Chet Baker - Like Someone In Love

lunes, 19 de septiembre de 2016

LII Justas Literarias, Reinosa 2016 - En una exposición de Modigliani / El lenguaje invisible - Paula Álvarez Carnero - España / Gorigori - Santiago Casero González - España


El pasado viernes se celebraron en Reinosa las LII Justas Literarias, premio nacional de poesía que convoca anualmente el Ayuntamiento de esta localidad, resultando ganadora la poeta gallega Paula Álvarez Carnero por el poemario El lenguaje invisible, con Menciones de Honor a José Carlos Díaz Pérez, residente en Gijón, por la obra El diario de los espejismos y a Joaquín E. Tejeiro Trompeta, domiciliado en Ciempozuelos (Madrid), por el trabajo titulado Deja que me acerque. Los poemas finalistas fueron: Límites y Efugio
Álvarez Carnero ya había obtenido el premio en 2006 por Cuerpos deshabitados

Por otra parte, el relato La lógica de los ahogados, del escritor castellano-manchego Santiago Casero González, fue designado ganador del XLIV Premio Nacional de Cuentos José Calderón Escalada, con Menciones de Honor para los relatos Enésimo intento, de Manuel Francisco Rodríguez García, domiciliado en Madrid, y Baile de zapatos. de María Blázquez, residente en Zafra (Badajoz). Los relatos finalistas fueron: En paralelo, Del vivir ceniciento y Crímenes imaginarios.

Ambos premios tienen una dotación económica de 3000 euros.

El mantenedor de la velada fue el periodista Joaquín Arozamena, de ascendencia campurriana.

El jurado, reunido el 3 de septiembre, estuvo compuesto por:

Sergio Balbontín Ruiz, Julio Ceballos Rodríguez, Celia Corral Cañas, Daniel Guerra de Viana, Jesús Maquiera Díez y Alberto Ruiz Yesa, actuando como secretario el Concejal de Cultura Daniel Santos Gómez.


En una exposición de Modigliani

Paul Alexandre sobre fondo verde
mira a Lunia Czechowska con descaro,
su escote de avenida es la víspera
de un rostro más enigmático que bello.
Al final del pasillo halógeno
la rubia René repasa en alto
las noches de brandy y cabaret
en el café teatro Montparnasse
(Madame Pompadour hace que no oye).
En la misma pared psiquiátrica
el retrato de Diego Rivera
rellena con mil pájaros exóticos
los ojos vacíos de Elvira
que pide silencio al violonchelista:
Jeanne va a suicidarse
y el desnudo doloroso quiere dormir.


EL LENGUAJE INVISIBLE
                                                            Para Xavier,
                                                            el lugar donde soy feliz.
(el lenguaje invisible)

Quiero quedarme aquí,
sobre la piel escrita
en una caligrafía
que no me pertenece.
Dibujar tu cuerpo de acantilado
en las vocales del tacto,
y borrar, tal vez, un par de palabras.
Habitarte en el idioma más bello:
el de lo posible,
para que nuestro verano infinito
se construya a raíz y sin escombros.
Respirarte, cada noche, a media voz,
y susurrar,
en el lenguaje invisible: "contigo".
Acercarme a tu espalda
vestida de secreto,
es asumir la condición de sílaba muda,
de mujer indecible,
y yo vivo para ser exclamada.
Así que alójate bajo mi vientre
de huertos abandonados,
y pronúnciame
con énfasis de luz al mediodía
porque no hay más sombra que el silencio,
porque sólo muere lo que no se nombra.



Gorigori
¡Ay vida, no me mereces!
Juan Rulfo, Pedro Páramo.

Desde que el médico le dijo: le quedan apenas tres meses de vida, y eso con suerte, Darío no ha dejado de pensar en la música con la que le gustaría dejar este mundo. Mentiría si dijera que no se ha dedicado a otra cosa en este tiempo, porque de hecho ha accedido, generoso, a que los demás se despidieran de él, ya que no él de ellos. Siempre ha pensado, como Céline, que es el mundo el que nos deja y no al revés. Bueno: lo cierto es que se puso enseguida a perseguir la última melodía: la coda. Naturalmente (seguro que lo habéis adivinado) su primera opción fue la llamada música clásica. Nada parece más adecuado para expirar, o para las exequias de quienes ya lo han hecho, que la música culta. Sin embargo, pronto fue presa de distintas vacilaciones. La primera, más bien de carácter general: ¿Tendría que sonar un aparato, por descontado de alta fidelidad, o debería hacerse acompañar en sus últimos estertores de músicos de carne, hueso y frac? Darío se decantaba abiertamente por lo segundo (pasa una vez en la vida, ¿no?), aunque… Obvio: la elección y la duda estaban muy condicionadas por el número de los intérpretes necesarios y por la relativa exigüidad de su apartamento: si se tuviera que dar el caso de intentar embutir una filarmónica o un coro en su dormitorio (rincón que había elegido para abandonar el mundo), esta opción perdía posibilidades (y con ella los requiems y las misas solemnes). Baste decir que en una ocasión en que convaleció no recuerda ya de qué (siempre ha sufrido de fracturas y angustias), los vecinos y amigos le visitaban (¡torrenciales!) aguardando en el descansillo de la escalera la oportunidad de ofrecerle su liviana conmiseración: así de mezquina con la sociabilidad la moderna arquitectura urbana reservada a la mesocracia del siglo XXI. En consecuencia: descartada la muchedumbre. De hecho, Darío concluyó que ni siquiera era factible un cuarteto en aquel nicho (¡oh, desafortunado tropo!), incluso si sus miembros fueran enjutos virtuosos eslovacos. Claro está: solución de urgencia: la música enlatada permanecía vigente, amén de los solistas. Por supuesto la primera quedaba reservada para una desesperación ulterior (¿de nuevo una metáfora cruel?): sólo si eran inviables los semovientes. El dilema del solista (bonito título, acudes en vano ya) incluía como es natural el de su instrumento. El piano no podía ser más tentador, pero persistía la dificultad del espacio, ya que no contemplaba otro que el de cola (su luto barnizado y cegador). El violonchelo lo tentaba también (ah, esas suites implorantes de Bach, de Cassadó…), pero la textura de sus arpegios invitaría a los presentes con toda seguridad a un llanto que, por inducido, se le antojaba deshonesto (estético, por así decirlo): si tenía que haber lágrimas, que las hubiera, pero que no vinieran de fuera, por favor. Instrumentos más afilados, menores, introducían por su parte un elemento castizo, un poco verbenero (el violín, la trompeta, ¡la guitarra!), de manera que llegado a este punto no podía ocultar que estaba empezando a desanimarse (¿por qué le agreden así los calambures?). Así pues: cambio de registro. Acudió esperanzado al jazz. Huelga decir: subsistían irresueltos los inconvenientes de la multitud sonera agolpada imposible en su cuarto, pero asimismo deploraba tener que renunciar a Oh, cuando los santos van marchando (etcétera): eso sólo podía ejecutarlo (ay) una banda nutrida cuyos miembros hicieran rotar sus cinturas al albur de la melodía. Se consolaba pensando que de todas formas en esa ciudad nadie sabía interpretar correcto un nuevaorleans. Parecía fácil: el prestigio de lo virtuoso, del talento, lo gozaban el be-bop, el freejazz, la fusión, pero tocar bien un tema tradicional de esos que insinúan sinsabores del sur es de lo más difícil del mundo, y aquí la gente lo toca falso, como de fiesta de colegio. Así que quedaba igualmente el recurso del solista: Darío veneraba a Bill Evans, su voluptuoso swing, mas, aparte el problema antedicho del piano, ¿traer a un impostor? Y aceptando entonces a un falsario que se hiciera pasar por un genio ya extinto (Oh, cuando los santos van marchando, Señor, yo quiero estar con ellos…), ¿no sería preferible Chet Baker?: Sí, aparentemente tiene éste una trompeta, pero… Tiene una garganta de viento, tiene en su boca una razón para seguir viviendo que al trompetista se le olvidó ese día en que se arrojó por una ventana de su hotel. Tal vez la trompeta, pensó, su alboroto saltador, desconcertaría además las actitudes premeditadas de los asistentes a su exitus (¿qué hacer: bailar, sollozar, tener miedo…?). Por lo demás: lo que Darío habría deseado por encima de todo: Keith Jarrett, el concierto de Colonia, junto a su lecho doliente, pero, ay, ese concierto se disipó para siempre una noche de enero de 1975 y apenas queda un pálido eco en grabaciones grises que se pretenden un reflejo de aquel resplandor: un vano consuelo: su registro en un disco. Por no hablar de los recuerdos: Esther y Darío, mochila al hombro, recién bajados de un tren en Colonia, jóvenes aún, asistiendo a esa música extática y prefigurando un futuro juntos que luego se truncó. Total: más desaliento. Consecuentemente, bajó unos peldaños: música mexicana. Sospecha que ha pensado en ella sólo por su madre, que suspiraba por Vicente Fernández (decía que se parecía a su padre) y, nunca sabrá por qué, por Rocío Dúrcal. Sólo la posibilidad de morir escuchando una ranchera (¡¡¡…de qué manera te olviiiido!!!) le quitaba las ganas de vivir. Pero, atención: No tener deseos de vivir no basta para querer morir. ¿Y la música italiana? Este asomo de pensamiento le convenció de que se estaba pasando con las dosis de morfina. Y al fin, postrero: ¡el tango! El tango sí, por favor. Qué música sabia y conmovedora: justificaba el haber vivido y hacía tolerable el no vivir. Pero: ¿Qué tango? ¡Qué duda! No obstante: lo primero…, mmm…, buscar a un tanguista dispuesto a cantar a un moribundo. O mejor, elegir el tango y luego…. Desde el principio tuvo claro esto: una letra que no aludiera ni siquiera de refilón a la muerte o a la vaporosa esperanza en el más allá. ¡Hay tantas zozobras equivalentes…! Barajó Cambalache, Mano a mano, Malena, Caminito, Sur… pero prevaleció Tomo y obligo. Juzguen ustedes: Tomo y obligo, máaandese un trago, que hoy nesesito el recuerdo matar; sin un amigo lehos del pago, quiero en su pecho mi pena volcaaar. Beba conmigo, y si se empaaaña devezencuaaando mi voz al cantaaar, no es que la shore porque me engaaaña, yo sé que un hombre no debe shoooraaar… Una duda le atenazaba, casi una culpa: la canción no debía apelar de ninguna de las maneras al llanto (ese era el trato) y ésta lo hacía con largura, pero al mismo tiempo cómo le agradaba lo incorrecto del mensaje: hablaba de mujeres malas, de mujeres traidoras: de todas las mujeres. Sí, en efecto, pensaba en Esther, de quien había estado tan enamorado que soportó heroico sus deslealtades y sus antojos; que él hubiera perpetrado a su vez actos parejos e incluso peores no le había exonerado de un sufrimiento redentor. Más aún: todo ello le había reafirmado en el triunfo del amor. Como Platón, creía firmemente en la potencia aglutinadora de Eros, aunque…, estaba seguro ahora de que se había comportado como un auténtico imbécil. Esta certeza suponía un enfoque liberador: no se veía obligado a valorarlo todo con los ojos del enamoramiento profundo en el que había llegado a caer, ni del remordimiento filoso de quien ha sido injusto con el ser amado, y más en el trance inminente de… En fin: nada podía satisfacerle más que marcharse del mundo dando un portazo, ya que ese mismo mundo había tenido a bien deshacerse de él. Así: que el tango acudiera. Por último: contratar al artista. No fue difícil. Abundaban entonces en la ciudad argentinos trasterrados que siempre parecían esperar algo (sí, pero qué, pero qué), mezclados con la vida, y, entretanto: lo que se dispusiera. Compareció un poeta pobre de Coronel Pringles que vendía versos en el Madrid de los Austrias y cantaba tangos a las japonesas en las terrazas alrededor del Prado con un bandoneón sobado. Al instante lo sedujo el montante ofrecido por Darío. Espera mi llamada, le dijo. Y ya está, se dijo. Ahora sólo toca esperar. Y de esa manera: unos poquitos días se juntaron con otros tantos que vinieron luego y la muerte llamó al fin una mañana a su puerta, si bien cauta: lo notó en el aliento, agrio, sanguíneo. Telefoneó a sus amigos: venid. Se puso un pijama (de marca, eh), se encamó, dejó todo a la inercia de lo proyectado (el cantante: avisado por SMS) y a esperar, a esperar. Pronto le sobrevino una modorra en penumbra que… Oyó pasos en la antesala, oyó susurros, algo que se preparaba, como si fuera… Qué frío. Nunca lo supo pero el argentino no vino: sin papeles, repatriado. ¿Y ahora…?, cavilaron los amigos. Santiago, uno de ellos, sin más, empieza entonces a cantar recordando sus tiempos de monaguillo. Latinajos incomprensibles en el duermevela. Lástima que él ya no… (Parece que ahí fuera suena una música ¿no?…). Un gorigori (un unísono) ejecutado voluntarioso y solemne por sus amigos que, si bien desconcertados, están seguro de hacer lo correcto en la muerte de Darío.

10 comentarios:

carlos perrotti dijo...

A Modi (maudit) le hubiera gustado que lo pintaran con su atmósfera, en su barrio (Montparnasse es la exposición) y entre los suyos como lo hace Paula Álvarez Canedo.

Gorigori, además de mostrar lo formado que está Casero González (tanguero de alma por otra parte) está escrito con un humor brillante.

Muy merecidos tienen sus premios.

Juan Nadie dijo...

Aunque los textos que he puesto no son los que han merecido los premios, seguro que los trabajos premiados están muy bien (de momento no los conozco).
Humor fino el de Casero, sí.

carlos perrotti dijo...

Seguro que sí.

marian dijo...

Cómo me gusta ese "gorigori" Una magnífica sátira sobre las Pompas fúnebres.

marian dijo...

Sobre el ser humano.

Juan Nadie dijo...

Sobre todo sobre el ser humano y sus absurdas parafernalias.

Juan Nadie dijo...

Muchísimas gracias, Paula, es un privilegio que siga este blog, que, como he dicho a otros poetas que se pasan por aquí, sólo pretende dar a conocer con la mejor intención lo bueno que se hace y se ha hecho por ahí.

No conocía El lenguaje invisible, porque además no pude estar en las Justas, ya lo siento. Ahora ya lo conozco. Añadiré al post algún poema.

Magnífico, por cierto, el blog "Cesto de Erizos". Desde ahora tiene un seguidor más: Juan Nadie (Carlos Calderón Ortiz).

Gracias.

Juan Nadie dijo...

Un abrazo, es un placer leer tus poemas.
Por cierto, te agradecería que no me tratases de usted, me siento un poco incómodo: no me tratan de usted ni mis alumnos, y que no se les ocurra.
Vale, ya sé que tengo unos "pocos" años, pero...:-).

Seguiremos leyéndonos, por supuesto.

Nadie nadie dijo...

Hola, soy Santiago Casero González y quiero daros las gracias por vuestras palabras, muy generosas, y en particular a Juan Nadie por publicar mi cuento, pero, igual que mi buena amiga y extraordinaria poeta Paula Álvarez, advierto del hecho de que no se trata del cuento que ha ganado en Reinosa. Un abrazo.

Juan Nadie dijo...

Hola, Santiago.
Realmente las gracias debo darlas yo (y las doy) por permitirme esta especie de atraco, que no pretende otra cosa que lo que le dije a Paula.
Ya sé que el relato que he puesto no es el que ha merecido el premio José Calderón Escalada (tío mío, por cierto), pero es que "La lógica de los ahogados" no lo conozco; si lo hubiese encontrado, lo habría puesto.

Un abrazo y muchas gracias por pasarte por tu casa.