Eran las castañas pilongas y el regaliz de palo, eran las pipas y las alcachofas, aquella psicodelia modesta de los cacahuetes y el bebedizo negro del agua con pastillas de a perrona. Eran los alimentos terrestres, los frutos de la tierra, los paraísos perdidos y callejeros de la infancia. Las pilongas, sí, con su sabor milenario de fruto chino, con su vejez, su dulzor rancio, como venidas del regazo de las abuelas, y aquel regaliz de palo, de un sabor montaraz y acre, que había que morder y morder, que luego era en la boca un estropajo triste, ya sin dinero en los bolsillos, o el anís picante del cigarrillo, su tos primera, el humo detrás de las bardas, por no hablar ya de años de hambre, posguerras, cosas.
Los primeros alimentos callejeros del niño malo, su mercadería menuda y sabrosa, todo aquello que vendía la señora Landelina, una universal señora Landelina, en sus chiscones de barrio, en sus tenderetes de domingo, a la puerta de los colegios, en los barrios atroces, en el suburbio estremecido de trenes distantes. Para qué seguir. La calderilla robada, las propinas escasas, esas monedas que florecen milagrosamente en los bolsillos de la infancia, inmediatamente eran un puñado de alcachofas oscuras y crujientes, un cuenco de semillas secas, raíces dulces, granos para masticar de prisa, con el hambre clandestina.
Cómo recuperar los alimentos terrestres, los sabores primeros, aquellas donaciones modestas y breves de la tierra, su cosecha seca de presentes para una infancia que giraba entre los peones de pino, los carruseles del pasado y los astros solemnes de los cielos. Nunca más. Luego se prueban otras cosas, se viven otras vidas, pero es como si la madre tierra se hubiera secado para siempre de aquella riqueza vegetal y menor, de aquella agricultura entrañable que era la de las oscuras tribus infantiles.
Quizá van todavía por nuestra sangre, quizá vienen de tarde en tarde a nuestra saliva los alimentos terrestres, los frutos amargos y dulces de los ocho, de los diez años, pero nunca más. Y no sabemos cómo encontrar a la señora Landelina en su chiscón para que nos llene las manos de esencias, anises, pastillas de leche de burra, regalices, pipas de gigantea.
La gigantea, sí, aquel sol granado y terrestre, aquel planeta vegetal de largo tallo, con lumbres amarillas y estivales. Luego hemos visto una plantación de giganteas, un bosque de girasoles, y hemos vivido frente a ellos, a la orilla del mar. Pero ya no el gigantismo de la gigantea, planta que era más alta que nuestra infancia.
El niño no se alimentaba de purés maternales y postres médicos. Alguien dijo que los libros que verdaderamente forman al muchacho son los que lee a escondidas en la copa de los árboles. Así, los alimentos terrestres que nos hicieron crecer el corazón dentro del pecho no fueron los ceregumiles ni los huevos pasados por agua, sino aquellas cosas del tenderete, y por siempre tendremos un alma de castaña pilonga, de gigantea solar. ¿Qué es eso que desde siempre nos gira ya dentro del pecho, siguiendo el curso de la luz, para morir cada noche y renacer cada mañana, qué es sino un girasol, una gigantea en la que viven todas las giganteas que nos comimos a puñados?
Si se tiene en el alma una gigantea alta y fresca, la gigantea de la infancia, un girasol amarillo y adolescente, se es niño eternamente, se es joven, se sigue el curso natural de los astros, aunque el cuerpo vaya a sus cosas y tire por otro lado. Pero hay muchos hombres a quienes la gigantea se les ha quedado muerta -o seca y tiesa- dentro del pecho, y en seguida se lo notamos en la cara, se lo vemos en los ojos, y nos preguntamos por qué se les murió la planta, por qué la dejaron morir, quién se la ha matado. Los niños tienen un alma de girasol y de ellos será el reino de los soles. Pero qué difícil saber esto. "Cada día creo menos en la inteligencia", dice Proust. Y se refería a su propia inteligencia. Pero no hay que estar muy seguros de lo que dice, naturalmente, porque él ha hecho una de las obras más altas y sinfónicas de la inteligencia humana. Quizás, en toda su obra, sin embargo, Marcel Proust quiso ir renunciando a su inteligencia de adulto para oír sólo dentro de sí el girar suavísimo de la gigantea infantil, aquellos girasoles que le iluminaron en los lejanos veranos de la Francia atlántica.
Federico García Lorca, en un poema adolescente, le devuelve a Dios su corazón, "que es un membrillo demasiado otoñal y está podrido", y dice que le va a pedir prestado el corazón a un amigo, un corazón de hierro de veleta. ¿Y por qué no un corazón de gigantea que gire todos los días siguiendo el curso del sol? Ignacio Aldecoa habló bellamente del corazón y otros frutos amargos. Parece que los escritores y los poetas están de acuerdo en la condición caediza y otoñal del corazón humano. Es tan difícil, sí, que la luminosa gigantea de la infancia siga alta y fresca en el pecho del hombre que dicen unidimensional.
Que nos criamos en años de hambre, que fuimos unos niños malos, que hicimos lo que no debíamos hacer. Todas esas cosas nos dicen. Ahora les dan a los niños harinas lacteadas y preparados con varios cereales. Pero nosotros, los que íbamos directamente al quiosquillo de la señora Landelina a buscar los alimentos terrestres, nos criamos con dureza de castaña pilonga, dulzor acre de regaliz de palo, pulpa de alcachofas y remolacha robada. Claro que nos daban otras cosas nuestras madres, pues buenas eran, pero uno sabe secretamente que lo que le hizo crecer y vivir fueron aquellas cosechas de cacahuetes que pasaban del cuenco de madera de la señora Landelina al cuenco rosa y sucio de nuestras manos juntas.
Leíamos Corazón, de don Edmundo el italiano, leíamos enciclopedias gloriosas, pero lo que nos hizo hombres fueron aquellos poemas "Eróticos y sentimentales" que nos estaban prohibidos, con alejandrinos carnosos que no entendíamos. Y luego Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado y otros versos secretos. ¿Por qué vienen todavía, de tarde en tarde, después de tantos años, los sabores prohibidos, los placeres y los días de entonces, la sustancia lenta y oscura de los alimentos terrestres? Es como si el niño se hubiera despertado, como si el girasol girase, como si fuera a ocurrir algo antiguo, fresco y grande, en nosotros. Pero luego no ocurre nada.
Recordar es darle cuerda a los acontecimientos de la infancia o de la adolescencia (en las que casi todo es un acontecimiento), momentos que han quedado quietos como muñecos dejados por ahí en algún rincón del alma, del eterno ayer perdido en la memoria pero intacto de aromas y sabores, sonidos y sensaciones, alegrías y también sinsabores... tiempos de ilusiones y credulidades, de ídolos y malos... de frutos de la tierra como golosinas, aquí los "manices" y garrapiñadas, el pororó de maíz, los inolvidables helados calientes de las zonas humildes (cucuruchos de dulce de leche) o el "chuenga" de nuestras canchas y cines de barrio...
ResponderEliminarGrande Umbral una vez más. Eso es recordar. Así se recuerda.
Alguien dijo que la verdadera patria de una persona es la infancia. Seguramente tenía razón.
ResponderEliminarLa forma en que Umbral rememora los aromas y los sabores de la infancia (las castañas, los cacahuetes, las pipas de girasol..., también valdrían las garrapiñadas, el pororó, el dulce de leche), es única. Ríete de las magdalenas de Proust, a quien por cierto Umbral admiraba.