Majestades, autoridades:
Sospecho que no soy la primera en decir que nunca, durante la larga travesía de mi vida (salpicada, por cierto, de abundantes tempestades), imaginé que llegara a conocer un día como éste. Y, junto a la inmensa alegría que me invade, debo confesarles que preferiría escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener que pronunciar un discurso, por modesto que éste sea. Y no es que menosprecie los discursos: sólo los temo. Mi incapacidad para ellos quedará manifiesta enseguida, y, por tanto, me permito apelar a su benevolencia. Pero antes deseo hacerles partícipes de mi agradecimiento: este premio lo considero como el reconocimiento, ya que no a un mérito, al menos a la voluntad y amor que me han llevado a entregar toda mi vida a esta dedicación.
Así que esta anciana que no sabe escribir discursos sólo desea hacerles partícipes de su emoción, de su alegría y de su felicidad –¿por qué tenemos tanto miedo de esa palabra?– a todos cuantos han hecho posible este sueño, sueño que me acompaña desde la infancia. Desde aquel día en que oí por vez primera la mágica frase: "Érase una vez..." y conmovió toda mi pequeña vida. [...]Y llega a mi memoria algo que me contó hace años Isabel Blancafort, hija del compositor catalán Jordi Blancafort. Una de ellas, cuando eran niñas, le confesó a su hermanita: "La música de papá, no te la creas: se la inventa". Con alivio, he comprobado que toda la música del mundo, la audible y la interna –esa que llevamos dentro, como un secreto– nos la inventamos. Igual que aquel soñador convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventó sensibilidad, inteligencia y acaso bondad –el don más raro de este mundo– en una criatura carente de todos esos atributos.
[...] Y recuerdo. Recuerdo. Sólo tenía un amigo, mi muñeco Gorogó, que, naturalmente, más tarde incorporé a una de las novelas con las que me siento más identificada, Primera memoria. Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en sus páginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la Literatura –en grande–, como en la vida, se entra con dolor y lágrimas.
Gorogó lo sabía, lo sabe y no me ha abandonado desde el día en que mi padre, teniendo yo cinco años, me lo trajo de Londres, donde lo llaman algo así como Golligow. Mi padre sabía que a mí no me gustaban las muñecas, ni los juegos de las niñas de aquel tiempo: mujeres recortadas, las llamé yo. Imitar a mamá y a las amigas de mamá era todo su futuro.
[...] Desde que tengo uso de razón, he leído, he escrito, he escuchado.. . Desde aquel primer cuento inventado a los cinco años hasta este último libro, que los recoge casi todos, compruebo con satisfacción que por fin el cuento ha ingresado entre los géneros respetados de nuestra literatura. Aun cuando contemos con entre sus cultivadores desde el inmenso Cervantes, que honra con su nombre este premio, hasta los más recientes de nuestros escritores, jóvenes y no tan jóvenes, hasta hace poco aún se lo ha considerado literatura "menor".
[...] Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas –que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado "el tercer hermano Grimm"–, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntarnos por qué los niños leen poco? Yo recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de otoño venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego –como está mandado–, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas: “Érase una vez...”. Y habían dejado la televisión para escucharlas.
Yo no había cumplido los once años cuando estalló la guerra civil española. Unos niños acostumbrados a no salir de casa si no era acompañados por sus padres o la niñera nos vimos haciendo interminables colas para conseguir pan o patatas. No es raro, pues, que yo me permitiera, años más tarde, definir esa generación a la que pertenezco como la de "los niños asombrados". Porque nadie nos había consultado en qué lado debíamos situarnos. Nadie nos había informado de nada y nos encontramos formando parte de un lado o de otro, tal y como me confesó un día Jaime Salinas. Yo, ahora, sólo recuerdo que el mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi la muerte, cara a cara, en toda su devastadora magnitud; no condensada, como hasta aquel momento, en unas palabras –"el abuelito se ha ido y no volverá..."–, sino a través de la visión, en un descampado, de un hombre asesinado. Y conocimos el terror más indefenso: el de los bombardeos. Y aquellos cuentos, aquellas historias "impropias para niños", añadieron en su ruta interna de niña asombrada un aprendizaje. Atroz. Mucho más atroz que los cuentos de hadas.
[...] Ahora, tras estas deshilvanadas palabras, ojalá haya logrado trasmitirles algo de mi alegría, mi gratitud por la distinción que aquí me trae. Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que trasmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado. Muchas gracias.
Sospecho que no soy la primera en decir que nunca, durante la larga travesía de mi vida (salpicada, por cierto, de abundantes tempestades), imaginé que llegara a conocer un día como éste. Y, junto a la inmensa alegría que me invade, debo confesarles que preferiría escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener que pronunciar un discurso, por modesto que éste sea. Y no es que menosprecie los discursos: sólo los temo. Mi incapacidad para ellos quedará manifiesta enseguida, y, por tanto, me permito apelar a su benevolencia. Pero antes deseo hacerles partícipes de mi agradecimiento: este premio lo considero como el reconocimiento, ya que no a un mérito, al menos a la voluntad y amor que me han llevado a entregar toda mi vida a esta dedicación.
Así que esta anciana que no sabe escribir discursos sólo desea hacerles partícipes de su emoción, de su alegría y de su felicidad –¿por qué tenemos tanto miedo de esa palabra?– a todos cuantos han hecho posible este sueño, sueño que me acompaña desde la infancia. Desde aquel día en que oí por vez primera la mágica frase: "Érase una vez..." y conmovió toda mi pequeña vida. [...]Y llega a mi memoria algo que me contó hace años Isabel Blancafort, hija del compositor catalán Jordi Blancafort. Una de ellas, cuando eran niñas, le confesó a su hermanita: "La música de papá, no te la creas: se la inventa". Con alivio, he comprobado que toda la música del mundo, la audible y la interna –esa que llevamos dentro, como un secreto– nos la inventamos. Igual que aquel soñador convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventó sensibilidad, inteligencia y acaso bondad –el don más raro de este mundo– en una criatura carente de todos esos atributos.
[...] Y recuerdo. Recuerdo. Sólo tenía un amigo, mi muñeco Gorogó, que, naturalmente, más tarde incorporé a una de las novelas con las que me siento más identificada, Primera memoria. Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en sus páginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la Literatura –en grande–, como en la vida, se entra con dolor y lágrimas.
Gorogó lo sabía, lo sabe y no me ha abandonado desde el día en que mi padre, teniendo yo cinco años, me lo trajo de Londres, donde lo llaman algo así como Golligow. Mi padre sabía que a mí no me gustaban las muñecas, ni los juegos de las niñas de aquel tiempo: mujeres recortadas, las llamé yo. Imitar a mamá y a las amigas de mamá era todo su futuro.
[...] Desde que tengo uso de razón, he leído, he escrito, he escuchado.. . Desde aquel primer cuento inventado a los cinco años hasta este último libro, que los recoge casi todos, compruebo con satisfacción que por fin el cuento ha ingresado entre los géneros respetados de nuestra literatura. Aun cuando contemos con entre sus cultivadores desde el inmenso Cervantes, que honra con su nombre este premio, hasta los más recientes de nuestros escritores, jóvenes y no tan jóvenes, hasta hace poco aún se lo ha considerado literatura "menor".
[...] Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas –que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado "el tercer hermano Grimm"–, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntarnos por qué los niños leen poco? Yo recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de otoño venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego –como está mandado–, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas: “Érase una vez...”. Y habían dejado la televisión para escucharlas.
Yo no había cumplido los once años cuando estalló la guerra civil española. Unos niños acostumbrados a no salir de casa si no era acompañados por sus padres o la niñera nos vimos haciendo interminables colas para conseguir pan o patatas. No es raro, pues, que yo me permitiera, años más tarde, definir esa generación a la que pertenezco como la de "los niños asombrados". Porque nadie nos había consultado en qué lado debíamos situarnos. Nadie nos había informado de nada y nos encontramos formando parte de un lado o de otro, tal y como me confesó un día Jaime Salinas. Yo, ahora, sólo recuerdo que el mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi la muerte, cara a cara, en toda su devastadora magnitud; no condensada, como hasta aquel momento, en unas palabras –"el abuelito se ha ido y no volverá..."–, sino a través de la visión, en un descampado, de un hombre asesinado. Y conocimos el terror más indefenso: el de los bombardeos. Y aquellos cuentos, aquellas historias "impropias para niños", añadieron en su ruta interna de niña asombrada un aprendizaje. Atroz. Mucho más atroz que los cuentos de hadas.
[...] Ahora, tras estas deshilvanadas palabras, ojalá haya logrado trasmitirles algo de mi alegría, mi gratitud por la distinción que aquí me trae. Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que trasmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado. Muchas gracias.
Esta es Ana María Matute.
Las negritas, como siempre, las he puesto yo.
10 comentarios:
Para no querer escribir discursos, no se le da mal que digamos.... a la venerable ancianita.
Adorable ancianita, mucho más jóvenes que algunas "jóvenes" de treinta, que además es capaz de tomarse un gin-tonic mañanero par entonarse.
Quise decir "mucho más joven".
A mí también me ha gustado, Juan: sencillo, entrañable.
Encantada de conocerte. Me he permitido enlazar tu blog a nuestro saloncito. Si hay algún inconveniente, nada más que decirlo...
¿Inconveniente? En absoluto, me encanta que una paisana se pase por este blog, que pretende ser un blog de todos.
Seguiré con interés el tuyo. Veo que también has puesto una entrada dedicada a Ana María Matute y otra a Gonzalo Rojas. Qué casualidad, tengo preparado algo sobre el poeta chileno que saldrá pasado mañana.
Bienvenida a tu casa.
Muchas gracias, Juan. Encantada de haber llegado hasta aquí.
Bienvenido igualmente.
Nos gusta su literatura, su pesonalidad, su clase a la hora de definirse y de descubrirse tal y como es. Ese discurso no es otra cosa que ella misma, claro y sencillo.
Una excelente escritora y una mujer de carácter.
La viva demostración de que la claridad y la sencillez no están reñidas con la excelencia.
¿Sabes Juan? que igual lo sabes.
Ana María Matute veraneaba de niña en un pueblo de La Rioja llamado Mansilla; un pueblo que quedó sumergido por las aguas de un pantano y que de vez en cuando asoma en verano su edificio más alto, como no podía ser otro en un pueblo, la iglesia.
Yo conocí a su hermano, era médico aquí en Logroño, fue médico de mis sobrinas cuando eran pequeñajas, y no porque fuese el hermano de quien era, es que era un tipo de los que hay pocos, además de inteligente, tierno y cachondo.
Yo sólo tengo un libro de ella nada más, pero que releo de vez en cuando.
Oye, está muy bien todo lo que recoges por aquí, muy bien.
Pues no, no sabía eso. En mi tierra también hay unos cuantos pueblos anegados por el pantano del Ebro, y sí, también asoma la torre de la iglesia de uno de esos pueblos.
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