jueves, 8 de agosto de 2019

Fragmentos de Jazz - Toni Morrison - Estados Unidos


Yo soy el nombre del sonido
y el sonido del nombre.
Y soy el signo de la letra
y la señal de la división

Thunder, Perfect Mind
THE NAG HAMMADI

Ssst… yo conozco a esa mujer. Vivía rodeada de pájaros en la avenida Lenox. También conozco a su marido. Se encaprichó de una chiquilla de dieciocho años y le dio uno de esos arrebatos que te calan hasta lo más hondo y que a él le metió dentro tanta pena y tanta felicidad que mató a la muchacha de un tiro sólo para que aquel sentimiento no acabara nunca. Cuando la mujer, que se llama Violet, fue al entierro para ver a la chica y acuchillarle la cara sin vida, la derribaron al suelo y la expulsaron de la iglesia. Entonces echó a correr, en medio de toda aquella nieve, y en cuanto estuvo de vuelta en su apartamento sacó a los pájaros de las jaulas y les abrió las ventanas para que emprendiesen el vuelo o para que se helaran, incluido el loro, que decía: «Te quiero.»

[...]

Hubo una tarde, allá en 1906, antes de que Joe y Violet emigrasen a la Ciudad, en que Violet soltó el arado y se dirigió a su casita, agobiada aún por el calor del día. Vestía un mono de faena y una descolorida camisa sin mangas, que se quitó despacio junto con el pañuelo que le cubría la cabeza. Sobre una mesa cercana a los fogones de la cocina había una palangana esmaltada, moteada de blanco y azul y con el borde desportillado. Cubierta por una toalla cuadrada para protegerla de los insectos, la palangana estaba llena de agua limpia. Con las palmas hacia arriba, extendidos los dedos, Violet hundió las manos en el agua y se salpicó el rostro. Repitió la operación varias veces hasta que, mezclada el agua con el sudor, se refrescaron su frente y sus mejillas. Luego mojó la toalla y se lavó cuidadosamente todo el cuerpo. Del alféizar de la ventana tomó una enagua blanca, salida de la colada aquella mañana, e introdujo en ella la cabeza y los hombros. Finalmente se sentó en la cama a desenredarse el cabello. La mayoría de los lazos que se había puesto al comenzar el día se habían aflojado debajo del pañuelo y ahora tenía la cabeza cubierta de mechones lanosos, suaves al tacto, que hacían estremecer sus dedos. Sentada allí, con las manos tendidas en el vedado placer de acariciarse el cabello, se dio cuenta de que no se había quitado las recias botas que usaba para trabajar. Empujando con la punta de la bota izquierda el tacón de la derecha, la hizo caer al suelo. El esfuerzo le pareció exagerado, y a la ligera sorpresa de descubrir lo cansada que estaba se añadió la sensación de que una especie de amplio sombrero, grande y blando, tan gastado y deslustrado como la habitación en que se encontraba, descendía sobre ella. Violet ya no se enteró del momento en que su hombro tocaba el colchón. Bastante antes de ello había entrado en un sueño apacible, profundo, seguro, adornado de imágenes coloristas. El calor era implacable, insinuante. Como las voces de las mujeres que en las casas próximas cantaban «Baja, baja, baja hacia las tierras de Egipto…» requebrándose unas a otras de patio a patio con una estrofa o su variante.

[...]

Yo comencé por creer que la vida estaba hecha simplemente para que el mundo dispusiera de alguna pauta para reflexionar sobre si mismo, pero descubrí que había perdido el rumbo con los seres humanos porque la carne, incluso atrapada en el sufrimiento, se aferra a ella, a la vida, con placer. Se aferra a los manantiales y al cabello rubio de un niño; tan pronto inhalaría el dulce fuego provocado por una muchacha ardiente como asiría la mano que, quizá sí quizá no, se le tiende. Yo he dejado ya de creer en aquello. Aquí falta algo. Algo engañoso. Algo más que tienes que imaginar antes de llegar a una conclusión.

[...]

Es bonito que unas personas adultas se hablen en susurros bajo la colcha. Su éxtasis es el suspiro de un pétalo, nunca el rebuzno de un asno, y el cuerpo es el medio, no el fin. Anhelan, los adultos, algo que está más allá, más allá y muy muy hundido por debajo del tejido. Mientras susurran recuerdan las muñecas de feria que ganaron y los barcos de Baltimore en que no navegaron nunca. Las peras que dejaron colgar de la rama porque si las cogían desaparecían de allí, ¿y quién más gozaría de aquellos frutos maduros si ellos se las llevaban para su exclusivo provecho? ¿Cómo podrían, quienes pasaran por el lugar, verlas e imaginar para sus adentros cuál sería su aroma? Respirando y murmurando bajo la colcha que ambos han lavado y colgado a secar, en una cama que eligieron juntos y juntos han conservado sin que importe que una pata se apoye sobre un diccionario de 1916 a manera de cuña, y cuyo colchón, curvado como la palma de la mano de un predicador que pide testimonio en nombre de Dios, los ha acogido cada noche, todas las noches, y ha envuelto su susurrante y antiguo amor.

Están debajo de la colcha porque ya no tienen que mirarse más; no hay ya ojos de semental ni mirada de hembra casquivana que los trastornen. Están cada uno dentro de la mente del otro, unidos y atados por las muñecas de feria y los navíos que zarparon de puertos que ellos no llegaron a ver. Esto es lo que hay debajo de sus murmullos confidenciales.

Pero hay también otra parte no tan secreta. La parte que hace que se rocen los dedos de ambos cuando uno pasa la taza o el platillo al otro. La parte que cierra el broche del escote de ella mientras esperan la llegada del tranvía; y que sacude con la mano alguna mota de su traje de sarga azul cuando salen del cine a la luz del atardecer.

Yo envidio su amor público. Yo misma sólo lo he conocido en secreto y he deseado con ansia, oh, con qué ansia, exhibirlo, poder decir en voz muy alta lo que ellos no necesitan ni decir: Que te he amado únicamente a ti, que he entregado todo mi ser atolondrado a ti y a nadie más. Que quiero que tú también me ames y me lo demuestres. Que amo la forma en que me abrazas, lo cerca de ti que me dejas estar. Me gustan tus dedos que se mueven y vuelven a moverse, levantando, volviendo, revolviendo. He mirado tu cara durante muchísimo tiempo, y echaba de menos tus ojos cuando te alejabas de mí. Hablarte y escuchar tu respuesta: ahí está el cosquilleo del placer.

Pero esto yo no puedo decirlo en voz alta; no puedo contarle a nadie que llevo esperándolo toda mi vida y que haber sido elegida para esperar es precisamente la razón de que me haya sido posible esperar tanto. Si fuera capaz te lo diría. Diría que me creases, que me recreases. Eres libre de hacerlo y yo soy libre de permitírtelo porque mira, mira. Mira donde están tus manos. Ahora.
De Jazz, 1992
Traducción de Jordi Gubern
¿Quién fue Toni Morrison?

2 comentarios:

  1. Tan sensible y sutil que tengo que releer constantemente casi cada frase que acabo de leer mientras me pregunto si lo profundo llega alguna vez a expresarse, si acaso lo que nos pasa nunca es algo tan profundo como intentamos que parezca, si profundizar no es acaso una engañifa para no aceptar lo profundo de la simpleza de lo que nos pasa, si no será que lo verdaderamente profundo es la simpleza que permanece en la superficie, precisamente simple, inexpresable...

    ResponderEliminar
  2. Tengo que confesar que recién empiezo a leerla, a pesar de que tengo en casa desde hace unos cuantos años un tomo con seis o siete novelas de Toni Morrison, perteneciente a una colección de autores Premio Nobel, pero no la había leído nunca. Me lo estaba perdiendo, claro.
    Una literatura sensible y sutil, como dices, pero también dura y profunda.

    ResponderEliminar