me dirías: mujer ¿en dónde está tu hogar? ¿dónde tus hijos?
¿Dónde los sacos de lana, el tambor de bordar, la sartén en el fuego,
el té del atardecer, las cortinas de flores, las lámparas con su limitado
[crepúsculo?
¿Dónde las tardes sepia de las fotografías?
¿Dónde la soledad que el fonógrafo arrulla?
¿Y el cofre con las cartas y las blusas de seda
y el gato que se ovilla sobre el piano como un pacto secreto con una
selva antigua?
¿Y qué podría responderte yo, hermoso viajero invisible?
Hombre o Dios que imagino para que me interrogues en esta
hora extrema.
Sí sueño tus labios latinos, no habrá besos en ellos sino terribles
preguntas
Si sueño tus ojos de hogueras distantes no encontraré ternura
en su mirada.
Si sueño desnudo tu pecho, y enorme en el cielo, sobre las dudas
de la guerra y del Támesis,
oiré palpitar en el fondo un corazón valeroso y ausente.
Tú tienes el deber de ser valiente; la guerra cierra sus alas sobre
Inglaterra.
Tú tienes el deber de vigilar las bandadas de hierro, la basura
del cielo, los pájaros del Führer.
Tú tienes el deber de salvar a Inglaterra, de salvar de la peste
del odio piedras y almas.
Para mí se han cerrado los caminos, se han cerrado los días, las
flores;
en el jardín los picos de los últimos pájaros ya por última vez
dialogaron en griego,
y entendí que algo más triste que la guerra, más triste que la
codicia y el odio
se está cerrando lentamente sobre los mudos cielos de mi alma.
Tal vez todo está bien, tal vez así fue el mundo siempre.
Monstruosas cabalgatas con sus lunas de cráneos aplastando las
pequeñas ciudades
que intentaron un poco de fe y un poco de belleza y un poco de
orgullo
frente al sollozo interminable del mar.
Reyes y santos y pontífices que no sienten que hielan sus rostros
los vientos inicuos.
Y un desamparo de jardines sin sol, cuya humedad recorren con
sus corazas rotas los ciegos caracoles.
¿A quién le estarán explicando estas cosas mis labios?
¿Quién estará llenando con su forma ilusoria mis últimos instantes?
Oh piadoso testigo, resto tal vez de un sueño.
Último moro de labios triunfales, ofrecedor del último violín
de la noche.
Tú que no has existido jamás, y sin embargo,
llenas con tu presencia mi camino hacia el río,
la pesada labor de recoger estas cómplices piedras
Que he puesto en mis bolsillos, las muchas, negras, firmes,
antiguas, prodigiosas, inexplicables piedras,
cuyo peso tasado por Dioses ya imposibles,
me retendrá en el fondo de las aguas.
Tú que incesantemente, sensual hijo de mi alma,
reiteras tus preguntas, tus gritos, tus reproches,
tratas de arrebatarme mi secreto que ignoro,
demorarme en la tierra
que se están disputando los verdes rojos ácidos venenos,
los sonoros cuchillos, los ángeles horrendos.
Tratas de retenerme pero ya nada soy
que pueda herir el mundo.
Fui el alma de mi patria una mañana;
hice sonar de estrella a estrella, hice sonar de espuma a espuma,
hice sonar de sueño a sueño la sensitiva lengua inglesa;
dije a las hondas madres sumergidas
tan hermosos secretos,
que una a una se alzaron del mar con sus flores de púrpura,
tremolaron hilarantes y hermosas entre las nubes de oro,
y perfumaron de hierbas salvajes las cavernas de agosto.
Pero ya nada soy, hombre o duende que enredas mis pasos
para que nunca encuentren la orilla del río que debe arrastrarme.
Las ninfas de las aguas morderán estas manos,
masticarán mis cabellos como una hierba misteriosa y nocturna.
Como el gato que escapa hacia la selva
escapó de la lámpara el crepúsculo;
el piano enloquecido cantó una tonada brutal al fulgor de las
bombas
y va por las cortinas el incendio marchitando las rosas de Morris.
Ya sólo soy el peso de estas piedras,
las piedras que arrojaban las hondas de los padres antiguos,
restos despedazados de una ciudad de los tiempos de Alfredo,
piedras que hicieron tropezar a los potros romanos,
piedras de indescifrables inscripciones
que puso en estos bosques un Dios inaccesible,
que sembró en estos bosques, antes que hubiera humanos,
un poderoso ser
para
ayudarme.