Allá en Talavera, en las calendas de abril,
llegadas son las cartas de arzobispo don Gil,
en las cuales venía un mandado non vil
tal que, si plogo a uno, pesó más que a dos mil.
Este pobre arcipreste, que traía el mandado,
más lo hacía a disgusto, creo yo, que de grado.
Mandó juntar cabildo; de prisa fue juntado,
¡pensaron que traía otro mejor recado!
Comenzó el arcipreste a hablar y dijo así:
"Si a vosotros apena, también me pesa a mí.
¡Pobre viejo mezquino! ¡En qué envejecí,
en ver lo que estoy viendo y en mirar lo que vi!"
Llorando de sus ojos comenzó esta razón:
Dijo: "¡El Papa nos manda esta Constitución,
os lo he de decir, sea mi gusto o no,
aunque por ello sufra de rabia el corazón."
Las cartas recibidas eran de esta manera:
que el cura o el casado, en toda Talavera,
no mantenga manceba, casada ni soltera;
el que la mantuviese, excomulgado era.
Con aquestas razones que el mandado decía
quedó muy quebrantada toda la clerecía;
algunos de los legos tomaron acedía.
Para tomar acuerdos juntáronse otro día.
Estando reunidos todos en la capilla,
levantóse el deán a exponer su rencilla.
Dijo: "Amigos, yo quiero que todos en cuadrilla
nos quejemos del Papa ante el Rey de Castilla.
Aunque clérigos, somos vasallos naturales,
le servimos muy bien, fuimos siempre leales;
demás lo sabe el Rey: todos somos carnales.
Se compadecerá de aquestos nuestros males.
¿Dejar yo a Orabuena, la que conquisté antaño?
Dejándola yo a ella recibiera gran daño;
regalé de anticipo doce varas de paño
y aún, ¡por la mi corona!, anoche fue al baño.
Antes renunciaría a toda mi prebenda
y a la mi dignidad y a toda la mi renta,
que consentir que sufra Orabuena esa afrenta.
Creo que muchos otros seguirán esta senda."
Juró por los Apóstoles y por cuanto más vale,
con gran ahincamiento, así como Dios sabe,
con los ojos llorosos y con dolor muy grande:
Nobis enim dimittere -exclamó-
quoniam suave!
Habló en pos del deán, de prisa, el tesorero;
era, en aquella junta, cofrade justiciero.
Dijo: "Amigos, si el caso llega a ser verdadero,
si vos esperáis mal, yo lo peor espero.
Si de vuestro disgusto a mí mucho me pesa,
¡también me pesa el propio, a más del de Teresa!
Dejaré a Talavera, me marcharé a Oropesa,
antes que separarla de mí y de mi mesa.
Pues nunca tan leal fue Blanca Flor a Flores,
ni vale más Tristán, con todos sus amores;
ella conoce el modo de calmar los ardores,
si de mí la separo, volverán los dolores.
Como suele decirse: el perro, en trance angosto,
por el miedo a la muerte, al amo muerde el rostro;
¡si cojo al arzobispo en algún paso angosto,
tal vuelta le daría que no llegara a agosto!"
Habló después de aqueste, el chantre Sancho Muñós.
Dijo: "Aqueste arzobispo, ¿qué tendrá contra nos?
Él quiere reprocharnos lo que perdonó Dios;
por ello, en este escrito apelo, ¡avivad vos!
Pues si yo tengo o tuve en casa una sirvienta,
no tiene el arzobispo que verlo como afrenta;
que no es comadre mía ni tampoco parienta,
huérfana la crié; no hay nada en que yo mienta.
Mantener a una huérfana es obra de piedad,
lo mismo que a viudas, ¡esto es mucha verdad!
Si el arzobispo dice que es cosa de maldad,
¡abandonad las buenas y a las malas buscad!
Don Gonzalo, canónigo, según vengo observando,
de esas buenas alhajas ya se viene prendando;
las vecinas del barrio murmuran, comentando
que acoge a una de noche, contra lo que les mando."
Pero no prolonguemos ya tanto las razones;
apelaron los clérigos, también los clerizones;
enviaron de prisa buenas apelaciones
y después acudieron a más procuraciones.