Mi hijo en el mercado, entre el fragor de la fruta, quemado por todas las hogueras de lo fresco, iluminado por todos los olores del campo. La fruta -ay- le contagia por un momento su salud, y el niño ríe, mira, toca, corre, sintiendo y sin saber un mundo natural, el bosque poblado en que se encuentra, esa consecuencia de bosque que es un cesto de fruta, una frutería. Mi hijo en el mercado, entre el crimen matinal de las carnes, el naufragio azteca de los pescados y, sobre todo, entre los fuegos quietos de la fruta, que le abrasa de verdes, de rojos, de malvas, de amarillos. Él, fruta que habla, calabaza que vive, está ahora entre los dos fuegos, entre los mil fuegos fríos de la fruta, y grita, chilla, ríe, vive, lleno de pronto de parientes naturales, primo de los melocotones, hermano de los tomates, con momentos de hortaliza y momentos de exquisita fruta tropical. Es como si le hubiéramos traído de visita a una casa de mucha familia, a un hogar con muchos niños. Como cuando se reencuentra con la hueste ruidosa de los primos. Qué fragor de colores en el mercado de fruta. El niño corre entre las frutas, entre los niños, entre los primos, entre los albaricoques.
Las letras, el alfabeto, la escala de las vocales, el niño, a la sombra de la madre, pájaro ligero por el árbol de la gramática. Salta, va, viene, se equivoca de rama, vuelve a saltar, dice la a, la e, ríe con la i, se asusta con la u, vive.
Por ahí empieza la historia, hijo, empieza la cultura, el mundo de los hombres, ese juego largo que hemos inventado para aplazar la muerte. Las letras, insectos simpáticos y tenaces, juegan contigo como hormigas difíciles.. Estás empezando a pulsar las letras, las teclas de un piano que resuena en cinco o diez mil años de historia.
Cada letra tiene un eco de lenguajes pasados, de idiomas milenarios, que tú despiertas inocentemente, como cantando dentro de una catacumba. Eres el paleontólogo ingenuo de nuestro mundo de jeroglíficos. Somos tus antepasados remotos, esfinges egipcias, dioses griegos, estatuas etruscas, dialectos nubios. Me siento -ay- más del lado de la Antigüedad que del lado de tu vida reciente. Se me incorpora una cultura de siglos que contempla impávida, fósil, tu pajareo alegre por sobre las losas del pasado. Cada letra es una losa que pisas, cada palabra es una tumba. Estás jugando en el cementerio, como los niños de aquella película, porque las palabras son cadáveres, enterramientos, embalsamientos de cosas. Tú, que eres todavía del reino fresco de las cosas, te internas ahora, sin saberlo, en el reino sombrío de las palabras, de los signos.
Pero los signos y las palabras, para ti, también son cosas, porque estás saludable de realidad, y juegas con las letras como con insectos o guijarros. No sé si vale la pena arrancarte del mundo de las cosas. No sé si vas a perdurar en el mundo de las ideas ni en ningún mundo, hijo, pero asisto, dolorido y consternado, a ese cruce de fronteras, a esa confluencia de atrios que atraviesas alegremente, de la mano de la madre.
Vienes del pájaro y vas a la catacumba. Vienes de la hortaliza y vas al concepto. No sabes, hijo, cuánto cuesta, luego, volver a reconquistar las cosas, que el idioma sea otra vez voluptuosidad, descubriminto, fruta, y no diccionario. Es un largo camino de vuelta el que inicias ahora. ¿Vas a tener tiempo de recorrerlo?
Quisiera hacer yo contigo ese camino, hijo. No podremos ni tú ni yo, seguramente. No vamos a sobrevivir ninguno de los dos, quizá, tú por prematuro y yo por tardío. Me alegra, me entristece, me duele, me desconcierta verte jugar con fuego, con el fuego apagado y triste de las palabras, que en tus manos y en tu voz vuelve a ser resplandor, llama, alegría, quemazón, locura, canto.
Mi a no es tu a. Mi a es lúgubre y sabia. Tu a es una nota de luz en tu paladar, en el paladar claro del mundo. Qué juego de luces y sombras. A veces el idioma se cierne sobre ti y me asusto. A veces echas tú sobre él un desconcierto alegre de juego. Qué miedo, qué alegría, qué susto, qué tristeza, verte aprender las letras.
HIJO, salto que da el día
hacia otro día.
Pimpirincoja,
zapateta,
pingaleta en el aire
hacia otro aire.
Por ti van las semanas
a patacoja,
sin pisar raya.
El que pisa raya pisa medalla.
Cuando no sabe el mundo
qué paso dar,
y todo está en suspenso,
como trabado,
saltas tú a pies juntillas,
salvas la zanja,
y vuelve el día a correr,
claro en tu agua.
Las letras, el alfabeto, la escala de las vocales, el niño, a la sombra de la madre, pájaro ligero por el árbol de la gramática. Salta, va, viene, se equivoca de rama, vuelve a saltar, dice la a, la e, ríe con la i, se asusta con la u, vive.
Por ahí empieza la historia, hijo, empieza la cultura, el mundo de los hombres, ese juego largo que hemos inventado para aplazar la muerte. Las letras, insectos simpáticos y tenaces, juegan contigo como hormigas difíciles.. Estás empezando a pulsar las letras, las teclas de un piano que resuena en cinco o diez mil años de historia.
Cada letra tiene un eco de lenguajes pasados, de idiomas milenarios, que tú despiertas inocentemente, como cantando dentro de una catacumba. Eres el paleontólogo ingenuo de nuestro mundo de jeroglíficos. Somos tus antepasados remotos, esfinges egipcias, dioses griegos, estatuas etruscas, dialectos nubios. Me siento -ay- más del lado de la Antigüedad que del lado de tu vida reciente. Se me incorpora una cultura de siglos que contempla impávida, fósil, tu pajareo alegre por sobre las losas del pasado. Cada letra es una losa que pisas, cada palabra es una tumba. Estás jugando en el cementerio, como los niños de aquella película, porque las palabras son cadáveres, enterramientos, embalsamientos de cosas. Tú, que eres todavía del reino fresco de las cosas, te internas ahora, sin saberlo, en el reino sombrío de las palabras, de los signos.
Pero los signos y las palabras, para ti, también son cosas, porque estás saludable de realidad, y juegas con las letras como con insectos o guijarros. No sé si vale la pena arrancarte del mundo de las cosas. No sé si vas a perdurar en el mundo de las ideas ni en ningún mundo, hijo, pero asisto, dolorido y consternado, a ese cruce de fronteras, a esa confluencia de atrios que atraviesas alegremente, de la mano de la madre.
Vienes del pájaro y vas a la catacumba. Vienes de la hortaliza y vas al concepto. No sabes, hijo, cuánto cuesta, luego, volver a reconquistar las cosas, que el idioma sea otra vez voluptuosidad, descubriminto, fruta, y no diccionario. Es un largo camino de vuelta el que inicias ahora. ¿Vas a tener tiempo de recorrerlo?
Quisiera hacer yo contigo ese camino, hijo. No podremos ni tú ni yo, seguramente. No vamos a sobrevivir ninguno de los dos, quizá, tú por prematuro y yo por tardío. Me alegra, me entristece, me duele, me desconcierta verte jugar con fuego, con el fuego apagado y triste de las palabras, que en tus manos y en tu voz vuelve a ser resplandor, llama, alegría, quemazón, locura, canto.
Mi a no es tu a. Mi a es lúgubre y sabia. Tu a es una nota de luz en tu paladar, en el paladar claro del mundo. Qué juego de luces y sombras. A veces el idioma se cierne sobre ti y me asusto. A veces echas tú sobre él un desconcierto alegre de juego. Qué miedo, qué alegría, qué susto, qué tristeza, verte aprender las letras.
HIJO, salto que da el día
hacia otro día.
Pimpirincoja,
zapateta,
pingaleta en el aire
hacia otro aire.
Por ti van las semanas
a patacoja,
sin pisar raya.
El que pisa raya pisa medalla.
Cuando no sabe el mundo
qué paso dar,
y todo está en suspenso,
como trabado,
saltas tú a pies juntillas,
salvas la zanja,
y vuelve el día a correr,
claro en tu agua.
Hay que echarle imaginación...
ResponderEliminarUna maravilla, la prosa poética de Umbral.
ResponderEliminarLa maravilla que es Umbral tiene hasta la capacidad de desviar el rumbo de un domingo que amenazaba con su rumbo de domingo (en el que no tenés ganas de hacer ni de pensar en nada) hacia coordenadas más desconocidas que te despiertan la curiosidad y la imaginación y te ponés entonces a hacer el jardín o a escribir o dibujar a ver qué sale de vos para no dejar pasar un domingo así nomas... Eso para decir de manera simple el maremoto de imágenes, sentimientos, sensaciones, introspecciones y puntas de ovillos (para salir del laberinto de un domingo más) que te proporcionan leer a Umbral.
ResponderEliminar"...entre los fuegos quietos de la fruta, que le abrasa de verdes, de rojos, de malvas, de amarillos. Él, fruta que habla, calabaza que vive, está ahora entre los dos fuegos, entre los mil fuegos fríos de la fruta..." nada más leer y vibrar eso, todo lo que me genera. No sé si reírme, aplaudir, poner la Oda a la Alegría o ponerme a llorar de felicidad. En fin, sepan disculpar.
Y gracias, Juan, por hacerme leer esto!
ResponderEliminarVaya, me alegro.
ResponderEliminarRealmente, la prosa de Umbral (esta prosa de Umbral) tiene la capacidad de provocar estas catarsis.
Sublime, literariamente (literalmente).
ResponderEliminarPara mí el mejor libro de Umbral.
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