En Trinidad, a principios de 1949, cuando estaba a punto de terminar el colegio, se corrió la voz entre los de sexto del Queen’s Royal College de que en una de las islas más pequeñas del norte un poeta joven pero serio acababa de publicar su primer libro de poemas, maravilloso. Jamás nos habían llegado semejantes nuevas, ni sobre un libro de poesía ni sobre ninguna clase de libro, y todavía me extraña que nos llegara esa noticia.
Éramos una colonia pequeña, fundamentalmente agrícola, y siempre decíamos, pero sin tristeza, que éramos un puntito en el mapamundi. Resultaba liberador, y éramos realmente pequeños, poco más de medio millón. Estábamos muy divididos racialmente. En la isla, a pesar de su pequeñez, las medias culturas o cuartos de cultura vivas de la Europa colonial y el Asia inmigrante no sabían casi nada las unas de las otras; una África trasladada era la presencia que nos rodeaba, como el mar. Solo ciertos segmentos de nuestra variada población tenían estudios, y al restringido modo local, que en sexto curso ya comprendíamos muy bien: veíamos los callejones sin salida profesional a los que nos llevaría nuestra educación.
Como siempre ocurre en las colonias, había pequeños grupos de lectura y escritura aquí y allá, de vez en cuando: inofensivas balsas de vanidad que aparecían y desaparecían sin llegar a cuajar en nada parecido a una vida literaria o cultural sólida y organizada. Parecía inverosímil que allí hubiera personas que se hubieran erigido en guardianes de la vida del intelecto, que estuvieran pendientes de los nuevos movimientos, que fueran capaces de enjuiciar con seriedad un nuevo libro de poesía, pero algo así había ocurrido, de la manera más extraña. El joven poeta se hizo famoso entre nosotros. Era de la isla de Santa Lucía. Si Trinidad era un punto en el mapamundi, Santa Lucía era un punto en ese punto. Y le habían publicado el libro en Barbados. Para los isleños, el mar era una gran división: llevaba a diferentes paisajes, a diferentes tipos de casas, a personas con ligeras diferencias raciales, con acentos extraños, pero el joven poeta y su libro habían superado todo eso; era como si la virtud y la dedicación hubieran triunfado contra todo pronóstico, como en una homilía victoriana.
Pudo haber otros estímulos. En aquella época se hablaba mucho de proteger nuestra "cultura" isleña local; fue entonces cuando empecé a detestar esa palabra. El centro de atención era un grupo de baile con mucho talento llamado Little Carib (que trabajaba en una casa no lejos de donde yo vivía), y la banda de percusión, la música extraordinaria e improvisada de la calle, a base de bidones y chatarra, que se había desarrollado en Trinidad durante la guerra. Se tenía la sensación de que con esas curiosidades los isleños ya no se presentarían con las manos vacías ante la comunidad de naciones, que tendrían algo propio que reivindicar y que serían al fin capaces de revelarse como seres humanos, dueños de sí mismos.
Muchos de los que buscaban esta clase de consuelo eran en realidad los más acomodados, la clase media e incluso más alta, con diversas mezclas raciales y buenos trabajos, pero sin afiliación racial demasiado definida, ni plenamente africanos, ni asiáticos, ni europeos, personas sin otro hogar que la isla. Una o dos generaciones antes se habrían conformado con no ser negros ni asiáticos, pero habían empezado a sufrir en su trabajo y en su persona lo que, con sus logros, veían más claramente como falta de respeto colonial. Ya no se conformaban con esconderse, con agradecer pequeños favores; querían algo más.
También la gente con ambiciones políticas hablaba de una cultura local, de la banda de percusión y el baile, y así podía agradar a un potencial electorado negro. El derecho al voto era aún restringido, pero se sabía que iba a llegar el autogobierno. Alguien que hablaba y escribía mucho sobre la cultura era un hombre llamado Albert Gomes. Era un político de la ciudad que aspiraba a llegar más alto. Era portugués y tremendamente gordo. La gordura no le hacía ningún daño; le hacía todo un personaje, fácilmente reconocible en la ciudad, del que se hablaba mucho (incluso en nuestro sexto curso) y muy querido por los negros de la calle, que, por extraño que parezca, en aquella época, los años cuarenta, aún no tenían un dirigente negro. Albert Gomes se consideraba a sí mismo tal dirigente. Como dirigente negro de la ciudad, seguía una línea dura antiasiática y antiindia; los indios eran gente del campo y no formaban parte de su distrito electoral. Me contaron que en una época fumaba en pipa, gastaba mostacho e intentaba parecerse a Stalin.
Antes de meterse en política estaba en el mundo de la cultura. Durante los años treinta y principios de los cuarenta publicaba una revista mensual llamada The Beacon. También escribía poesía. En casa teníamos un libro de poemas suyo, delgadísimo, Thirty-Three Poems, de diez por diez o doce por doce, encuadernado en tela estampada de color magenta y dedicado a su madre "porque no lee poesía". Guardo un vago recuerdo del primer poema: "Ni gimas ni llores / dolor y placer vanos son / la rueda ha de girar, el río fluir / y desvelarse el día".
Albert Gomes escribía artículos en The Sunday Guardian de Trinidad. Firmaba como "Omnipresente", palabra cuyo significado no muchos conocían y pocos sabían pronunciar o escribir correctamente (¿era "orni", "ovni"?). Destacaba por sus palabras altisonantes, acordes con su tamaño y su estilo. La primera vez que me topé con la palabra "plétora" fue en un artículo de Gomes, y llegué a la conclusión de que esa palabra no me gustaba. Cuando Gomes escribía sobre la cultura local de la isla podía sonar como parte de su actitud antiindia, puesto que los indios se mantenían al margen de esa cultura, pero Gomes tenía muchas facetas, muchos registros, y yo sospecho (aunque ahora no estoy muy seguro) que fue él quien escribió, con su enérgico estilo, sobre el joven poeta de Santa Lucía (parte del tema de la cultura isleña) y quien hizo que nos diéramos cuenta de su existencia.
El lector ya habrá adivinado que el poeta era Derek Walcott. Hasta que adquirió renombre en el extranjero, durante quince o dieciséis años, como poeta de las islas realizó una larga travesía; durante cierto tiempo incluso tuvo que trabajar para The Sunday Guardian de Trinidad. Cuarenta y tres años después de la publicación de su primer libro de poemas, que él mismo costeó, obtuvo el premio Nobel de Literatura.
Con respecto a Albert Gomes, que podría haber sido su defensor en 1949, no le fue bien. En 1956, seis años después de que yo abandonara la isla, apareció un auténtico dirigente negro, Williams, un hombre bajito con gafas oscuras y audífono, con cierto estilo (cualidad necesaria) para tan simples accesorios, y al poco tiempo con una pujante popularidad. Hablaba mucho de la esclavitud (como si la gente la hubiera olvidado). Con tan simples medios convirtió toda la política de la isla en algo racial, y Gomes, el portugués, en realidad ya sin ningún distrito electoral y a pesar de su actitud antiindia, su palabrería sobre la cultura isleña, el baile y la banda de percusión, fue destrozado, humillado y rechazado por la misma población negra a la que unos años antes le gustaba verle como un personaje gordo, su protector, un Stalin carnavalesco y local con sus bigotes y su pipa.
De modo que yo conocía el nombre de Walcott, pero no conocía la poesía. Albert Gomes (y otros) podían haber citado algunos versos suyos en sus artículos, pero yo no recordaba nada.
Yo no tenía sensibilidad para la poesía. Probablemente algo tenía que ver el lenguaje. A nuestra comunidad india solo la separaban de la India cincuenta años, o incluso menos. En mi entorno se hablaba el hindi. Yo no lo hablaba, pero sí lo comprendía; cuando las personas mayores de nuestra familia ampliada me hablaban en hindi, yo respondía en inglés. El inglés era un idioma en el que estábamos adentrándonos. La prosa inglesa era el objetivo de mi ambición de escritor, y la limitada sensibilidad que ahora poseo para la poesía me vino más adelante con la práctica de la prosa.
En sexto curso no di inglés, y al ver los libros de texto, las Baladas líricas y demás, me consideré afortunado. Para mí la poesía en el colegio se había acabado el año anterior, con The Golden Treasury de Francis Palgrave. Me encantaban los retozones versos infantiles de los libros del colegio; al cabo de más de sesenta años aún se me vienen a la cabeza. Palgrave debería haber fomentado ese placer, si yo hubiera estado preparado para él, pero no me llevaba bien con su antología victoriana. Detestaba incluso ver el libro de tapa roja, blanda (en la producción de libros se economizaba con la tapa blanda en tiempos de guerra). Aquella selección de poemas me hacía pensar en la poesía como algo lejano, amanerado, una búsqueda de emociones raras y lenguaje altisonante. Y al igual que Albert Gomes me hizo llegar a la conclusión de que jamás utilizaría la palabra "plétora", con Palgrave llegué a la conclusión de que la poesía no era lo mío.
De modo que en 1949 no habría sabido qué pensar de Walcott, pero al menos tendríamos que haber comprado el librito. No era barato (costaba más que un libro de Penguin y el doble que una buena butaca de cine), pero tampoco caro: un dólar de la isla, cuatro chelines y dos peniques, veintiún peniques en la actualidad; pero si el inglés era algo a lo que empezábamos a acceder, aún estábamos muy lejos de comprar esa clase de libros. Comprábamos libros de texto; comprábamos ediciones baratas de los clásicos; mi padre, nacionalista indio de una forma modesta, iba de vez en cuando a una tienda de Charlotte Street, en el centro de la ciudad, a comprar revistas indias (Indian Review y Modern Review) y libros sobre la India a Balbhadra Rampersad (con el gran sello de color púrpura en la guarda de los libros que vendía; yo nunca llegué más allá de ese sello: no llegué a conocer ni a él ni su tienda). Pero haber ido a comprar un libro nuevo como el de Walcott porque la gente hablaba de él habría parecido una extravagancia, y ahí era donde finalmente nos dominaba la idea de nuestra pobreza. Y aunque como escritor pasaría a depender de que la gente comprara mi nuevo libro, la idea de comprar libros siguió pareciéndome una extravagancia durante muchos años.
No me topé con el libro de Walcott hasta 1955. Yo llevaba más de cuatro años en Inglaterra. Fueron años sombríos. Había terminado la universidad (había estudiado inglés) y durante un año viví en Londres en tristes circunstancias, intentando arrancar como escritor. La única suerte que tuve en aquella época, una suerte enorme, fue el trabajo a tiempo parcial que encontré por casualidad en el Servicio del Caribe de la BBC, como editor de su programa literario semanal Voces del Caribe.
Voces del Caribe fue una idea posbélica de la BBC, al parecer parte de una nueva era en todo el mundo, con unos diez años de vida. Mi padre y yo habíamos escrito relatos para el programa, y durante mi estancia en la universidad conocí al realizador, Henry Swanzy. Resultó que Henry, cuya familia tenía o había tenido intereses comerciales en África Occidental (Henry me contó que existía o había existido un renombrado ron conocido como Ron Swanzy), resultó que Henry se iba unos años a Ghana, a trabajar en la radio (otro aspecto de esa nueva era), y tuvo la bondadosa idea de que yo asumiera su labor en la BBC en Voces.
Eso me libró de la indigencia. Me pagaban ocho guineas a la semana, menos los descuentos, y tenía que presentarme tres días a la semana, a media jornada. La verdad es que iba todos los días, por la ilusión que me hacía, por la compañía de la gente de la BBC y por salir de mi alojamiento (dos habitaciones con baño compartido) en la zona irlandesa de Kilburn, detrás del gran muro de ladrillo del cine Gaumont State, según decían la mayor sala de cine del país.
Llegué a conocer bien el archivo de Voces del Caribe. Llegué a conocer aún más el talento de Henry como editor. Era un hombre melancólico, en varios sentidos demasiado bueno para el trabajo que hacía; algunos colegas suyos, estúpidos, decían que era un engreído. También él había tenido ambiciones literarias en la universidad, y por los archivos de Voces del Caribe me dio la impresión de que había sublimado aquellas ambiciones en su trabajo de editor. Se tomaba muy en serio la escritura de las islas. Veía mérito e interés donde quizá no existían, o muy poco (y no es casualidad que, unos años después de que él lo abandonara, el programa desapareciera, junto con la romántica idea de la escritura caribeña como nueva fuerza de las letras inglesas). Henry tenía una sensibilidad para la poesía y el lenguaje que yo no tenía. Tal vez hubiera querido ser poeta, no lo sé. Sus revisiones trimestrales de lo que se había hecho en el programa eran prodigiosas; yo nunca pude igualarlas. Y fue gracias a su extraordinaria comprensión como llegué a Walcott y sus 25 Poems, el famoso libro de 1949, del que al fin conseguí un ejemplar.
El ejemplar era de la segunda edición, realizada en abril de 1949, tres meses después de la primera. Yo ya debía de haberme marchado del Queen’s Royal College, y entonces no sabía que hubiera habido una segunda edición, lo que vino a demostrar, en un tiempo distinto, ahora en Londres, que mi recuerdo del éxito del poeta no era exagerado. Su libro (la segunda edición debía de ser como la primera) era sencillo, encuadernado en papel, delgado, casi sin lomo, con tapas de color crema y treinta y nueve páginas de texto. Lo habían producido, sin ningún estilo ni ninguna floritura tipográfica, en la imprenta del Advocate de Barbados: tipo Goudy en negrita en los títulos y una fuente corriente de prensa en los poemas. Mala calidad, pero su misma sencillez resultaba impresionante.
Mi criterio sobre poesía era lo suficientemente bueno para la mayoría de las cosas que llegaban a Voces del Caribe, pero todavía un poco tosco. No me adentraba en la poesía por decisión propia, pero había adquirido un poco más de confianza. En la universidad había leído, durante cuatro años, casi todo Shakespeare y Marlowe, y algunas obras muchas veces. Esto había supuesto una enseñanza por sí misma, que me había preparado para desprenderme de la idea de que la poesía consistía en la declamación y la belleza evidente: algunos de los versos más sencillos de Shakespeare y Marlowe estaban llenos de fuerza.
Y al adentrarme en Walcott me sentí abrumado. Los poemas que podía acometer más fácilmente eran los más cortos de la colección. Eran aquellos cuyo argumento podía manejar. En los poemas más largos me perdía; pensaba que lo que se decía era tedioso y difícil y tropezaba con la dicción poética. Dejé a un lado esos poemas y me concentré en los que me gustaban; el poeta y su libro, aunque corto, no sufrieron.
Henry Swanzy me había abierto los ojos a la belleza y en ocasiones al misterio de algunos de los primeros versos de Walcott, así que podía saborear la ambigüedad de "Inspira la modestia por medio de versos nocturnos", el primer poema de la colección, donde la modestia podía ser sexual o poética, y los versos también oraciones; el enigma de "Con las piernas cruzadas a la luz del día, yo observo"; el delicioso juego de palabras de un poema sobre el reciente incendio de Castries, capital de Santa Lucía: "Cuando ese ardiente predicador arrasó todo salvo el cielo evangelizado". Me aprendí de memoria este poema, aunque sería más cierto decir que lo leí con tanta frecuencia que se me quedó grabado, y algunas partes (un poco revueltas) siguen ahí hasta el día de hoy, en mi cabeza.
Me parecía prodigioso que en 1949 y 1948, y sin duda durante varios años antes, hubiera habido, en lo que yo consideraba la esterilidad de las islas, aquel talento entre nosotros, aquella mirada, aquella sensibilidad, aquel don para el lenguaje, ennobleciendo muchas de las cosas corrientes que conocíamos. "Los pescadores que al crepúsculo reman hacia casa no son conscientes del silencio que atraviesan." En Trinidad vivíamos en el golfo de Paria, poco menos que aislado entre la isla y Venezuela; esa escena de los pescadores, siluetas en el crepúsculo que se extingue rápidamente, tan precisa, detalle a detalle, era algo que todos conocíamos. Al leer estos poemas en Londres, en 1955, pensé que entendía lo importante que Pushkin había sido para los rusos, que hizo por ellos lo que no se había hecho hasta entonces. En tan alto concepto tenía el libro de Walcott.
En aquellos días incrementé mis ingresos escribiendo pequeños guiones radiofónicos de cinco minutos, a cinco guineas, para un programa de contenidos variados en el Servicio del Caribe de la BBC. Pensé que podía hacer algo en la Galería Nacional de Retratos y fui a ver a David Piper, el director, que también escribía novelas con el nombre de Peter Towry (yo reseñaría una de ellas para The New Statesman tres años después). El año anterior, en 1954, cuando pasé varias semanas agarrotado por el asma y la angustia, había hecho un insignificante trabajo de catalogación para la Galería (de las caricaturas en Vanity Fair de Spy, Ape y los demás, que me fascinaban) por una guinea al día, o media guinea por medio día. David Piper me reprochó -de una forma delicada, pero fue un reproche- que no hubiera mostrado interés por los cuadros de la Galería cuando trabajaba allí. Le dije que entonces no me encontraba bien; fue magnánimo y me ayudó con el guión radiofónico.
Por entonces yo estaba sumergido en Walcott. Le hablé a Piper de él y recité el poema sobre el incendio de Castries, A City’s Death by Fire. Él, apuesto y serio tras su mesa, escuchó atentamente y al final dijo: "Dylan Thomas". Yo no sabía casi nada de poesía contemporánea, y me sentí rechazado y provinciano. Fue un chasco: quizá, al fin y al cabo, no comprendía realmente la poesía, pero no disminuyó mi sentimiento de afinidad con Walcott ni el placer que me producían los versos que me gustaban.
Un día le recité otro poema mientras comíamos a Terence Tiller, un realizador del Tercer Programa al que veía en un bar que estaba cerca de la BBC y al que había llegado a conocer. Bebía Guinness en grandes cantidades a la hora de comer, de pie en la barra; decía que alimentaba. En los años cuarenta había sido un poeta menor; yo había visto su nombre en compañía ilustre en diversas revistas, y en 1955 para mí eso era un logro suficiente. Le respetaba por su cultura, su inteligencia y su generosidad. El poema que le recité fue As John to Patmos, en el que, de una forma maravillosa, o eso me parecía a mí, Walcott volvía a ennoblecernos a todos al comparar la luz, la claridad (y la fama) de las islas griegas con lo que siempre habíamos visto a nuestro alrededor. Era un poema sobre el esplendor de nuestro paisaje, y Henry Swanzy había elegido la extraordinaria frase "la moneda dorada del sol en mi mejilla", que habría reconocido cualquiera de nosotros que hubiera estado en la playa.
Como David Piper, Terence escuchó con atención. El rubor de la Guinness desapareció de su cara; sus ojos estaban alertas tras las gafas de gruesa montura; de repente era un hombre a quien importaban las palabras de un poeta. Su admiración era más incondicional que la de David Piper, y al final únicamente comentó las dos últimas palabras del duodécimo verso: "Pues la belleza ha rodeado a estos niños negros / y les ha liberado de coplillas sin hogar". Dijo que el poeta aún no se había ganado el derecho de utilizar la palabra "coplillas".
Este juicio poético, que me pareció muy sutil, me dejó perplejo, porque no acababa de entenderlo, pero lo respeté, y durante las siguientes semanas llegué a la conclusión de que quizá Terence se refería a que "coplilla" pertenecía a un estilo de escritura más popular y que solo podía emplearse con el efecto poético adecuado en un contexto más refinado. La idea del esplendor físico de las islas del poema se presentaba con características tropicales típicas, por así decirlo, y sin ironía; y tras todo el trabajo que había hecho el poeta (el misterioso título, As John to Patmos y "la moneda dorada del sol en mi mejilla, donde las canoas robustecen la fuerza del sol"), tras todo eso, la "belleza" que rodeaba a los niños negros parecía una palabra extrañamente floja. Al desmenuzar de este modo el poema, tuve que reconocer que también "negros" siempre me había resultado difícil, algo que me daba vergüenza recitar. Esta manera sentimental de mirar y sentir no era la mía; me habría bastado con "niños".
Pero no me importaba. Podía apartar la mirada de ese sentimentalismo, casi no hacerle caso. El poeta que yo apreciaba era el usuario del lenguaje, el creador de imágenes sorprendentes, complejas y profundas, un hombre solo dos años mayor que yo, pero ya una especie de maestro a los dieciocho o diecinueve, que arrojaba una luz retrospectiva sobre cosas que yo había conocido seis, siete, ocho años antes.
En 1955 yo aprovechaba todo lo que Walcott enviaba a Voces del Caribe, aunque saltaba a la vista que a los seis años de la publicación del libro había desaparecido el primer arrebato de inspiración y que estaba dejando correr el tiempo, escribiendo para no perder práctica, buscando por dónde seguir. Escribió un poema narrativo a imitación de Keats; escribió algo a la manera de Whitman (eso creo, pero podría equivocarme). Ambos estaban lingüísticamente logrados, pero eran meros ejercicios, sin el paisaje de la isla del que se nutría su imaginación y que formaba una parte tan importante de su personalidad poética.
En un poema, por una razón que no recuerdo, intentaba recrear Irlanda, que no creo que conociera. Creí comprender por qué lo había hecho, y lo apoyé: debía de querer ser más universal, romper con las limitaciones sociales, raciales e intelectuales de las islas, donde, como él mismo había escrito, "las bellas artes florecen en jueves discontinuos".
Era algo con lo que teníamos que enfrentarnos todos los de aquellas islas con ambiciones literarias... [...]
Interesantísimo V.S. Naipaul de quien por supuesto nunca he leído nada excepto una entrevista y esta crónica atiborrada de destellos de su fina sensibilidad de observador-descriptor de ese tiempo que lo trajo hasta hacerse escritor, casi que tras los pasos del Derek Walcott que tanto y con mucha razón devociona...
ResponderEliminarA buscarlo y leerlo pues. Y que en paz descanse.
Yo tampoco he leído nada de Naipaul, excepto este texto. Habrá que leerlo.
ResponderEliminarYa veo que lo tienes también en "Blowing..."
Tenía su foto con su gato Augustus y su fallecimiento hizo que aprovechara (qué fea expresión me salió) para subirlo en lugar del gatero que tenía programado...
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