Wer aber sind sie, sag mir, die Fahrenden, diese ein wenig
Flüchtigern noch als wir selbst, die dringend von früh an
wringt ein wem, wem zu Liebe
niemals zufriedener Wille? Sondern er wringt sie,
biegt sie, schlingt sie und schwingt sie,
wirft sie und fängt sie zurück; wie aus geölter,
glatterer Luft kommen sie nieder
auf dem verzehrten, von ihrem ewigen
Aufsprung dünneren Teppich, diesem verlorenen
Teppich im Weltall.
Aufgelegt wie ein Pflaster, als hätte der Vorstadt-
Himmel der Erde dort wehe getan.
Und kaum dort,
aufrecht, da und gezeigt: des Dastehns
großer Anfangsbuchstab..., schon auch, die stärksten
Männer, rollt sie wieder, zum Scherz, der immer
kommende Griff, wie August der Starke bei Tisch
einen zinnenen Teller.
Ach und um diese
Mitte, die Rose des Zuschauns:
blüht und entblättert. Um diesen
Stampfer, den Stempel, den von dem eignen
blühenden Staub getroffnen, zur Scheinfrucht
wieder der Unlust befruchteten, ihrer
niemals bewußten, – glänzend mit dünnster
Oberfläche leicht scheinlächelnden Unlust.
Da: der welke, faltige Stemmer,
der alte, der nur noch trommelt,
eingegangen in seiner gewaltigen Haut, als hätte sie früher
zwei Männer enthalten, und einer
läge nun schon auf dem Kirchhof, und er überlebte den andern,
taub und manchmal ein wenig
wirr, in der verwitweten Haut.
Aber der junge, der Mann, als wär er der Sohn eines Nackens
und einer Nonne: prall und strammig erfüllt
mit Muskeln und Einfalt.
Oh ihr,
die ein Leid, das noch klein war,
einst als Spielzeug bekam, in einer seiner
langen Genesungen....
Du, der mit dem Aufschlag,
wie nur Früchte ihn kennen, unreif,
täglich hundertmal abfällt vom Baum der gemeinsam
erbauten Bewegung (der, rascher als Wasser, in wenig
Minuten Lenz, Sommer und Herbst hat) –
abfällt und anprallt ans Grab:
manchmal, in halber Pause, will dir ein liebes
Antlitz entstehn hinüber zu deiner selten
zärtlichen Mutter; doch an deinen Körper verliert sich,
der es flächig verbraucht, das schüchtern
kaum versuchte Gesicht... Und wieder
klatscht der Mann in die Hand zu dem Ansprung, und eh dir
jemals ein Schmerz deutlicher wird in der Nähe des immer
trabenden Herzens, kommt das Brennen der Fußsohln
ihm, seinem Ursprung, zuvor mit ein paar dir
rasch in die Augen gejagten leiblichen Tränen.
Und dennoch, blindlings,
das Lächeln.....
Engel! o nimms, pflücks, das kleinblütige Heilkraut.
Schaff eine Vase, verwahrs! Stells unter jene, uns noch nicht
offenen Freuden; in lieblicher Urne
rühms mit blumiger schwungiger Aufschrift:
»Subrisio Saltat.«.
Du dann, Liebliche,
du, von den reizendsten Freuden
stumm Übersprungne. Vielleicht sind
deine Fransen glücklich für dich –,
oder über den jungen
prallen Brüsten die grüne metallene Seide
fühlt sich unendlich verwöhnt und entbehrt nichts.
Du,
immerfort anders auf alle des Gleichgewichts schwankende Waagen
hingelegte Marktfrucht des Gleichmuts,
öffentlich unter den Schultern.
Wo, o wo ist der Ort – ich trag ihn im Herzen –,
wo sie noch lange nicht konnten, noch von einander
abfieln, wie sich bespringende, nicht recht
paarige Tiere; –
wo die Gewichte noch schwer sind;
wo noch von ihren vergeblich
wirbelnden Stäben die Teller
torkeln.....
Und plötzlich in diesem mühsamen Nirgends, plötzlich
die unsägliche Stelle, wo sich das reine Zuwenig
unbegreiflich verwandelt –, umspringt
in jenes leere Zuviel.
Wo die vielstellige Rechnung
zahlenlos aufgeht.
Plätze, o Platz in Paris, unendlicher Schauplatz,
wo die Modistin, Madame Lamort,
die ruhlosen Wege der Erde, endlose Bänder,
schlingt und windet und neue aus ihnen
Schleifen erfindet, Rüschen, Blumen, Kokarden, künstliche Früchte –, alle
unwahr gefärbt, – für die billigen
Winterhüte des Schicksals.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Engel!: Es wäre ein Platz, den wir nicht wissen, und dorten,
auf unsäglichem Teppich, zeigten die Liebenden, die's hier
bis zum Können nie bringen, ihre kühnen
hohen Figuren des Herzschwungs,
ihre Türme aus Lust, ihre
längst, wo Boden nie war, nur an einander
lehnenden Leitern, bebend, – und könntens,
vor den Zuschauern rings, unzähligen lautlosen Toten:
Würfen die dann ihre letzten, immer ersparten,
immer verborgenen, die wir nicht kennen, ewig
gültigen Münzen des Glücks vor das endlich
wahrhaft lächelnde Paar auf gestilltem
Teppich?
QUINTA ELEGÍA*
Dedicada a la señora Hertha König
¿Quiénes son, dime, esos vagabundos
aún más fugaces que nosotros mismos,
a quienes desde edad temprana urge y retuerce
sin cesar -¿para quien, por el amor de quién?-
una premiosa voluntad nunca satisfecha?
Esta voluntad los descoyunta, los dobla, los enlaza,
los despide y los vuelve a recoger.
Caen, a través de aire -aceitado,
resbaladizo- en la raída alfombra,
desgastada
por su eterno saltar; en esta alfombra
-tan perdida en el cosmos-
que colocan a modo de emplasto sobre el suelo,
como si el cielo gris del arrabal
hubiera desgarrado allí la tierra.
Mas, apenas caídos, se yerguen y dibujan
esa gran inicial de la existencia.1
Y el empellón de siempre, repetido,
derriba una vez más y como en juego
hasta a los más robustos,
con la misma facilidad que Augusto el Fuerte
arrojaba los platos de estaño de su mesa.2
Y alrededor, ay, de este centro florece y se deshoja
-lentamente- la rosa de los espectadores.
Y en torno de ese fuste
el pistilo,
fecundado por su propio polen floreciente,
da de nuevo el falso fruto
inconsciente del hastío
que ante el resplandor de la más tenue
superficie, aparenta sonreír
ligeramente.3
He allí el marchito
y rugoso luchador4
que de tan viejo sólo toca el tamboril,
inmerso en su enorme epidermis,
tan amplia
como si hubiera contenido ayer dos hombres
de los cuales uno yacería en la fosa,
sobreviviendo el otro aquí, sordo y a veces
tropezando -sorprendido-
con el exceso de esa piel que enviudó.
En cambio ved al joven, que se diría hijo
de una dura cerviz y de una monja:5
henchido reciamente
-restallante-
de músculos y de candor.
Oh vosotros
a quienes un dolor, por entonces aún pequeño,
recibió ayer como un juguete
en una de sus convalecencias
prolongadas...
Tú, que inmaduro todavía, caes
con la caída sorda que sólo los frutos conocen
una y cien veces cada día
de ese árbol de acrobacia
erigido en común6
-(que, más rápido que el agua,
ve en pocos minutos sucederse
la primavera y el verano y el otoño)-,
y que cayendo
das en la huesa de rebote:
a veces, en una media pausa,
quiere nacer en ti un rostro pleno de ternura
que se halla vuelto hacia tu madre,
escasas veces pródiga de sus muestras de amor;
mas tu cuerpo absorbe, para su superficie,
el tímido gesto apenas intentado...
Y una vez más el hombre palmotea
llamando a un nuevo brinco
y antes de que un dolor distintamente
te alcance el corazón, siempre en galope,
se anticipa a él -que le da origen-
el fuego de tus plantas,
suscitando en tus ojos el rápido fluir
de algunas lágrimas fugaces.
Y sin embargo, apunta ciegamente
tu sonrisa...
¡Oh ángel!: tómala,
corta la hierba saludable y en flor;
colócala en su vaso,
consérvala junto a esas alegrías
todavía no abiertas a nosotros.
Y allí, en una graciosa urna,
celébrala con esta leyenda floral:
"Subrisio Saltat."7
Y luego tú, querida,
a quien en mudo salto
sobrepasaron los goces
más atractivos y excitantes:
quizá tus faralaes
son dichosos por ti,
o tal vez sobre tus senos
-juveniles y turgentes-
la metálica seda verde
se siente interminablemente
mimada y satisfecha.
Tú, fruto mercantil de indiferencia
siempre diversamente colocado
sobre todas las balanzas oscilantes
del equilibrio,
abiertamente ofrecido al público
bajo los hombros.
Dónde, oh, dónde se halla el sitio
-caro a mi corazón-
en que ni lejanamente lo podían,
desgajándose aún uno del otro
como bestias que apareándose
están mal acopladas, donde el peso aún gravita
y donde todavía caen los platos
girando en torbellino desde sus bastones-
columnas que en vano
continúan dando vueltas...
Y de improviso, en este penoso "ningún lado"
se encuentra el lugar indescriptible
donde la pura insuficiencia
incomprensiblemente se transmuta
-saltando sobre sí-
en esta hueca demasía,
donde la suma de cifras infinitas
se resuelve en nulidad.
¡Oh plazas, plaza de París,
escenario infinito
donde Madame Lamort,8
la modista,
ata y envuelve
los inquietos caminos de la tierra
-cintas interminables-
y los trenza e inventa con ellos nuevos lazos,
cocardas, flores, frutas
de artificiales tintes
para adornar los módicos sombreros invernales
del destino...!
Ángel: ¿hay una plaza
que nosotros no hemos visto,
donde -ricos- los amantes mostraran
sobre una alfombra inexpresable
lo que aquí nunca lograron:
las altas y audaces figuras
del frenesí del corazón, sus torres de placer,
escalas sostenidas tan sólo una en otra
-temblorosas-
allí donde no existe el suelo?
Y en esa plaza lo podrían, rodeados
por una multitud silenciosa
de espectadores muertos.
¿Arrojarán ellos sobre el tapiz
-por fin apaciguado- sus últimas monedas
siempre ahorradas, atesoradas
desde siempre, desconocidas por nosotros
y eternamente válidas, efigies de la dicha,
ante aquella risueña pareja
que sonreiría finalmente
con su sonrisa verdadera?
1 En esta imagen alude Rilke a un cuadro de Picasso que viera en casa de la señora König, Los Saltimbanquis, cuyas figuras verticales parecen contrahacer una a modo de D mayúscula, letra inicial, en alemán, del vocablo "existencia" (Dasein), de la que el arlequín constituiría la línes vertical y el niño más chico el final de la curva. La mujer del extremo está fuera del grupo de los saltinbamquis, y más bien representa al espectador.
2 Príncipe elector de Sajonia, se divertía deformando platos de estaño con la mano.
3 Glosa de toda la estrofa, resumida del comentario de Leishmann: los saltimbanquis configuran la flor del espectáculo, su centro, su pistilo; con sus saltos sobre la tierra, como manos de mortero o triturador, o pisones (“Stampfer”), levantan polvo florido, que a manera de polen los refertiliza. Así surge la rosa del espectáculo, aparente o falsa flor del tedio, que provoca la sonrisa igualmente superficial, ligera y luminosa, del tedio de los propios saltimbanquis.
4 En el cuadro de Picasso, el ex-hombre fuerte, el saltimbanqui gordo, con gorro. Se describen luego otras figuras: el "Hijo de un pescuezo y de una monja" es el arlequín; quien cae "con el golpe que sólo las frutas conocen", es el niño más pequeño; la mujer del extremo es acaso su madre "rara vez tierna"; del adolescente del tambor no se hace mayor mención; la muchacha es la “fruta de la serenidad, llevada al mercado”.
5 Rilke hace referencia en este verso al conde de Chamilly, llamado Nuca Fuerte por su poderoso occipucio, y a su amante, la monja portuguesa Mariana Alcoforado, configurando con ello una imagen de la suma carnalidad y la suma espiritualidad que coexisten en los amantes.
6 El árbol humano —en gimnasia, pirámide— que construyen, montados unos sobre otros, los saltimbanquis.
7 La mayor parte de los comentaristas y traductores de Rilke coinciden en asignar a esta expresión en latín medieval el significado de "la sonrisa danza". Sin embargo, también ha sido interpretada como una abreviatura a la manera de las inscripciones en los viejos tarros de farmacia, que completa rezaría "Subrisio Saltatoris", es decir, "la sonrisa del que salta", esto es, del acróbata.
8 Evidente juego de palabras que hace el poeta con los términos franceses la mort, la muerte.
Extraordinaria traducción. Stop. Mejor imposible. Stop.
ResponderEliminarLa más compleja de las Elegías, si no me equivoco, pero con versos sobre los cuales es imposible no volver y admirar...
ResponderEliminar"...en este penoso "ningún lado"
se encuentra el lugar indescriptible
donde la pura insuficiencia
incomprensiblemente se transmuta
-saltando sobre sí-
en esta hueca demasía,
donde la suma de cifras infinitas
se resuelve en nulidad."
Pues si lo dices tú, Gato, que dominas el alemán, punto en boca.
ResponderEliminarTodas las elegías son complejas, o a mí me lo resultan. Al propio Rilke también le resultaban complejas, ya veréis lo que dice sobre ellas en la última entrega.
ResponderEliminarLos críticos suelen coincidir en que la más lograda es la octava. A mí me gustan particularmente la quinta, la sexta y la octava.
Conste que los leo, eh. Pero acabo agotada...
ResponderEliminarNo es para menos.
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