Canto primero
Hay alguien que escucha muy cerca de aquí,
espera, retiene el aliento.
Dice: Es mi voz la que habla.
Nunca más, dice él,
va a estar todo tan tranquilo,
tan seco y cálido como ahora.
Se escucha a sí mismo
en su cabeza burbujeante.
Dice: No hay nadie más
aquí. Esta tiene que ser mi voz.
Espero, retengo el aliento,
escucho. El rumor distante
en mis oídos, antena
de carnes suaves, no significa nada.
Es tan sólo el latido
de la sangre en las venas.
He esperado mucho tiempo
con el aliento retenido.
Rumor blanco en los auriculares
de mi máquina del tiempo.
Sordo zumbido cósmico.
Ni un sonido, ninguna llamada de auxilio.
La radio permanece muda.
O éste es el fin,
me digo, o es que
ni siquiera hemos comenzado.
¡Aquí, sí! ¡Ahora!
Se oye un rasguido, un crujir, algo
que se desgarra. Aquí está. Una uña helada
que araña la puerta y se queda quieta.
Algo cruje.
Un lienzo largo e interminable,
una inmaculada tela blanca
que se desgarra, lentamente al principio
y luego más y más de prisa,
se rasga en dos pedazos con un silbido.
Esto es el principio.
¡Escuchad! ¿No lo oís?
¡Agarraos bien!
Y regresa el silencio.
Sólo se oye un sutil tintineo
en los aparadores,
el temblor del cristal,
más y más tenue
hasta desaparecer.
¿Quieres decir que
eso fue todo?
Sí. Todo pasó.
Eso fue sólo el principio.
El principio del fin
es siempre discreto.
A bordo son ahora
las once cuarenta. Hay una grieta
de doscientos metros
en el casco de acero,
bajo la línea de flotación,
abierta por un cuchillo gigantesco.
El agua corre
hacia las escotillas.
Emergiendo treinta metros,
el iceberg pasa silencioso,
se desliza junto al barco resplandeciente,
y se pierde en la oscuridad.
Canto II
Fue muy ligero el golpe. Primer mensaje por radio:
Hora 00:15. Mayday. Llamada general. Posición 41° 64’ Norte
50° 14’ Oeste. ¡Realmente fabuloso, este Marconi!
Un tic tac en la cabeza, en el auricular, inalámbrico,
y no obstante lejano, muy lejano, ¡a más de medio siglo!
Ni sirenas ni campanas de alarma, simplemente
unos golpes discretos contra la puerta de la cabina,
tosecillas en el salón de fumar. Sobre el puente D, mientras
abajo el agua sube, el steward ata los cordones de las botas
a un viejo caballero quejumbroso vinculado
a las máquinas herramienta y a la industria metalúrgica.
¡Damas mías, coraje! ¡Que no os consuma la fatiga!
¡Al galope!, exclama el señor McCawley, profesor de gimnasia,
atravesando el gimnasio artesonado,
impecable como siempre con su traje de franela.
Dromedarios mecánicos oscilan mudos y cadenciosos.
Nadie sospecha que este hombre infatigable padece de una úlcera
[de estómago,
que no sabe nadar, que tiene miedo. John Jacob Astor,
por su parte, hunde su lima de uñas en un salvavidas
para mostrar a su esposa (de soltera Connaught)
lo que contiene (probablemente corcho) mientras penetra
el agua a chorros en la bodega de proa y su helado turbión
gorgotea entre las sacas del correo, se filtra en los
pañoles. Los músicos, de uniforme inmaculado,
interpretan Wigl Wagl Wak my monkey,
un popurrí de «The Dollar Princess».
Todos al Metropol. La loca alegría del loco Berlín.
Solamente allá abajo, allá donde como siempre
se comprende primero,
agarran a toda prisa los bebés,
petates y edredones rojos. La chusma
del entrepuente no habla inglés ni alemán, pero hay algo
que no requiere explicación:
que a la primera clase le toca el primer turno
y que nunca hay botellas de leche suficientes,
ni zapatos ni botes salvavidas para todos.
Canto V
Tomad lo que os han quitado,
tomad a la fuerza lo que siempre ha sido vuestro,
gritó, congelándose en su ajustada chaqueta,
su pelo ondeando bajo el pescante,
soy uno de vosotros, gritó,
¿qué esperáis? Este es el momento,
echad abajo las barandas,
tirad a esos degenerados por la borda
con todos sus baúles, perros, lacayos,
mujeres, y hasta niños,
usad la fuerza bruta, los cuchillos, las manos.
Y les mostró el cuchillo,
y les mostró las manos desnudas.
Pero los pasajeros del entrepuente,
emigrantes, todos a oscuras,
se quitaron las gorras
y lo escucharon en silencio.
¿Cuándo tomaréis la venganza,
si no ahora? ¿O es que no podéis
soportar ver sangre?
¿Y la sangre de vuestros hijos?
¿Y la vuestra? Y se arañó la cara,
y se cortó las manos,
y les mostró la sangre.
Pero los pasajeros de entrepuente
lo escuchaban inmóviles.
No porque él no hablara lituano
(no lo hablaba), ni porque estuvieran ebrios
(hacía tiempo que habían vaciado
sus anticuadas botellas
envueltas en toscos pañuelos),
ni porque estuvieran hambrientos
(aunque estaban hambrientos):
Era otra cosa. Algo
difícil de explicar.
Entendían bien
lo que él decía, pero no lo
entendían a él. Sus frases
no eran las frases de ellos. Golpeados
por otros miedos y otras esperanzas,
aguardaban allí pacientemente
con sus bolsos, sus rosarios,
sus raquíticos hijos, recostados
en las barandas, dejaron
pasar a otros, prestándole atención
respetuosamente,
y esperaron hasta que se ahogaron.
El iceberg
El iceberg avanza hacia nosotros
inexorablemente.
Vedlo cómo se suelta
del frente del glaciar,
de los pies del glaciar.
Sí, es blanco,
se mueve,
sí, es más grande
que todo cuanto avanza
en el mar,
en el aire
o la tierra.
Sueños mortales
que una larga caravana
de icebergs atraviesa.
«A doscientos cincuenta pies de altura
sobre el nivel del mar,
destellan sus colores
que son maravillosos
y totalmente diáfanos.»
«Como si fuese un sol
multiplicado
sobre las celosías de cientos de palacios.»
Mejor es no pensar en lo que pesa
un iceberg.
Cuantos lo han visto
no olvidarán jamás tal espectáculo
aunque vivan cien años.
«Ese espectáculo aguza la imaginación
pero llena el corazón
de un sentimiento de involuntario horror.»
El iceberg carece de futuro.
Flota a la deriva.
No podemos hacer uso de él.
Existe, sin duda.
No tiene valor.
La confortabilidad
no es su fuerte.
Es mayor que nosotros.
Siempre y únicamente
vemos su cima.
Es efímero.
No se preocupa.
Nunca progresa,
pero «cuando, parecido
a una inmensa mesa
de mármol blanco,
veteado de azules,
se mueve de improviso y quiebra lo profundo,
todo el mar se estremece.»
En nada nos concierne,
sigue su ruta monocorde,
no necesita nada,
no se reproduce,
y se derrite.
No deja huellas.
Se disipa perfectamente.
Sí, esa es la palabra:
perfectamente.
Canto XVII
Nos hundimos sin hacer ruido. Como en una bañera
el agua está quieta en los alumbrados salones de palmeras,
en las canchas de tenis, en los vestíbulos reflejados en los
[espejos.
Transcurren minutos oscuros que cuajan como gelatina.
No hay riñas, ni disputas. Diálogos a media voz.
Usted primero, señor. Saludos a los niños.
Cuídese del catarro. En los botes se oye el crujir de los cables
y se ven sobre el remo fosforescentes gotas de agua
que como a cámara lenta del mar emergen y al mar vuelven.
Sólo cuando se acerque el fin —la proa oscura levantada
perpendicularmente desde la profundidad cual absurda torre,
apagada la última luz, nadie pregunta la hora—
entonces un sonido jamás oído quebrará la calma de cristal:
«Fue un estruendo, o más bien un chacoloteo, un fragor o más
[bien
una sucesión de golpes, como si desde una bóveda enorme
se precipitaran toneladas de cosas pesadas desde lo alto,
agolpándose en los escalones y arrastrándolo todo en su caída.
Fue un ruido jamás escuchado
y que nadie quiere volver a oír en su vida.»
A partir de este momento, ya el barco no existía.
Después sólo se oyeron los gritos.
Canto XIX
Había un hombre en el mar, flotando
en un tablón, en una mesa,
no, no era una mesa, era una puerta,
a la que se aferraba, bamboleado
arriba y abajo, de vez en cuando
algo helado le inundaba el rostro,
sin devorarlo. No veía nada,
nadie le veía los ojos, porque tenía la cara
pegada al tablón, era un hombre pequeño,
aplastado, como si una enorme mano
lo hubiese clavado a la puerta.
Sólo los muertos se ven tan pequeños. Algunos
que pasaban cerca en un bote lo llamaron,
pero él no respondió. Debe de estar muerto,
dijeron algunos, pero hubo quienes le quisieron ayudar.
Otra vez la vieja disputa. Remaron hasta dejarlo atrás,
discutieron otra vez, y regresaron.
Lo subieron a bordo zafándole los nudos
con que se había crucificado a sí mismo
a los goznes de la puerta. ¡Es un niño!,
exclamó alguien, volviéndolo boca arriba, y empezaron
a frotarle las manos. Era un japonés.
Abrió los ojos, habló en su lengua nativa,
y a los pocos minutos se puso en pie de un salto,
alzó los brazos, brincando, moviendo los pies,
y en seguida tomó los remos y remó hasta el amanecer,
golpe a golpe, charlando alegremente
todo el tiempo. No estaba muerto
ni era el Mesías,
y nadie entendía lo que decía.
Canto XXVII
«De hecho, nada ha ocurrido.»
No hubo tal hundimiento del Titanic.
Era sólo una película, un presagio, una alucinación.
«De hecho» siguen jugando a las cartas,
y si no a las cartas, al backgammon; las cajas de tabacos
del salón de fumar, productos de artesanía made in Cuba,
siguen cubiertas de radiantes medallas de oro; Paz y Progreso
flotan para siempre sobre la entrada del salón de recreo,
pesadas y alegóricas, en bronce;
los ricos siguen siendo ricos, y los comandantes,
comandantes; en el baño turco la señora Maud Slocombe,
la primera masajista del mundo en un barco, prosigue su tarea
activamente. Hay candelabros por doquier,
cortinas de terciopelo, palmas, espejos,
Luis XV, Luis XVI: para enfermar a cualquiera.
Desde luego, hoy en día la tripulación disfruta
de trece pagas y televisión en color en los camarotes;
el sobrecargo es turco; la enfermera está graduada
en psicología; por lo demás, nada ha cambiado. Los menús
son todavía demasiado largos. En la cubierta F, es cierto,
hay ahora una sauna finlandesa, donde suda el Comité Central,
tomando el té con sacarina en lugar de azúcar; los glaciólogos
han traído su microcomputadora para el simposio
de climatología, que funciona
como simulador de icebergs para los próximos doscientos
[cincuenta años.
Las boutiques, como siempre, hacen su agosto,
vendiendo ceniceros Titanic y camisetas Titanic,
en el cine exhiben la película Una noche para recordar,
y el final feliz es simple rutina, como los asaltos a los bancos,
como los debates sobre el aumento de pensiones,
y sobre el socialismo en un barco.
De vez en cuando se produce una huelga puntualmente
[secundada,
en que el camarero deja caer el cubo para el champán
y el pianista no completa la Fantasía en Do Menor.
Entonces incluso los gangsters y editores están desconcertados,
los pintores de salón no se divierten, los agregados militares
piden la cuenta; todo es diversión y emociones.
«Así —piensa la puta juiciosa— terminará el mundo,
con los vítores de hombres ingeniosos que se toman todo a
[broma».
También los poetas deambulan
por el Café Astor, sirviéndose Cubalibres en
vasos de plástico. Parecen ligeramente mareados
y recuerdan con todo rigor
a los pasajeros del entrepuente, a los chicanos,
a los esquimales, y a los palestinos. El falso poeta
da el visto bueno al poeta mediocre; el poeta mediocre
hace un guiño al verdadero; entonces cada uno de ellos
se retira a su camarote, se recuesta en su hamaca
y escribe, como si nada hubiera ocurrido, en el papel seco:
«De hecho, nada ha ocurrido.»
Canto XXXIII
Calado hasta los huesos, diviso gentes con baúles chorreantes.
Los veo, de pie sobre un plano inclinado, recostados al viento.
Bajo una lluvia oblicua, borrosos, al borde del abismo.
No, no es un sexto sentido. Es el tiempo,
el mal tiempo el que los empalidece. Les advierto,
les grito, por ejemplo,
señoras y señores, andáis por mal camino, estáis al
borde del abismo.
Pero sólo me otorgan una débil sonrisa y responden altivos:
Gracias, lo sabemos.
Me pregunto si se trata de unas cuantas docenas de personas,
¿o está allí todo el género humano, sobre un barco
decrépito, digno de la chatarra, dedicado tan sólo
a una causa, el naufragio?
Lo ignoro. Yo chorreo y escucho. Es difícil
decir quiénes son estas gentes asidas a un baúl,
a un talismán de color puerro, a un dinosaurio, a una corona
[de laurel.
Les oigo reír y les grito palabras incomprensibles.
Aquel desconocido con la cabeza envuelta en periódicos mojados
supongo que sea K, un viajante vendedor de galletas;
de aquel barbudo no tengo la más ligera idea; el hombre del
pincel se llama Salomón P, la dama que estornuda sin cesar es de
[seguro Marylin Monroe;
pero el hombre de blanco, el que sostiene un manuscrito
envuelto en una tela negra, encerada, seguramente es Dante.
Esas gentes rebosan esperanzas, están llenas de una energía
[criminal.
Bajo la lluvia a cántaros, se ponen a pasear sus dinosaurios,
abren y cierran sus maletas mientras cantan a coro:
«El trece de mayo el mundo se hundirá,
todo acabará, todo acabará.»
Es difícil decir quién se ríe, quién me observa, quién no,
en esta niebla, a no sé qué distancia del abismo.
Los veo hundirse poco a poco y les grito:
Veo cómo os hundís poco a poco.
Y no hay respuesta. En lejanos barcos, leves y corajudos,
suenan las orquestas. Todo es tan lamentable; no me gusta mirar
como mueren empapados en la lluvia y la niebla. Es tan penoso.
Les podría gritar, les grito: «Pero nadie sabe
en qué año acabará el mundo; ¿no es maravilloso?»
¿Pero a dónde fueron los dinosaurios? ¿Y de dónde provienen
aquellas miles y decenas de miles de maletas empapadas,
flotando a la deriva, sobre las aguas?
Nado y gimo.
Todo, como de costumbre, gimo, todo bajo control,
todo sigue su curso, todos, sin duda, se habrán ahogado
en la lluvia sesgada, es una pena, ¿y qué? ¿por qué gemir?
Lo raro, lo difícil de explicar, es: ¿por qué sollozo
y sigo nadando?
La Habana 1969 — Berlín 1977
Traducido por Heberto Padilla con la colaboración de
Hans Magnus Enzensberger y Michael Faber–Kaiser. Título original: Der Untergang der Titanic, 1978
Hans Magnus Enzensberger y Michael Faber–Kaiser. Título original: Der Untergang der Titanic, 1978
Gran entrada, y valga la redundancia del nombre del pintor.
ResponderEliminarY completa.
ResponderEliminarPara que os entretengáis un poco este finde.
ResponderEliminarQué generoso.
ResponderEliminar