El niño en la prisión blanca de la clínica, en manos del dolor, manipulado, pinchado, dolorido, el niño entre los niños que sufren. Han entrado en la vida por el túnel amarillo de la enfermedad. El nño, mi niño, está ahí, sufriente, enfrentado a un miedo, a una magnitud superior, y lo llevan en alas blancas y sucias, lo traen en camas duras y sonoras. Me resisto a amar una creación donde los niños son torturados, escribió el francés, y lo recuerdo siempre, y lo repito, cuando el niño sufre. La creación, siniestra y mayúscula, doliendo en la carne de un niño. El encarnizamiento inútil de la vida contra la vida. Cogido en las fauces del dolor, mirando de cerca por la muerte, al niño se le rompen los ojos en cristales, se le ahuesan las manos, perdida su calidad de flores, y le viene la blancura inhumana del terror. El universo es una geometría inútil, una matemática obstinada y loca, que se cumple ciegamente, que se demuestra a sí misma vanamente, y en todo este juego de fuerzas ociosas hay siempre un niño que sufre, una víctima. El dolor de los niños, el dolor de las plantas, el dolor de las bestias. Qué tres dolores insufribles. El niño sufre como las bestias y como las plantas. Dando vagidos y perfume. La clínica es un corredor verde donde el dolor se hace razonable por un momento. La ciencia ha racionalizado el dolor en una medida discreta, y de eso se envanece. El universo, la creación, prodigiosa máquina de errores, sistema perfecto y cerrado de equivocaciones, es un gran absurdo que equivale a una gran razón. Funciona. Funciona con el dolor y la muerte de los niños, lubricado de sangre niña y fresca. Me llevo al niño, dolorido y lánguido, lejos del gran absurdo organizado, a nuestro pequeño rincón de sinrazones, al cubil de la ternura. Viene aterido de miedo, perplejo de frío, y empieza a poner orden -su orden cálido y anárquico- en las cosas. [...]
DIBUJA, el niño, escribe, hace sus primeras letras, sus primeras figuras, y es como cuando el hombre primitivo comenzó a miniar la roca de la caverna. Su caligrafía salvaje (en todo niño hay un salvaje perdido) y sus dibujos tienen el temblor de una primera delineación del mundo. Todos los niños dibujan igual, no sólo porque su personalidad no está hecha, sino porque el niño vive en el fondo común y feliz de la especie. Se parecen todos los niños como se parecen todos los folklores y todas las culturas primitivas. Bien sabemos que la individualidad es una conquista o una perversión de la cultura. Él sólo se mueve todavía en el légamo anónimo. Todo niño es un anónimo, un primitivo, no porque lo que hace lo haga ingenuamente, sino porque su arte y su escritura nacen del fondo común, indiferenciado, arcádico, de la especie, de la humanidad. Como la artesanía, como la cerámica, lo que hace el niño no tiene nombre propio, no tiene firma, aunque el niño lo firme muy claramente, muy implacablemente, con la tozudez de un nombre recién conquistado.
Ceramista, el niño, artesano anónimo, pertenece al gran gremio de la infancia y nada más. Tiene el estilo párvulo, que es el más puro de los estilos, y de ninguna manera es un naïf, como Rousseau no lo era ni pensó nunca serlo. Todo niño, sí, es un salvaje que echa de menos su tribu, que se ha perdido en la jungla de los adultos. Y esas señales que va dejando mi hijo en el papel, en la pizarra, ese rastro de líneas, números y letras, más que un mimetismo de la cultutra adulta, es una recreación del mundo desde sus supuestos salvajes, un primer afán de interpretación y entendimiento. El cuatro que dibuja mi hijo no es un cuatro, sino la afirmación de una óptica, una fe de vida. Porque, precisamente por moverse en el reino del anonimato, de lo primitivo y comunitario, el niño no hace signos por los signos, sino que los hace por sí mismo, se afirma, se reclama en cada número, en cada letra. No es esto contradictorio con la idea de anonimato y primitivismo, sino una misma cosa. El arte primitivo afirma colectivamente, se hace por algo y para algo. En él hay un alma común que se expresa. Sólo en el arte culto, adulto, posterior, el código importa más que el mensaje. El adulto hace un cuatro cuando tiene que contar cuatro. El niño, en su cuatro, pone el alma y la vida. Se lo juega todo en cada cuatro, como el hombre primitivo en cada ciervo.
Él cree que está aprendiendo los números, o quizá ni siquiera lo cree. Lo que está haciendo, en realidad, es dejar huella de sí -de un sí mismo que es aún colectivo, infantil, puro-, señas de identidad, datos de su presente. El cuatro, para el niño, no puede ser un valor abstracto. Para el niño no existe lo abstracto (ni para el hombre: lo abstracto es una ilusión filosófica de la que ya estamos cayendo). El cuatro para el niño, es una silla o una escalera, no sólo por juego y plasticidad, sino por la sencilla razón de que las sillas y las escaleras existen, mientras que los cuatros no existen.
Mi hijo hace su cuatro, su alfabeto, sus fieras, y toda la infancia vuelve a mirarse en su pizarra. Una cosa egipcia y etrusca y salvaje y sensible, que es el primer barro del alma humana, está ya ahí. O desea "que las medicinas no se confundan de niño", entrando así en el animismo primitivo, dándoles alma a las medicinas y quitándosela a sí mismo. Haciendo surrealismo vallejiano, cultura, sin saberlo. Como no existe en puridad el pensamiento abstracto, lo que yace en el fondo del hombre es el jeroglífico, su escritura natural con imágenes, y nuestro alfabeto y nuestra numeración abstractas toman aire de jeroglífico en el cuaderno del niño, que está realizando el esfuerzo cultural gigantesco, con sus manos torpes y obstinadas, de adaptar un código a otro, de meter en nuestras estrechas abstracciones toda la vastedad de imágenes y formas que es el alma misma de la especie.
DIBUJA, el niño, escribe, hace sus primeras letras, sus primeras figuras, y es como cuando el hombre primitivo comenzó a miniar la roca de la caverna. Su caligrafía salvaje (en todo niño hay un salvaje perdido) y sus dibujos tienen el temblor de una primera delineación del mundo. Todos los niños dibujan igual, no sólo porque su personalidad no está hecha, sino porque el niño vive en el fondo común y feliz de la especie. Se parecen todos los niños como se parecen todos los folklores y todas las culturas primitivas. Bien sabemos que la individualidad es una conquista o una perversión de la cultura. Él sólo se mueve todavía en el légamo anónimo. Todo niño es un anónimo, un primitivo, no porque lo que hace lo haga ingenuamente, sino porque su arte y su escritura nacen del fondo común, indiferenciado, arcádico, de la especie, de la humanidad. Como la artesanía, como la cerámica, lo que hace el niño no tiene nombre propio, no tiene firma, aunque el niño lo firme muy claramente, muy implacablemente, con la tozudez de un nombre recién conquistado.
Ceramista, el niño, artesano anónimo, pertenece al gran gremio de la infancia y nada más. Tiene el estilo párvulo, que es el más puro de los estilos, y de ninguna manera es un naïf, como Rousseau no lo era ni pensó nunca serlo. Todo niño, sí, es un salvaje que echa de menos su tribu, que se ha perdido en la jungla de los adultos. Y esas señales que va dejando mi hijo en el papel, en la pizarra, ese rastro de líneas, números y letras, más que un mimetismo de la cultutra adulta, es una recreación del mundo desde sus supuestos salvajes, un primer afán de interpretación y entendimiento. El cuatro que dibuja mi hijo no es un cuatro, sino la afirmación de una óptica, una fe de vida. Porque, precisamente por moverse en el reino del anonimato, de lo primitivo y comunitario, el niño no hace signos por los signos, sino que los hace por sí mismo, se afirma, se reclama en cada número, en cada letra. No es esto contradictorio con la idea de anonimato y primitivismo, sino una misma cosa. El arte primitivo afirma colectivamente, se hace por algo y para algo. En él hay un alma común que se expresa. Sólo en el arte culto, adulto, posterior, el código importa más que el mensaje. El adulto hace un cuatro cuando tiene que contar cuatro. El niño, en su cuatro, pone el alma y la vida. Se lo juega todo en cada cuatro, como el hombre primitivo en cada ciervo.
Él cree que está aprendiendo los números, o quizá ni siquiera lo cree. Lo que está haciendo, en realidad, es dejar huella de sí -de un sí mismo que es aún colectivo, infantil, puro-, señas de identidad, datos de su presente. El cuatro, para el niño, no puede ser un valor abstracto. Para el niño no existe lo abstracto (ni para el hombre: lo abstracto es una ilusión filosófica de la que ya estamos cayendo). El cuatro para el niño, es una silla o una escalera, no sólo por juego y plasticidad, sino por la sencilla razón de que las sillas y las escaleras existen, mientras que los cuatros no existen.
Mi hijo hace su cuatro, su alfabeto, sus fieras, y toda la infancia vuelve a mirarse en su pizarra. Una cosa egipcia y etrusca y salvaje y sensible, que es el primer barro del alma humana, está ya ahí. O desea "que las medicinas no se confundan de niño", entrando así en el animismo primitivo, dándoles alma a las medicinas y quitándosela a sí mismo. Haciendo surrealismo vallejiano, cultura, sin saberlo. Como no existe en puridad el pensamiento abstracto, lo que yace en el fondo del hombre es el jeroglífico, su escritura natural con imágenes, y nuestro alfabeto y nuestra numeración abstractas toman aire de jeroglífico en el cuaderno del niño, que está realizando el esfuerzo cultural gigantesco, con sus manos torpes y obstinadas, de adaptar un código a otro, de meter en nuestras estrechas abstracciones toda la vastedad de imágenes y formas que es el alma misma de la especie.
Lúcido en medio del dolor. Admirable.
ResponderEliminarDifícil de superar la prosa poética.
ResponderEliminarParafraseándolo "que su prosa poética no se confunda de lectores y venga a nosotros..."
ResponderEliminarQué difícil es mantener la lucidez en medio del dolor.
ResponderEliminarY no se confunde, llega a quien tiene que llegar. Todo libro espera el lector que le merece.
ResponderEliminarYo me lo voy a regalar, pero sin falta.
ResponderEliminarHarás muy bien.
ResponderEliminarYo leí ese libro un par de veces, años antes de sufrir una pérdida y me gustó, lo volví a leer después y lo viví, lo sentí. Fue como tocar el dolor para poder dejar ir a quien no volverá.
ResponderEliminarCreo que este libro, para quien haya sufrido una perdida de ese tipo, puede llegar a ser curativo.
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