en todo caso.