miércoles, 22 de abril de 2015

Novela de aventuras/ 4 - Fragmentos de Robinson Crusoe - Daniel Defoe - Inglaterra


13. Batalla con los caníbales

    Después que Viernes y yo hubimos intimado, y que él fue capaz de entender casi todo lo que le decía así como hablarme en un inglés chapurreado, empecé a hacerle saber mi historia, por lo menos la parte referente a mi existencia en la isla. Le conté cómo y cuánto había podido vivir allí, lo introduje en los misterios —pues tales eran para él— de la pólvora y las balas, y hasta le enseñé a tirar. Le regalé un cuchillo, lo que le causó una inmensa alegría, y le hice un cinturón con una presilla como los que empleamos en Inglaterra para colgar machetes, dándole una hachuela para que la llevase allí, ya que no sólo era un arma excelente sino que servía muy bien para diversos usos. [...]
Le describí el naufragio por cuya causa arribara a la isla, y traté de indicarle con precisión el sitio donde estaba el casco; pero tanto se había roto la estructura del barco que nada quedaba a la vista.
Entonces señalé a Viernes los restos del bote que había naufragado mientras estábamos a su bordo y que en vano había tratado yo de mover del sitio en que encallara; ahora aparecía destruido y deshecho. Al verlo, Viernes se quedó silencioso y permaneció largo rato pensativo. Le pregunté en qué estaba meditando, y por fin me dijo:
—Yo ver bote igual ese llegar a mi nación.
Al principio no le entendí, pero después de interrogarlo mucho supe que un bote semejante al mío había arribado a las costas caribes; de acuerdo con sus referencias, la violencia de un temporal lo precipitó a tierra. Imaginé de inmediato que algún barco europeo se habría estrellado cerca y que el bote, soltándose, había llegado solo y vacío a la costa; pero tan ocupado estaba en estos pensamientos que no cruzó por mi mente la idea de que algunos tripulantes podían haberse salvado de la catástrofe, y menos aún su procedencia, de manera que sólo pedí a Viernes detalles sobre el bote.
Lo describió lo mejor posible, pero pronto me llamó a la realidad al decirme con bastante entusiasmo:
—Nosotros salvar hombres blancos de ahogarse.
—¿Entonces había hombres blancos en el bote? —me apresuré a preguntar.
—Sí, bote lleno hombres blancos.
Le pregunté cuántos, y contó hasta diecisiete con sus dedos. ¿Qué había sido de ellos?
—Vivir —contestó—. Vivir en mi nación. [...]
Con mayor detalle interrogué a Viernes sobre el destino de aquellos hombres. Me repitió que vivían allí, llevando cuatro años de residencia, que los salvajes los dejaban solos y les daban vituallas. Le pregunté qué razón había para no haberlos matado y comido.
—No —repuso Viernes—. Ellos hacer hermanos.
Supuse que significaba alguna tregua o alianza, ya que agregó:
—Solamente comer hombres cuando luchar en guerra.
Comprendí entonces que la costumbre caribe era la de devorar solamente a los prisioneros de las batallas. [...]    
    
    Cuando comenzó a manifestarse el buen tiempo, y como el deseo de ejecutar mis planes creciera con él, diariamente hacía yo preparativos de viaje; lo primero fue almacenar cantidad suficiente de provisiones, calculando que nos alcanzaran para la travesía. Una semana o quince días más tarde esperaba derribar el dique y poner a flote la embarcación.
Una mañana me ocupaba en estas tareas, cuando se me ocurrió llamar a Viernes y mandarlo a que fuera a la costa en busca de una tortuga, cosa que hacíamos generalmente una vez por semana para comer su carne y los huevos. No llevaba Viernes mucho tiempo ausente cuando lo vi volver corriendo y saltar el vallado como uno que no toca el suelo con los pies. Antes que hubiera podido hablarle, gritó:
—¡Oh amo, amo! ¡Desgracia! ¡Pena!
—¿Qué te ocurre, Viernes?
—¡Allá, allá! —exclamó—. ¡Una, dos, tres canoas! ¡Una, dos, tres!
Por su manera de expresarse deduje que eran seis canoas, pero al interrogarlo vi que sólo eran tres.
—Bueno, Viernes —le dije—, no te asustes.
Traté de animarlo lo mejor posible, pero me di cuenta de que el pobre muchacho estaba mortalmente aterrado. Parecía convencido de que los salvajes venían exclusivamente en su busca, dispuestos a descuartizarlo y a comérselo; temblaba de tal manera que no sabía qué hacer con él. Traté de conformarlo y le dije que también yo estaba en peligro, ya que si nos capturaban sería igualmente devorado.
—Por eso, Viernes —agregué—, tenemos que resolvernos a pelear. ¿Sabes tú pelear?
—Yo tirar —dijo él—, pero ellos venir gran número.
—Eso no importa, Viernes; nuestras escopetas asustarán a los que no hieran.
Le pregunté entonces si estaba dispuesto a defenderme como yo a él, y si permanecería a mi lado obedeciendo las órdenes que le diera.
—Yo morir cuando vos mandar —dijo.
Busqué entonces ron y le di a beber un buen trago; por fortuna había cuidado tanto el licor que me quedaba todavía mucho. Luego que hubo bebido, le di las dos escopetas que llevábamos siempre, cargadas con munición muy gruesa, casi como balines de pistola. Tomé cuatro mosquetes, cargándolos con dos plomos y cinco balines cada uno. A las dos pistolas les puse un puñado de balines y dando a Viernes su hachuela me colgué a la cintura mi sable desnudo.
Así pertrechados, tomé el anteojo y ascendí a la cumbre de la colina para observar a los enemigos. Me bastó fijar sobre ellos el anteojo para descubrir que había veintiún salvajes, tres prisioneros y tres canoas, y que su intención allí no era otra que proceder a un banquete triunfal con los cuerpos de sus víctimas. Fiesta bárbara, ciertamente, pero sin nada que la distinguiera de las que se llevaban a cabo habitualmente entre ellos. [...]   
No había un solo momento que perder, pues diecinueve de aquellos horribles monstruos permanecían unos contra otros rodeando el fuego mientras los dos restantes acababan de levantarse con intención de matar al infeliz cristiano y conducirlo, probablemente ya descuartizado, al fuego. Vi que se inclinaban a desatarle las cuerdas de los pies, y me volví a Viernes.
—Haz lo que te mande —dije, y cuando él asintió agregué—: Pues bien, imítame en todo lo que me veas hacer, y no vaciles ante nada.
Puse en tierra uno de los mosquetes y la escopeta, y Viernes repitió mis actitudes; tomando luego el otro mosquete, apunté a los salvajes indicándole que me imitara. Luego, al preguntarle si estaba listo y contestarme él que sí, ordené:
—¡Fuego, entonces!
Viernes había apuntado mucho mejor que yo, pues del lado de su tiro vi caer dos salvajes muertos y tres heridos, mientras que yo alcancé a matar a uno y herir a dos. Es de imaginarse la confusión que reinaba entre ellos. Los que no habían recibido heridas saltaron precipitadamente, pero no sabían hacia dónde huir o qué hacer, ya que ignoraban de dónde les llegaba la muerte. Viernes tenía los ojos puestos en los míos para imitar todos mis movimientos, como se lo ordenara. Tan pronto como hubimos disparado, dejé caer el mosquete y tomé la escopeta, cosa que él repitió al punto. Al mismo tiempo amartillamos y apuntamos las armas.
—¿Estás listo, Viernes? —pregunté.
—Sí —repuso.
—¡Fuego, entonces, en nombre de Dios!
Y por segunda vez descargamos las armas sobre los aterrados salvajes. En esta ocasión, como las escopetas tenían por carga balines pequeños de pistola, solamente cayeron dos enemigos, pero tantos resultaron heridos que los vimos correr enloquecidos, aullando y cubiertos de sangre, la mayoría con múltiples heridas; otros tres fueron cayendo luego, aunque no muertos.
—Ahora, Viernes —mandé dejando en tierra la pieza y levantando el otro mosquete cargado—, ¡sígueme!
Con gran valor se levantó para obedecerme, y nos precipitamos fuera del bosque exponiéndonos a la vista de los salvajes. Tan pronto como advertí que me habían descubierto lancé un terrible alarido, mientras Viernes hacía lo mismo, y avanzamos a la carrera —no demasiado rápida por el peso de las armas que llevábamos— en dirección donde yacía la pobre víctima, tendida como he dicho en la arena entre la hoguera y el mar. Los dos carniceros que se disponían a descuartizar al prisionero acababan de abandonarlo con el terror de los disparos, huyendo a toda carrera hacia el mar, donde saltaron a una canoa, seguidos por otros tres. [...]
Mientras Viernes se entendía con ellos, extraje el cuchillo y corté los lazos que ataban a la pobre víctima. Lo ayudé a incorporarse, mientras le preguntaba en portugués quién era. Me contestó en latín: "Christianus", pero estaba tan débil que apenas podía hablar o moverse. Le di a beber un trago de ron que había traído en una botella haciéndole señales que bebiera para reanimarse, y también saqué del bolsillo un trozo de pan, que comió. Al preguntarle a qué nación pertenecía, me contestó.
—Español.
Ya un poco recobrado de su postración, me dejó entender con toda suerte de signos y ademanes lo reconocido que me estaba por haberlo salvado.
—Señor —le dije en el mejor español que recordaba—, luego hablaremos, pero ahora es preciso pelear. Si os quedan fuerzas tened esta pistola y esta espada y ved de emplearlas.
Las recibió con gratitud y apenas las hubo empuñado cuando pareció que con ellas recobraba todo su vigor, pues se lanzó como una furia sobre los asesinos y en un instante mató a dos a estocadas. La verdad es que aquellos infelices estaban tan espantados con la sorpresa que les habíamos dado y el estampido de las armas que el miedo los tenía como atontados y carecían de inteligencia para escapar o combatir en defensa de la vida. Eso era justamente lo sucedido en la canoa sobre la cual Viernes había disparado; aunque sólo tres de los cinco cayeron por efecto de las heridas, los otros dos lo habían hecho a causa del espanto sufrido. [...]
El español, que era tan osado y valiente como pueda imaginarse, había luchado sin ceder terreno a pesar de su extrema debilidad, y ya había herido dos veces al salvaje en la cabeza; pero aprovechando su falta de fuerzas el astuto y robusto enemigo acabó por acortar distancias y luego, derribando al español, parecía a punto de arrebatarle mi espada de la mano. Fue entonces cuando el español tuvo la inteligencia de abandonar la espada mientras sacaba de la cintura la pistola que le diera, y disparándole un tiro a quemarropa dejó muerto al salvaje antes de que yo pudiera llegar en su ayuda.
Viernes, librado a su criterio, se había puesto a perseguir a los restantes sin más arma que su hachuela. Con ella acabó de matar a los tres que primeramente habían caído heridos, luego a todos los que pudo alcanzar. El español vino a mí en busca de un arma y le entregué una escopeta, con la cual logró herir a dos salvajes, pero como no tenía fuerzas para correr en su persecución se refugiaron en el bosque donde fue a buscarlos Viernes y mató a uno. El otro era sin embargo demasiado ágil para él, y, aunque herido, logró zambullirse en el mar y reunirse, nadando rápidamente, a los dos sobrevivientes de la canoa. Esos tres salvajes, más uno herido, que ignoramos si murió o no, fueron los únicos que se salvaron sobre veintiuno. [...]

4 comentarios:

  1. Te va a parecer una tontería pero siempre pensé sobre estos grandes narradores que nos han formado y entretenido, que escribían largo y tendido, se diría, cómo harían a simple pluma si seguramente además ni corregirían sus pilas de hojas manuscritas y que ni computadora tendrían: genios.

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  2. Otras épocas anteriores a lo políticamente correcto o incorrecto...

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  3. Efectivamente, tú lo has dicho.

    Por cierto no os perdáis la próxima entrada, relacionada directísimamente con esta.

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