Y sonará la trompeta...
CORINTIOS, I, 52
viii
[...] Una gran tristeza se cernía, aquella noche, sobre la ciudad enferma y socavada. Pero Filomeno no estaba triste. Nunca estaba triste. Esta noche, dentro de media hora, sería el Concierto -el tan esperado concierto de quien hacía vibrar la trompeta como el Dios de Zacarías, el Señor de Isaías, o como lo reclamaba el coro del más jubiloso salmo de las Escrituras. Y como tenía muchas tareas que cumplir todavía dondequiera que una música se definiera en valores de ritmo fue, con paso ligero, hacia la sala de conciertos cuyos carteles anunciaban que, dentro de un momento, empezaría a sonar el cobre impar de Louis Armstrong. Y parecíale a Filomeno que, al fin y al cabo, lo único vivo, actual, proyectado, asaeteado hacia el futuro, que para él quedaba en esta ciudad lacustre, era el ritmo, los ritmos, a la vez elementales y pitagóricos, presentes acá abajo, inexistentes en otros lugares donde los hombres habían comprobado -muy recientemente, por cierto- que las esferas no tenían más músicas que las de sus propias esferas, monótono contrapunto de geometrías rotatorias, ya que los atribulados habitantes de esta Tierra, al haberse encaramado a la luna divinizada del Egipto, de Súmer y de Babilonia, sólo habían hallado en ella un basurero sideral de piedras inservibles, un rastro rocalloso y polvoriento, anunciadores de otros rastros mayores, puestos en órbitas más lejanas, ya mostrados en imágenes reveladas y reveladoras de que, en fin de cuentas, la Tierra esta, bastante jodida a ratos, no era ni tan mierda ni tan indigna de agradecimiento como decían algunos -que era, dijérase lo que se dijera, la Casa más habitable del Sistema- y que el Hombre que conocíamos, muy maldito y fregado en su género, sin más gentes con quienes medirse en su ruleta de mecánicas solares (acaso Elegido por ello, nada demostraba lo contrario) no tenía mejor tarea que entenderse con sus asuntos personales. Que buscaba la solución de sus problemas en los Hierros de Ogún o en los caminos de Eleguá, en el Arca de la Alianza o en la Expulsión de los Mercaderes, en el gran bazar platónico de las Ideas y artículos de consumo o en la apuesta famosa de Pascal & Co. Aseguradores, en la Palabra o en la Tea -eso, era cosa suya. Filomeno, por lo pronto, se las entendía con la música terrenal -que a él, la música de las esferas, lo tenía sin cuidado. Presentó su ticket a la entrada del teatro, lo condujo a su butaca una acomodadora de nalgas extraordinarias -el negro lo veía todo con singular percepción de lo inmediato y palpable- y apareció en truenos, grandes truenos que lo eran de aplausos y exultación, el prodigioso Louis. Y, embocando la trompeta, atacó, como él sólo sabía hacerlo, la melodía de Go down Moses, antes de pasar a la de Jonah and the Whale, alzada por el pabellón de cobre hacia los cielos del teatro donde volaban, inmovilizados en un tránsito de su vuelo, los rosados ministriles de una angélica canturia, debida, acaso, a los claros pinceles de Tiépolo. Y la Biblia volvió a hacerse ritmo y habitar entre nosotros con Ezekiel Saw De Wheel, antes de desembocar en un Hallelujah, Hallelujah, que evocó, para Filomeno, de repente, la persona de Aquel -el Jorge Federico de aquella noche- que descansaba, bajo una abarrocada estatua de Roubiliac, en el gran Club de los Mármoles de la Abadía de Westminster, junto al Purcell que tanto sabía, también, de místicas y triunfales trompetas. Y concertábanse ya en nueva ejecución, tras del virtuoso, los instrumentos reunidos en el escenario: saxofones, clarinetes, contrabajo, guitarra eléctrica, tambores cubanos, maracas (¿no serían, acaso, aquellas "tipinaguas" mentadas alguna vez por el poeta Balboa?), címbalos, maderas chocadas en mano a mano que sonaban a martillos de platería, cajas destimbradas, escobillas de flecos, címbalos y triángulos-sistros, y el piano de tapa levantada que ni se acordaba de haberse llamado, en otros tiempos, algo así como "un clave bien temperado". -"El profeta Daniel, ése que tanto había aprendido en Caldea, habló de una orquesta de cobres, salterio, cítara, arpas y sambucas, que mucho debió parecerse a ésta", pensó Filomeno... Pero ahora reventaban todos, tras de la trompeta de Louis Armstrong en un enérgico strike-up de deslumbrantes variaciones sobre el tema de I Can't Give You Anything But Love, Baby -nuevo concierto barroco al que, por inesperado portento, vinieron a mezclarse, caídas de una claraboya, las horas dadas por los moros de la torre del Orologio.
La Habana-París, 1974
10 comentarios:
Del texto me pierdo bastante para saborearlo en condiciones, pero sí entiendo de maravilla que Louis Armstrong esté en el texto y aquí.
Viendo el post anterior (todavía no he leído el "Concierto Barroco"), pienso, ¿cómo se pueden poner tantas tonterías en un tiempo récord? Por mi parte, claro. (Qué gansa:)
Hay que poder escribir naturalmente y como si nada una prosa así tan trabajada y barroca, escribir como contándotelo... Un grande no siempre recordado o valorado como merece.
El Concierto barroco de Carpentier es una gran maravilla en apenas 90 pequeñas páginas, un desborde de imaginación.
Digo 90 pequeñas páginas por la edición de Siglo XXI Editores, S. A., que en otras ediciones son la mitad, como en ésta:
http://ww2.educarchile.cl/UserFiles/P0001%5CFile%5Carticles-106205_Archivo.pdf
Me lean Concierto barroco, por favor.
Ya mismo. Agradecido.
Leí el Concierto Barroco, aunque no es del todo exacto decirlo en esos términos, ya que el escrito de Carpentier pertenece a esa calidad de textos que mejor sería decir que "lo estoy leyendo", lo que con los años y ante nuestra repetida respuesta provocaría la misma pregunta “y todavía no lo terminaste de leer?” lo que a su vez posibilitaría poder aclarar que el concierto barroco es de esos textos que uno no termina nunca de leer porque ofrecen siempre nuevas lecturas...
Perfectamente definido, estoy de acuerdo, uno nunca termina de "leer" este tipo de textos.
Pues te agradezco el PDF porque el que tenía lo perdí, a ver si lo leo de una vez.
Te gustará, estoy seguro.
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