¿Quién es quién en Silvalandia?
A pocos lectores se les ocurriría pedir explicaciones sobre la portada de un libro. En general las portadas están destinadas a dar alguna idea de lo que va a seguir, razón por la cual toda pregunta les hace pensar que no sirven para nada y las ofende muchísimo.
Ah, pero en Silvalandia es diferente. En Silvalandia es muy diferente porque las astutas criaturas que allí habitan pasan gran parte de su tiempo entregadas a la tarea de reírse, y toda ocasión les parece buena para revolcarse entre carcajadas de múltiples colores. La primera prueba la proporciona la portada de su libro, en la que dos de ellas se han puesto debajo de los nombres de los Julios, sus cronistas, con la maligna intención de jorobarlos. Fíjese bien antes de entrar en Silvalandia, tenemos el deber de advertírselo: los desprevenidos, los inocentes pensarán que el más alto representa a Silva y el chiquito a Cortázar. ¿Qué se puede hacer contra tanta travesura? Mirar la portada en un espejo restablecería la verdad, pero los espejos son cómplices en Silvalandia y también nuestros nombres se verían invertidos, sin hablar del aspecto vagamente sánscrito que asumirían para regocijo de los causantes de tan complicadas operaciones.
No nos queda más que un recurso, el de rechazar toda semejanza con nuestros supuestos retratos. Admitimos, sin embargo, que el más chico podría hacer pensar en Silva y el otro en Cortázar. Incluso hemos terminado por encontrar un cierto parecido en las actitudes y los gestos, estamos cayendo tristemente en la trampa y los falsos Julios lo saben, como bien lo prueba el azul de satisfacción que los envuelve y esa manera de sonreír contra la que nada es posible, salvo hacer lo mismo. ¿De qué nos valdría enojarnos con las criaturas de Silvalandia? Son formas, colores y movimientos; a veces hablan, pero sobre todo se dejan mirar y se divierten. Son azules y blancas y se divierten. Aceptan sin protesta los nombres y las acciones que les imaginamos, pero viven por su cuenta una vida amarilla, violeta, verde y secreta. Y se divierten.
Crítica de la sinrazón pura
Todo el mundo está de acuerdo en que son los testigos de Silvalandia, aunque nadie los haya designado para tal función y ellos mismos no se tomen demasiado en serio, puesto que al fin y al cabo son del país y bien que se divierten. Pero apenas se encuentran en algún lugar desde donde pueden contemplar lo que pasa en la plaza mayor y en las calles, no pueden contenerse y se hacen confidencias que a muchos les caerían pesadas.
- Están cada día más locos -dice el elefantito Rubén-, y no me sorprendería que una de estas mañanas decidan vestirse de un solo color o aprender a nadar como el pulpo Gustavo.
- Eso no sería locura sino idiotez -responde agriamente el loro Praxiteles-. Por el momento les noto una tendencia a agitarse por la reforma de la ley sobre las gallinas o el impuesto a la piedra pómez, que no me parecen tan importantes.
- Ayer se reunieron para mirar una nube en forma de taburete.
- El miércoles fueron al mercado y solamente compraron zanahorias, con lo cual media hora después no quedaba ninguna y en cambio la lechuga y los tomates se echaban a perder irremisiblemente.
- Los días pares abandonan a los gatos y se dedican únicamente a cuidar a los canarios.
- Hay muchos que sostienen que un libro leído al revés es más profundo.
- Se habla de expulsar a los elefantes.
- Conocerás nuevos países -dice Praxiteles, amable.
- Espera a que decidan comerse a los loros -dice Rubén rabioso.
Así se van poniendo lúgubres, hasta que alguien los descubre y se muere de risa mirándolos, tras de lo cual Praxiteles y Rubén sienten una especie de vergüenza y también empiezan a reírse; en Silvalandia todo termina en torno de una mesa con numerosos potes de mostaza, vino y postres perfumados, sin contar el platito de semillas de girasol que es el consuelo de Praxiteles.
Julio y Julio partieron de Argentina mediado el siglo a conquistar Europa y no dejarle un indio sin convertir. Lo fueron logrando, no del todo. Hasta que decidieron dar La vuelta al día en ochenta mundos y el éxito, sometido y manso, se arrojó a los pies de su binomio. [...] Siguieron juntos otro rato.
Julio Silva, entonces, decidió instalarse en Silvalandia y retratarla, para que Julio Cortázar se la pusiera en palabras. El resultado, más que un libro, es una civilización entera, donde viven elefantes con todos los derechos ciudadanos en regla y peces a cuyos amos jamás se les ocurriría dejarlos en una pecera cuando salen a pasear. Igual que carteles pintados por una esfinge e interpretados por un Edipo platense que veía crecer la hierba donde nunca pudo crecer la hierba.
Todo lo cual se resume en el mayor peligro de Silvalandia: el lector puede convertirse en niño a cada paso de página. Y quedarse para siempre en esa tierra, agarrado de Julio con la mano izquierda y agarrado de Julio con la mano derecha. Cómo no va usted a correr un riesgo tan cariñoso. [Contraportada de la edición de Santillana, S. A. (Alfaguara), 1996]
Este Cortázar era tremendo.
ResponderEliminarUn auténtico cronopio. Y no digamos su tocayo.
ResponderEliminarEl impuesto a la piedra pómez...si Kant levantase la cabeza...
ResponderEliminarQué bien lo pasaban con esa imaginación, y también nos lo hacen pasar.
Aunque Cortázar no era solamente eso. Cuando se ponía profundo...
ResponderEliminarY como escritor de relatos, no hay otro en todo el siglo XX, ni siquiera Borges.
Pondré alguna cosa alejada del universo del cronopio.
Si Kant levantara la cabeza dejaría de mirar el reloj compulsivamente, y quizá se relajase un poco.
ResponderEliminarRecuerda el Mito de la Caverna.
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