Werbung nicht mehr, nicht Werbung, entwachsene Stimme,
sei deines Schreies Natur; zwar schrieest du rein wie der Vogel,
wenn ihn die Jahreszeit aufhebt, die steigende, beinah vergessend,
daß er ein kümmerndes Tier und nicht nur ein einzelnes Herz sei,
das sie ins Heitere wirft, in die innigen Himmel. Wie er, so
würbest du wohl, nicht minder –, daß, noch unsichtbar,
dich die Freundin erführ, die stille, in der eine Antwort
langsam erwacht und über dem Hören sich anwärmt, –
deinem erkühnten Gefühl die erglühte Gefühlin.
O und der Frühling begriffe –, da ist keine Stelle,
die nicht trüge den Ton der Verkündigung. Erst jenen kleinen
fragenden Auflaut, den, mit steigernder Stille,
weithin umschweigt ein reiner bejahender Tag.
Dann die Stufen hinan, Ruf-Stufen hinan, zum geträumten
Tempel der Zukunft –; dann den Triller, Fontäne,
die zu dem drängenden Strahl schon das Fallen zuvornimmt
im versprechlichen Spiel.... Und vor sich, den Sommer.
Nicht nur die Morgen alle des Sommers –, nicht nur
wie sie sich wandeln in Tag und strahlen vor Anfang.
Nicht nur die Tage, die zart sind um Blumen, und oben,
um die gestalteten Bäume, stark und gewaltig.
Nicht nur die Andacht dieser entfalteten Kräfte,
nicht nur die Wege, nicht nur die Wiesen im Abend,
nicht nur, nach spätem Gewitter, das atmende Klarsein,
nicht nur der nahende Schlaf und ein Ahnen, abends...
sondern die Nächte! Sondern die hohen, des Sommers,
Nächte, sondern die Sterne, die Sterne der Erde.
O einst tot sein und sie wissen unendlich,
alle die Sterne: denn wie, wie, wie sie vergessen!
Siehe, da rief ich die Liebende. Aber nicht sie nur
käme... Es kämen aus schwächlichen Gräbern
Mädchen und ständen... Denn, wie beschränk ich,
wie, den gerufenen Ruf? Die Versunkenen suchen
immer noch Erde. – Ihr Kinder, ein hiesig
einmal ergriffenes Ding gälte für viele.
Glaubt nicht, Schicksal sei mehr, als das Dichte der Kindheit;
wie überholtet ihr oft den Geliebten, atmend,
atmend nach seligem Lauf, auf nichts zu, ins Freie.
Hiersein ist herrlich. Ihr wußtet es, Mädchen, ihr auch,
die ihr scheinbar entbehrtet, versankt –, ihr, in den ärgsten
Gassen der Städte, Schwärende, oder dem Abfall
Offene. Denn eine Stunde war jeder, vielleicht nicht
ganz eine Stunde, ein mit den Maßen der Zeit kaum
Meßliches zwischen zwei Weilen –, da sie ein Dasein
hatte. Alles. Die Adern voll Dasein.
Nur, wir vergessen so leicht, was der lachende Nachbar
uns nicht bestätigt oder beneidet. Sichtbar
wollen wirs heben, wo doch das sichtbarste Glück uns
erst zu erkennen sich giebt, wenn wir es innen verwandeln.
Nirgends, Geliebte, wird Welt sein, als innen. Unser
Leben geht hin mit Verwandlung. Und immer geringer
schwindet das Außen. Wo einmal ein dauerndes Haus war,
schlägt sich erdachtes Gebild vor, quer, zu Erdenklichem
völlig gehörig, als ständ es noch ganz im Gehirne.
Weite Speicher der Kraft schafft sich der Zeitgeist, gestaltlos
wie der spannende Drang, den er aus allem gewinnt.
Tempel kennt er nicht mehr. Diese, des Herzens, Verschwendung
sparen wir heimlicher ein. Ja, wo noch eins übersteht,
ein einst gebetetes Ding, ein gedientes, geknietes –,
hält es sich, so wie es ist, schon ins Unsichtbare hin.
Viele gewahrens nicht mehr, doch ohne den Vorteil,
daß sie's nun innerlich baun, mit Pfeilern und Statuen, größer!
Jede dumpfe Umkehr der Welt hat solche Enterbte,
denen das Frühere nicht und noch nicht das Nächste gehört.
Denn auch das Nächste ist weit für die Menschen. Uns soll
dies nicht verwirren; es stärke in uns die Bewahrung
der noch erkannten Gestalt. – Dies stand einmal unter Menschen,
mitten im Schicksal stands, im vernichtenden, mitten
im Nichtwissen-Wohin stand es, wie seiend, und bog
Sterne zu sich aus gesicherten Himmeln. Engel,
dir noch zeig ich es, da! in deinem Anschaun
steh es gerettet zuletzt, nun endlich aufrecht.
Säulen, Pylone, der Sphinx, das strebende Stemmen,
grau aus vergehender Stadt oder aus fremder, des Doms.
War es nicht Wunder? O staune, Engel, denn wir sinds,
wir, o du Großer, erzähls, daß wir solches vermochten, mein Atem
reicht für die Rühmung nicht aus. So haben wir dennoch
nicht die Räume versäumt, diese gewährenden, diese
unseren Räume. (Was müssen sie fürchterlich groß sein,
da sie Jahrtausende nicht unseres Fühlns überfülln.)
Aber ein Turm war groß, nicht wahr? O Engel, er war es, –
groß, auch noch neben dir? Chartres war groß –, und Musik
reichte noch weiter hinan und überstieg uns. Doch selbst nur
eine Liebende –, oh, allein am nächtlichen Fenster....
reichte sie dir nicht ans Knie –?
Glaub nicht, daß ich werbe.
Engel, und würb ich dich auch! Du kommst nicht. Denn mein
Anruf ist immer voll Hinweg; wider so starke
Strömung kannst du nicht schreiten. Wie ein gestreckter
Arm ist mein Rufen. Und seine zum Greifen
oben offene Hand bleibt vor dir
offen, wie Abwehr und Warnung,
Unfaßlicher, weitauf.
SÉPTIMA ELEGÍA*
No amoroso reclamo
ni postrado llamamiento,
sino la voz madura y entrañable...-
que sea de esta índole tu grito.
Ciertamente, tú clamaste en otro tiempo
con la pureza con que lo hace el ave
cuando la estación la eleva, la sublima,
casi olvidando que no es sólo un simple corazón
sino un animal doliente
lo que ella arroja a la íntima alegría de los cielos.
Tú, no menos que el ave, pedirías
que la amiga aún no vista
te sintiera; esa compañera -callada todavía-
en quien despierta lentamente la respuesta,
aquella que poco a poco se enardece al escucharte,
la encendida sentidora de tu osado sentimiento.
¡Oh sí!, la primavera entendería -
no habría en ella un solo sitio
que no tuviera una sonoridad de anunciación:
primero ese gorjeo inicial, inquisitivo y leve, que desde lejos envuelve en el silencio
al limpio día afirmativo;
luego las escalas ascendentes,
peldaños de la llamada
al soñado templo del futuro;
y después los trinos, fuente que
-en el juego promisorio-
anticipa en su ascenso, torrencial e impetuoso,
la caída... Y ante sí,
el estío.
No sólo las mañanas
-todas las mañanas- del estío,
su metamorfosis en día pleno
y sus resplandores de iniciación.
No sólo -no- los días, delicados y tiernos
alrededor de las flores, y arriba,
en lo alto, poderosos y firmes
en torno a los árboles configurados con nitidez.
No sólo el fervor de esas fuerzas desplegadas,
no sólo los caminos,
no sólo las praderas al atardecer,
no sólo la diafanidad del aire que se respira tras la tormenta tardía,
no sólo el sueño que se enuncia,
y ese presentimiento vespertino...,
sino las noches.
Las altas noches estivales,
y las estrellas; las estrellas de la Tierra.
¡Oh!, estar por fin muertos
y poder conocerlas infinitamente...
A todas las estrellas.
¡Ay, porque cómo, cómo,
cómo
olvidarlas!
Mira, entonces llamaría a la amante.
Mas no acudiría sólo ella a mi voz.
De sus débiles tumbas, incapaces de retenerlas, vendrían también las doncellas
y estarían en pie... porque, ¿cómo podría yo limitar
-dí, cómo- la llamada puesta en mi grito?
quienes fueron sepultados antes de tiempo.
Estar aquí es glorioso.
Vosotras lo sabíais, muchachas,
sí, también vosotras, las aparentemente desposeídas
que os habíais hundido,
supurantes o abocadas a la inmundicia,
en las callejas más viles y sórdidas de las ciudades.
Sí, porque cada uno tuvo su hora,
quizá ni siquiera una hora entera
sino algo apenas mensurable en el orden del tiempo,
un intervalo casi perdido entre dos instantes
en el que tuvo un ser propio
y lo fue todo,
con las venas henchidas por la existencia.
Mas nosotros olvidamos tan fácilmente
aquello que el prójimo burlón
no nos confirma o nos envidia
que queremos alzarlo en vilo para que todos lo contemplen,
cuando en verdad ocurre que aun la dicha más visible
sólo se nos da a conocer
cuando la transformamos en nuestro interior.
Amada, el mundo nunca será
otra cosa que nuestro interior.
Nuestra vida transcurre en perpetua transmutación.
Y cada vez más exiguo se esfuma lo externo;
donde alguna vez estuvo una casa durable
se proyecta -oblicua- una construcción imaginada,
perteneciente tan por dentro al pensamiento
como si se irguiera aún sólo en la mente.
El espíritu de la época crea para sí
vastos almacenes de fuerza,
informe como la tensa inquietud
que extrae de todas las cosas.
Ya nada sabe de templos.
Pero nosotros, en cambio, hagamos
nuestro ahorro más secreto
de este derroche del corazón.
Sí, allí donde subsiste aún cualquier cosa,
un objeto al que adoramos
y servimos ayer de rodillas,
este permanecerá -tal cual es-
unido ya a lo invisible.
Muchos, ahora, no alcanzan a advertirlo
y pierde así la ventaja
de rehacer aquello
-con sus columnas y estatuas-
más sólido y firme
en su propio interior.
Cada una de estas sordas reversiones del mundo
produce una vasta muchedumbre de desheredados
que no tienen ni aquello que fue, ni lo que será.
Porque aun lo más proximo se halla lejano para el hombre.
Pero que eso no nos turbe; antes bien,
que nos aliente para conservar en nosotros
la forma aún reconocida. Esa forma que ya una vez
se elevó entre los hombres, en medio del destino destructor,
entre la incertidumbre de las rutas,1
como si fuera a perdurar,
y atraía estrellas hacia sí
desde los seguros cielos.
Ángel, a ti te la mostraré una vez más.
¡Hela ahí!: a salvo y finalmente erguida
en tu mirada
columnas, fustes,2 la Esfinge
y la pujante ascensión anhelosa
-gris en medio de la ciudad que se esfuma
o de la urbe extraña-
de la catedral...
¿Acaso no es esto un milagro?
¡Oh sí, asómbrate ángel, pues nosotros lo hemos realizado!
¡Oh, gran ángel!, proclama tú que logramos tales cosas,
pues mi aliento no alcanza a celebrarlo.
De manera que a pesar de todo
no perdimos los espacios, ricos en dones,
que son nuestros.
(¡Ah, qué vastos, qué espantosamente vastos han de ser
cuando milenios enteros de nuestro sentimiento
no fueron capaces de colmarlos!)
Pero una torre era grande, ¿no es verdad?
Mas a tu lado, oh ángel, ¿sería aún tan alta?
Chartres era enorme, sí,
y la música se remontaba aún más allá,
sobrepasándonos.
Pero incluso una amante nada más,
¡oh!, solitaria en su ventana abierta hacia la noche,
¿no te llegaba acaso a la rodilla?
Créelo, no te llamo.
Y aunque mi reclamo te alcanzara, no vendrías.
Porque mi apelación siempre está henchida de repulsa,
y contra corriente tan fuerte no puedes avanzar.
Como un brazo tendido es mi llamada.
Y su mano, abierta en lo alto para asir,
permanece extendida ante ti
como rechazo y advertencia
-¡oh, inaprehensible!-,
con amplitud...
De Elegías de Duino, 1912-1922
Versión de Uwe Frisch
Rainer Maria Rilke
* Escrita en Muzot el 7 de febrero de 1922; la versión definitiva de la conclusión ahí mismo, el 26 de febrero.
1 La presente versión se basa, en este punto, en la traducción de las Elegías hecha por J. F. Angelloz al francés, aprobada por el poeta. Procedimos así por considerar que esta versión comunica más claramente que cualquier traducción literal el sentido del verso original, que textualmente diría "en medio del no saber a dónde".
2 Las fachadas de los templos egipcios.
13 comentarios:
Era, sin duda alguna, un adelantado a su tiempo.
Desde la tablet digo que estoy de acuerdo.
Ya era hora que la usases...
Cada vez me gusta menos, pero obligado te veas
Qué ha pasado?
Se murio el ordenata?
los ordenadores son muy prosaicos, y tanta poesia los deslumbra y se van al limbo
La tablet es una comida de coco del señor jobs. Una autentica basura.
El ordenador hizo pluf al encender, como cuando enciendes una luz y la bombilla peta. La madre que le...
Va a ser que se le atraganta la poesia, si.
Complejo Rilke... pero siempre algo te llevas: "...el mundo nunca será
otra cosa que nuestro interior.
Nuestra vida transcurre en perpetua transmutación.
Y cada vez más exiguo se esfuma lo externo..."
Complejisimo. El mismo lo va a reconocer en la ultima entrada.
Se veía venir... no ha podido con siete elegías de Duino seguidas. Demasiada desmesura.
Y todavia quedan tres. El ordenador se autodestruye, estoy seguro.
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