Un lunes de mucho mercado en Reinosa y a la hora de comer se juntaron a la puerta de la casa de Quiterio, en las inmediaciones de la Plaza de Abastos, un aldeano que por el habla y atuendo parecía de Bustasur o Malataja, alto y desgarbado, recio de pisada y manchado de barro hasta más arriba de las corvas; la mujer de éste, bajita, repolluda y charlatana, y el chico mayor de ambos, un rapaz encanijado de doce o trece años, de mirada asustadiza, muy enmarañado de pelo, bajuco de color, con los brazos muy largos para las mangas, o las mangas muy cortas para los brazos, de pantalón estrecho y a media pierna, bufanda vieja enroscada al pescuezo y en los pies unas albarcas pesqueranas con los clavos gastados y sonido de rotas, pese a los arcos y hojalatas con que se las había remendado su padre.
La casa de comidas era un hervidero de gente a tales horas: campurrianos que habían vendido patatas y gorrines, vallucos al ojeo de una pareja de novillos y gentes de Carabeos y Valdeolea que tenían en la plaza un saco de nabos o media carga de yeros, de habucos o de cebada; y que haciendo por la vida, como dicen ellos, se engullían con excelente apetito y las prisas que traen los muchos quehaceres, buenas raciones de cordero asado y platos encogollados de callos picantes y asadura frita, a fuerza de pan blanco y de manchegas de vino.
Alzábanse de la mesa unos vallucos cuando entraban por la puerta los riconchanos, apresurándose éstos a ocupar el sitio que dejaban los otros, sin esperar a que la fámula, una mozona de Aradillos o Fontecha contratada para los lunes de mercado, pasara un trapo por el sucio tablero de la mesa ¿Para qué?
El hueco vacío estaba en el centro del largo tablero y, como no era cosa de molestar a los señores de uno y otro extremo de la mesa, pasó nuestro hombre por encima de ella, con aijada y todo, a ocupar el asiento de junto a la pared, posando su zapato embarrado donde momentos después había de poner el pan, rebulléndose un poco para hacer sitio al rapaz, que dobló los riñones y se coló, sin tropezar, por debajo de la mesa; porque el asiento de afuera lo quería él para la su mujer, que lo necesitaba muy ancho si había de alojar en él la cesta grande de las dos tapas, amén de sus orondas posaderas.
No se habían visto en toda la mañana, y aprovecharon aquel ratuco de la comida para contarse uno al otro los encargos que llevaban hechos y los que les quedaban por hacer. Todo ello, claro es, sin perder bocado y sin que el interés de la conversación alargara un punto el tiempo destinado a satisfacer la prosaica necesidad. Porque aquel pan blanco, mojado en la pringue de los callos o en el vino de la jarra, entraba solo, casi sin tropezar.
-Te diré, Frasia, que las patatas ya las vendí. Muy rogamente, eso sí; que toa la mañana me he llevau detrás del patateru pa que hiciera con ellas. Y no es eso lo pior, sino que me las ha llevao en media perra menos que el otru lunes.
-¿A cómo las echastes, a lo último?
-¿No te digo, mujer, que media perra menos que el otru lunes? A tres riales, menos perra chica.
-Pos, otra vez será más; y que Dios mos dé salú.
-A ver tú, Juanucu -dijo el buen hombre volviéndose hacia el rapaz, que no quitaba ojo de las tajadas del plato, pero que no metía baza en él hasta que por riguroso turno le correspondía-, ¿cuántos duros tien que dame el patateru por las patatas vendías?
-¿Cuántas son ellas? -respondió al punto el rapaz, arrancando un casco de yeso de la pared y barriendo un trozo de mesa con la manga para hacer allí la cuenta.
-Pos son seis costales, que en junto pesan sesenta y dos arrobas y media.
-Y, ¿a cómo cada arroba?
-¿No acabas de oír que a tres riales menos perra chica?
-¡Releñe! Si fueran arrobas justas y riales justos, en un santiamén se lo sacaba; pero esas medias... ¿que hago yo con ellas?
-Dejalas a un lau hasta que saques las enteras; ya golverás por ellas después.
El rapaz llenó el tablero de números, los borró con la manga, los volvió a hacer..., los volvió a borrar..., y no supo desenredarse de aquel lío.
-El muchachu es listu como el hambre -decía de reojo a su mujer el riconchano-, ya me lo tien dicho el maestro bien de veces; pero, claro, le falta la esperencia de los años. Déjalo, déjalo, no te calientes la cabeza -añadió vuelto hacia el rapaz-, ya sacaremos la cuenta yo y el patateru, aunque sea contando con los deos.
-Bueno, ¿qué habís hecho vusotros?
-Juimos, lo primero, en ca del abogau. Mos dijeron que entavía no se había levantau. ¡Ya ves qué madrugás echa el buen señor! ¡Bien se conoz que no tien gallu que le despierte dos horas antes del amanecer, como a nusotros el nuestru!
-¡Quitá allá, mujer, eso aquí no se estila!
-Conque, mientras llegaba la hora de golver a la visita, juime de compras con el muchachu y, con el dinero de los güevos, merqué las tres varas de tela pa la blusa, la pana pa remendar los pantalones tuyos y tos los avíos del matancíu, que aquí traigo en la cesta. Hecho esto, se llegó la hora y vuelta otra vez en ca del abogau.
-¿Y qué, qué tal se puso la cosa?
-El hombre tan parcial y tan bien hablau como siempre. ¡Qué explicativa tien el buen señor!
-Como tol que tiene estudios, mujer. ¿Y qué dijo?
-Que lo de parale los pies al que se ha empeñau en sacar servidumbre por donde no la tien, es cosa de pensalo muchu porque la cosa a su ver tien sus más y sus menos. Que lo que podíamos hacer era plantale un interdito; pero que tampoco lo ve mu claro el hombre; y que te podías tarazar los deos en la puerta. Yo le dije que me lo pusiera to en un papelucu, pa que no se me olvidara; y aquí lo traigo. Un duru me sopló por apuntar esos cuatro renglonucos. Ten.
-El casu es que así, sin los antiojos, no veo una letra. A ver tú, Juanucu, a ver si me sacas de esti apuru.
-¡Releñe! ¿Cómo quier que lea yo esto, si aquí toas las letras paecen iguales y están estirás y tan seguías que no se sabe aonde empiezan las palabras ni aonde terminan? ¡Esto no hay quien lo entienda!
-¡Esta sí que es buena! Pos habrá que dir a otru abogau pa que mos lea lo que esti escribió.
-¡Sí, hiju, sí! ¡Pa que me sople otru duru! -protestó la airada consorte- No quiero más cuentos con los abogaos, que mos van chumpando la sangre sin qué ni para qué. Que se quede la servidumbre en tal estau y que mos pise la finca tol que le dé la gana. Mucha parcialidá y muchu aquel, mientras te rascan los cuartos, y después...
-¿Qué te queda que hacer ahora?
-Mientras entregas las patatas y las cobras, dir en ca la sastra con el muchachu a que le tome medía pa unos pantalones; y a encargarla muchu que se los saque bien cumplíos por si da esti añu el estirón.
-¿No le ha de dar, mujer? Una cuarta ha de crecer más o menos, como le entren bien las berzas y el tocinu.
El rapaz, sin levantar los ojos del plato, muy esponjado por el dicho de su padre, se daba prisa a rebañar la pringue de los callos con los restos del último mendrugo, como queriendo que empezara a cumplirse entonces mismo la profecía del estirón.
Y como al acabarse el tema de la conversación se había acabado también el apetitoso condumio y nada les quedaba que hacer allí, salieron por donde habían entrado, dejando como muestra de su paso un emplasto de barro en el sitio exacto donde habían posado el pan; y donde lo posarían de seguro los que, para sentarse, esperaban rato hacía a que terminaran y se fueran.
José Calderón Escalada, "El Duende de Campoo"
Dedicado especialmente a los campurrianos, riconchanos, vallucos y demás personajes que pueblan estos andurriales del sur de Cantabria y que siguen viniendo los lunes al mercado de Reinosa y a realizar sus "gestiones".
Ojo clínico para captar la idiosincracia de Campooo y alrededores.
ResponderEliminarEl Duende conocía muy bien a la gente. Como dice el amigo Finchu tenía empatía con ella.
ResponderEliminarBienvenidas Mila y Mar a este blog. Esperamos el vuestro.
Era yo, que no me había percatado.
ResponderEliminarEra yo, que no me había percatado.
ResponderEliminarMacho, últimamente estás de lo más críptico, o yo no las pillo, una de dos.
ResponderEliminarQue el comentario de Mila y Mar es mío.....
ResponderEliminar......y eso e críptico, se lo dirás a todas.
ResponderEliminarAh, bueno, pues avisa!
ResponderEliminarEs una delicia volver a descubrir al Duende de Campoo, a ver si me aplico y me pongo con él.
ResponderEliminarHay verdaderas joyas en sus escritos.
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