[...] Todos los barcos se gobiernan del mismo modo en lo que respecta a la teoría, exactamente igual que con todos los hombres se puede tratar según unos ciertos principios rígidos y generales. Pero si se desea en la vida ese éxito que resulta del afecto y la confianza de los semejantes, entonces no habrá dos hombres, por muy análogas que puedan parecer sus naturalezas, con los que uno trate del mismo modo. Puede haber normas de conducta; no existen normas de camaradería humana. Tratar con los hombres es un arte tan bello como tratar con barcos. Tanto los unos como los otros viven en un elemento inestable, se hallan sometidos a sutiles y poderosas influencias y prefieren ver sus méritos apreciados que sus defectos descubiertos. [...]
A los hombres, sean profesores o carboneros, se les engaña con facilidad; incluso tienen una extraortdinaria tendencia a prestarse al engaño, una suerte de curiosa e inexplicable propensión a dejarse llevar por la nariz con los ojos bien abiertos. [...]
Un barco enfermo por debilidad propia carece del patetismo de un barco vencido en combate con los elementos, en lo que consiste el drama interior de su vida. Un marino no puede dejar de mirar con compasión a un barco inutilizado, pero mirar a un velero con sus elevados palos arrancados es estar contemplando a un derrotado pero indomable guerrero. [...]
¡Ver! ¡Ver! Ese es el anhelo del marinero, como lo es del resto de la ciega humanidad. Tener la senda despejada ante sí es la aspiración de todo ser humano a lo largo de nuestra encapotada y borrascosa existencia. [...]
El océano, la parte de la Naturaleza más alejada, en la inmutabilidad y majestad de su poderío, del espíritu de la humanidad, ha sido siempre amigo de las naciones más emprendedoras del globo. Y, de todos los elementos, es al que más propensos a confiarse han sido siempre los hombres, como si su inmensidad reservara una recompensa tan vasta como ella misma. [...]
Pero puede que, después de todo, a los barcos les venga bien atravesar períodos de reclusión y reposo, al igual que la constricción y el recogimiento propios de la inactividad pueden venirle bien a un alma indómita. [...]
Un barco en una dársena, rodeado de muelles y de los muros de los almacenes, tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión. [...]
El enjambre de renegados -capitanes de muelle, amarradores, escluseros y gente por el estilo- parece abrigar una desconfianza enorme hacia la resignación del barco cautivo. Nunca parece haber cadenas y estachas suficientes para satisfacer sus espíritus, preocupados por la segura sumisión de barcos libres a la resistente, cenagosa, esclavizada tierra. [...]
Como si fuera demasiado grande, demasiado poderoso para las virtudes comunes, el océano no tiene compasión, ni fe, ni ley, ni memoria. [...]
El amor que se profesa a los barcos es profundamente distinto del que los hombres sienten por cualquier otra obra salida de sus manos -del amor que, por ejemplo, tienen a sus casas-, porque no está manchado por el orgullo de la posesión. [... ] El mar -esa es una verdad que debe reconocerse- carece de toda generosidad. No se sabe de ningún alarde de cualidades viriles -valor, audacia, entereza, fidelidad- que haya conmovido jamás su irresponsable conciencia de poder. El océano tiene el temperamento falto de escrúpulos de un autócrata salvaje malcriado por la mucha adulación. No puede soportar el menor asomo de desafío, y no ha dejado de ser el enemigo irreconciliable de barcos y hombres desde que los barcos y los hombres tuvieron la inaudita osadía de echarse a navegar juntos pese a su ceño. Desde ese día no ha cesado de engullir flotas y hombres sin que su resentimiento se haya visto saciado por el número de víctimas, por tantos barcos naufragados y tantas vidas truncadas. Hoy, como siempre, está presto a seducir y traicionar, a destruir y a ahogar el incorregible optimismo de los hombres que, respaldados por la fidelidad de los barcos, intentan extaer de él la fortuna de sus casas, el dominio de sus mundos, o tan sólo unas migajas de comida para aplacar su hambre. Si no siempre está de humor tan encendido como para destruir, si está siempre, celadamente, listo para ahogar. El más asombroso prodigio de todo el piélago es su insondable crueldad. [...]
Ahora miraba el mar con otros ojos. Lo sabía capaz de traicionar el generoso ardor de la juventud tan implacablemente como, indiferente al bien y al mal, habría traicionado la más vil avaricia o el heroísmo más noble. Mi concepto de su magnánima grandeza había pasado a mejor vida. Y veía el verdadero mar, el mar que juega con los hombres hasta descorazonarlos y desgasta resistentes barcos hasta matarlos... Nada puede conmover la meditabunda amargura de su alma. Abierto a todos y a nadie fiel, ejerce su fascinación para perdición de los mejores. Amarlo no es buena cosa. No conoce vínculo de palabra dada, ni fidelidad a la desgracia, a la vieja camaradería, a la prolongada devoción. La oferta de su eterna promesa es espléndida; pero el solo secreto de su posesión es la fuerza, la fuerza: la celosa, insomne fuerza del hombre que guarda bajo su techo un tesoro codiciado. [...]
En virtud de una larga y desdichada experiencia de sufrimiento, injusticia, ignominia y agresión, las naciones de la tierra se rigen eminentemente por el miedo: miedo de un tipo que un poco de oratoria barata convierte fácilmente en furia, odio y violencia. [...] Una mente ahorrativa no puede impedir que le asalte una considerable amargura al pensar que en la Batalla de Actium (que se libró con nada menos que la dominación del mundo en juego) la flota de Octavio Augusto y la flota de Marco Antonio, incluyendo la división egipcia y la galera de Cleopatra con su velamen púrpura, probablemente costaron menos que dos modernos acorazados, o, en la actual jerga de los libros navales, que dos unidades blindadas. Pero no hay burda jerga libresca capaz de disimular un hecho que verosímilmente afligirá el alma de cualquier economista competente. Es improbable que el Mediterráneo vuelva a contemplar batalla de mayores consecuencias; pero cuando llegue la hora de otro combate histórico, su fondo se verá enriquecido como nunca por una ingente cantidad de chatarra agujereada que habrán pagado, a bien cerca de su peso en oro, las burladas poblaciones que habitan las islas y continentes de este planeta. [...]
A nadie se le ha presentado nunca una aventura por invocarla. El que deliberadamente emprende la búsqueda de la aventura no sale sino a recoger cáscaras vacías, a menos, en efecto, que sea un elegido de los dioses y grande entre los héroes, como aquel excelentísimo caballero Don Quijote de La Mancha. Nosotros, comunes mortales con un alma mediocre que no desea sino tomar a malvados gigantes por honrados molinos de viento, recibimos las aventuras como a ángeles visitantes. Pillan desprevenida a nuestra complacencia. Como suele ocurrir con los huéspedes inesperados, llegan con frecuencia en momentos inoportunos. Y nos alegramos de dejarlas pasar sin reconocerlas, sin el menor agradecimiento por tan alto favor. Después de muchos años, al volver la vista atrás desde la curva que hay en medio del camino de la vida, hacia los acontecimientos del pasado, que, como una muchedumbre amistosa, parecen mirar tristemente cómo nos apresuramos hacia la costa cimeria, logramos ver, aquí y allá, entre la gris multitud, alguna figura que destella con débil resplandor, como si hubiera acaparado toda la luz de nuestro cielo ya crepuscular. Y por este destello podemos reconocer los rostros de nuestras verdaderas aventuras, de los inesperados huéspedes recibidos un día imprevistamente en nuestra juventud. [...]
... alumbro estas pocas páginas en el crepúsculo, con la esperanza de encontrar en un valle interior la callada bienvenida de alguien paciente dispuesto a escuchar.
En virtud de una larga y desdichada experiencia de sufrimiento, injusticia, ignominia y agresión, las naciones de la tierra se rigen eminentemente por el miedo: miedo de un tipo que un poco de oratoria barata convierte fácilmente en furia, odio y violencia. [...] Una mente ahorrativa no puede impedir que le asalte una considerable amargura al pensar que en la Batalla de Actium (que se libró con nada menos que la dominación del mundo en juego) la flota de Octavio Augusto y la flota de Marco Antonio, incluyendo la división egipcia y la galera de Cleopatra con su velamen púrpura, probablemente costaron menos que dos modernos acorazados, o, en la actual jerga de los libros navales, que dos unidades blindadas. Pero no hay burda jerga libresca capaz de disimular un hecho que verosímilmente afligirá el alma de cualquier economista competente. Es improbable que el Mediterráneo vuelva a contemplar batalla de mayores consecuencias; pero cuando llegue la hora de otro combate histórico, su fondo se verá enriquecido como nunca por una ingente cantidad de chatarra agujereada que habrán pagado, a bien cerca de su peso en oro, las burladas poblaciones que habitan las islas y continentes de este planeta. [...]
A nadie se le ha presentado nunca una aventura por invocarla. El que deliberadamente emprende la búsqueda de la aventura no sale sino a recoger cáscaras vacías, a menos, en efecto, que sea un elegido de los dioses y grande entre los héroes, como aquel excelentísimo caballero Don Quijote de La Mancha. Nosotros, comunes mortales con un alma mediocre que no desea sino tomar a malvados gigantes por honrados molinos de viento, recibimos las aventuras como a ángeles visitantes. Pillan desprevenida a nuestra complacencia. Como suele ocurrir con los huéspedes inesperados, llegan con frecuencia en momentos inoportunos. Y nos alegramos de dejarlas pasar sin reconocerlas, sin el menor agradecimiento por tan alto favor. Después de muchos años, al volver la vista atrás desde la curva que hay en medio del camino de la vida, hacia los acontecimientos del pasado, que, como una muchedumbre amistosa, parecen mirar tristemente cómo nos apresuramos hacia la costa cimeria, logramos ver, aquí y allá, entre la gris multitud, alguna figura que destella con débil resplandor, como si hubiera acaparado toda la luz de nuestro cielo ya crepuscular. Y por este destello podemos reconocer los rostros de nuestras verdaderas aventuras, de los inesperados huéspedes recibidos un día imprevistamente en nuestra juventud. [...]
... alumbro estas pocas páginas en el crepúsculo, con la esperanza de encontrar en un valle interior la callada bienvenida de alguien paciente dispuesto a escuchar.
Traducción de Javier Marías
12 comentarios:
Este Conrad....¡Vaya crack!
Por gustar, me gusta hasta el cuadro.
La lectura de cualquier libro de Joseph Conrad es de los mejores regalos que uno puede hacerse.
Escribía yo en un post anterior(y perdón por la autocita):
En todas sus novelas, y son muchas, podemos encontrar frases redondas como sentencias. Frases que adquieren la aureola de clásicas e intemporales, como corresponde a un gran literato y, al mismo tiempo, a un gran moralista.
Aunque "El espejo del mar" no es una novela, sigo pensando lo mismo.
Efectivamente, los grandes escritores y/o pensadores....sentencian.
Ahí tenemos el ejemplo evidente de, entre otros, ZP.
Buenooo, esas son palabras muy mayores, hasta ahí no llegamos.
Tengo para leer Tifón. Me voy a regalar eso ya mismo.
Harás bien, aunque no he leído "Tifón". Sí te podría aconsejar "El espejo del mar", "El corazón de las tinieblas" (sobre todo éste), "La soga al cuello" o "Nostromo".
El Corazón de las Tinieblas y Nostromo cada tanto las releo. Me regalaré también la lectura de las otras. Me has estimulado.
"El espejo del mar" tengo que leerlo completo a más no tardar.
Con él empezaste esta aventura del blog, ¿a qué sí?.
Pues sí, el primer post fue un fragmento de "El espejo del mar", creo, porque mudé el blog de un sitio a otro y quizá alguna entrada se descolocó, no sé.
En todo caso, creo que no comencé mal.
Una mudanza no es completa si no se pierde algo.
Crees bien, fue un buen comienzo.
De la mudanza se acordará mejor Jose, porque gracias a él (ya sabemos cómo se las gasta en materia de recursos informáticos) este blog sigue vivo, que estuvo a punto de desaparecer gracias a una bardalada del que suscribe.
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