[...] Cuando otro tocaba un solo, él se levantaba y bailaba. Empezaba despacio, moviendo un pie, chasqueando los dedos, luego levantaba las rodillas y los codos, rotaba, meneaba la cabeza, vagaba por ahí con los brazos abiertos. Parecía siempre a punto de caerse. Giraba una y otra vez sin moverse del sitio y luego se abalanzaba de vuelta al piano, con un propósito claro. La gente se reía cuando bailaba, y era la reacción más apropiada mientras andaba por ahí arrastrando los pies como un oso después del primer trago. Era un tipo divertido, su música era divertida, y casi todo lo que decía era broma, solo que no decía gran cosa. Su baile era una forma de dirigir, de abrirse paso en la música. Tenía que meterse en la pieza hasta que formaba parte de él, la interiorizaba, la penetraba como un taladro la madera. Una vez se había enterrado en la canción y se la sabía de arriba abajo, tocaba a su alrededor, nunca dentro de ella: pero siempre con aquella intimidad, con franqueza, porque estaba en el corazón mismo de la canción, en su interior. No tocaba alrededor de la melodía, tocaba alrededor de sí mismo.
—¿Qué propósito persigue su baile, señor Monk? ¿Por qué lo hace?
—Me canso de estar sentado al piano.
Había que ver a Monk para escuchar su música como es debido. El instrumento más importante del grupo —cualquiera que fuera la formación— era su cuerpo. En realidad no tocaba el piano. Su cuerpo era el instrumento y el piano sólo un medio para extraer el sonido de su cuerpo al ritmo y en la cantidad deseados. Si lo tapas todo menos su cuerpo, parece que toque la batería, abriendo y cerrando el charles con el pie, cruzando los brazos estirados. Su cuerpo rellena todos los huecos de la música; sin verle suena a que falta algo, pero cuando le ves, hasta los solos de piano adquieren el sonido denso de un cuarteto. El ojo escucha lo que el oído no oye.
Todo lo que hacía quedaba bien. Se sacaba un pañuelo del bolsillo, lo agarraba y tocaba con él en la mano, sin soltarlo, limpiando las notas que se escapaban del teclado, se secaba la cara con una mano mientras con la otra mantenía la melodía como si tocar el piano le resultara tan natural como sonarse la nariz.
—Señor Monk, ¿qué opina de las ochenta y ocho teclas del piano? ¿Sobran o faltan teclas?
—Bastante cuesta tocar las ochenta y ocho que hay.
Una parte del jazz es la ilusión de espontaneidad, y Monk tocaba el piano como si nunca hubiera visto ninguno. Lo atacaba desde todos los ángulos, con los codos, a hachazos, doblando las teclas como si fueran naipes de una baraja, rozándolas como si quemaran demasiado o tambaleándose a su alrededor como una mujer con tacones... tocándolo fatal en términos de piano clásico. Todo salía torcido, de lado, no como te lo esperabas. Si hubiera tocado Beethoven, ciñéndose escrupulosamente a la partitura, solo su forma de golpear las teclas, el ángulo en que sus dedos tocaban el marfil, lo habría desestabilizado, lo habría hecho balancearse y girar, lo habría convertido en un tema suyo. Lo habría tocado con los dedos extendidos, aplanados sobre las teclas, con las yemas casi mirando arriba cuando los dedos deberían estar arqueados.
Un periodista le preguntó sobre el asunto, sobre el modo en que golpeaba las teclas.
—Les doy como me apetece. [...]
27 comentarios:
Un gran documental para un gran músico. La música actual no sería la misma sin Thelonious Monk.
Eso está claro. El documental de Eastwood, impagable.
Qué maravilla de entrada. El documental ya lo conocía, pero, me he dicho, voy a verlo un poquito... y voy casi por la hora.
También Geoff Dyer, es mucho más que una descripción, emociona.
Los documentales de Eastwood atrapan porque sabe de lo que habla.
El libro de Dyer merece la pena leerlo, pero no solamente a los aficionados al jazz, sino en general a los aficionados a la literatura.
'El ojo escucha lo que el oido no oye'
Un hallazgo genial
Monk genio. Los documentales de Eastwood y la prosa de Dyer no se quedan atrás. Domingo para mamar jazz y asado con amigos, de eso se trata la vida.
Esa foto de Monk la tengo en la pared. Dicho lo cual...
Ya veo que no os ha gustado nada.
Me alegro.
Seguro que Gato me dice de quién es la foto.
El fotógrafo es W. Eugene Smith, la foto es del año 1960. (Según otro G... Google)
Bueno, el año no es seguro ese, por lo que he visto.
Pues, moltes gràcies. El posaré.
Tranquilos, estas bobadas me dan de vez en cuando.
De nada, honorable Joan Ningú.
Para la próxima vez: botón derecho en el ratón sobre la foto, buscar imágenes en Google y ¡zas!, aparecen al momento las fotos. Es así de fácil.
Ya lo sabía, lista, pero esta vez pasé de hacerlo, o me lié, o no lo encontré, o no tuve ganas, o... yo qué sé.
Menos mal que tengo unos comentaristas que están a todas, no sé qué haría sin ell@s.
¿Me has llamado lista? Última vez que te busco algo:)
Vale, usted disimule.
Puede ser que alguien que pasé por aquí no lo sepa y le resulte útil la información.
Que no es lista, que es listilla. No es lo mismo.
Claro que sí, como no es lo mismo un gato que un gatillo.
Joé, qué cosas, oiga.
List@: Inteligente, sagaz, astut@, hábil, preparad@...
Listill@: Que presume de saber mucho.
Insisto: lista.
Ni un gatillo que un gatillazo...
Tengo la mala costumbre de ayudar cuando alguien pide algo (que pueda hacerlo, no siempre se puede), a veces, hasta cuando no me lo piden directamente. Es una costumbre que no pienso perder, aun a riesgo de parecer una listilla. Mi intención es la de echar una mano nada más, quien lo crea, bien, quien no, pues también bien. Ni siquiera tendría que justificarme, pero bueno, lo he hecho.
Y se agradece esa costumbre, en serio, y no hay por qué justificarla, si todos echásemos una mano las cosas irían mejor, ¿que no?.
Claro que sí.
Siempre tan generosa. Que era broma...
Pelillos a la mar.
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