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domingo, 27 de diciembre de 2009

QUIJORESCAS/ 7 - Las Meditaciones del Quijote de José Ortega y Gasset - Antonio Machado - España

Miguel de Cervantes - Juan de Jáuregui
Para mí, el Quijote es, en primer término, un libro español; en segundo término, un problema apenas planteado o, si queréis, un misterio. Fue Cervantes, ante todo, un gran pescador de lenguaje, de lenguaje vivo, hablado y escrito; a grandes redadas aprisionó Cervantes enorme cantidad de lengua hecha, es decir, que contenía ya una expresión acabada de la mentalidad de un pueblo. El material con que Cervantes trabaja, el elemento simple de su obra, no es el vocablo, sino el refrán, el proverbio, la frase hecha, el donaire, la anécdota, el modismo, el lugar corriente, la lengua popular, en suma, incluyendo en ella la cultura media de Universidades y Seminarios. Con dificultad encontraréis en el Quijote una ocurrencia original, un pensamiento que lleve la mella del alma de su autor. A primera vista parece que Cervantes se ahorra el trabajo de pensar. Deja que la lengua de los arrieros y de los bachilleres, de los pastores y de los soldados, de los golillas, de los buhoneros y vagabundos piensen por él. Desde este punto de vista, el Quijote viene a ser como la enciclopedia del sentido común español, contenida en la lengua española de principios del siglo XVII. No es la cazurrería de Sancho ni la locura de Don Quijote lo que nos asombra y abruma en la lectura del libro inmortal, sino la estupenda discreción de ambos. Con esta primera y superficial visión del Quijote bien se puede decir que la característica de Cervantes es el buen sentido. Don Quijote y Sancho son dos encantadores charlatanes, que derrochan conceptos como el pródigo su riqueza y se recrean en la fácil sabiduría que fluye de sus labios. Hay cierta elocuencia en ambos, cierta complacencia en la verbosidad que revela la falta de esfuerzo mental, la ausencia de reflexión, la alegría de disparar con pólvora ajena, si se me permite la frase. Jamás descubriréis ni en Don Quijote ni en Sancho el esfuerzo para calcar fielmente la línea sinuosa del propio sentimiento. ¿Para qué este esfuerzo? A una anécdota se contesta con otra, a un concepto con el contrario, contra dos refranes hay siempre a mano otros dos, una sentencia se refuta con otra. Cervantes es, en este primer plano de su obra, la antítesis de Teresa de Ávila. En la Santa, lo rico no es el lenguaje, sino lo que pretende expresarse con él; la materia con que labora Teresa es su propia alma; la materia cervantina es el alma española, objetivada ya en la lengua de su siglo. Es en vano buscar a Cervantes, rebuscando en su léxico, con un criterio filológico o meramente lógico y gramatical. Cervantes no aparece entonces por ninguna parte —y esto ha creado el equívoco cervantino—, sino la mentalidad ómnibus de la España de su tiempo.

Pero la lengua hablada en España, con su castizo contenido mental, es la materia en que Cervantes ha trabajado, no su obra; como una estatua no es la piedra en la cual se la ha esculpido, sino las líneas ideales que en el mármol fue trazando un cincel. Hombres muy sutiles —Gracián, por ejemplo— desdeñaron el Quijote porque, sin duda, no vieron la obra, sino su materia bruta. No es, ciertamente, en la vida de Cervantes, en sus andanzas de pretendiente despreciado, de soldado sin fortuna o de mísero alcabalero, donde es preciso buscar el secreto del Quijote; pero no es tampoco en su libro, entendiendo por tal el abundante caudal de castizos lugares comunes de que está formado. El Quijote es preciso verlo, abarcarlo con una visión mental, representárnoslo, para darnos cuenta de la obra cervantina, y formularnos esta pregunta: ¿Qué hizo Cervantes con la lengua española en ese monumento único que se llama el Quijote? No se pregunta lo que haya pretendido hacer. La obra de un poeta desborda y supera infinitamente su propósito. Cervantes, acaso, pretendió no más que poner en ridículo los libros de caballerías, empresa al alcance de un Pérez Zúñiga de su tiempo; propósito trivialísimo muy propio de un ingenio de tercer orden, que nos da, tal vez, la medida del valor en que Cervantes se tasaba a sí mismo al comenzar su obra. Cierto que la mezquindad del propósito inicial contribuirá a mantener el equívoco cervantino. Pero aquí se pregunta por lo que hizo Cervantes en su libro, y esta interrogación no contestada forma parte, a su vez, de la inmortalidad del Quijote.

7 comentarios:

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