YO también recuerdo haber nacido estando Saturno y Marte indiferentes, en la culminación de un 10 de abril y sin prejuicios astrológicos.
Dicen que a punto estuve de morir y de llevarme conmigo a mi madre por la dificultad del parto, pero no creo recordar que mi padre publicase un edicto para mejorar la enseñanza profesional de las comadronas, ya que, por aquel entonces, no era corregidor de ninguna ciudad.
Mis obras no se publicaron inmediatamente después de haber yo nacido, pues sería absurdo hacerlo, dándose el caso de que mi vida no gozaba aún de los actos suficientemente explosivos, escandalosos y románticos, dignos de mención en una biografía. Esperé entonces la edad de la tuberculosis y su mundo necesario que, en mi caso, ocurrió sobre los catorce años y pude marchar a un lejano rincón de la montaña, antigua abadía, por entonces convento de monjas y ahora seminario. En aquella sierra contemplé hacer los primeros tapices oscuros.
Ya tenía parte de una infancia lo suficientemente extraña en algún sentido, cuando marché a Cuba en compañía de un curandero espiritista con el cual solía pasear las tardes de abril bajo la lluvia, recibiendo los primeros pasos de la sabiduría. Recuerdo mis extraños sueños de madrugada y esperaba siempre de él, alguna explicación más o menos ilógica para mí.
Vienen las noches de fiebre donde llueven las calles sobre piedras de granito; de nuevo las cortinas transparentes que giran y giran, bailando continuamente hacia los lados, hablándome y conversando un coro de oscuridades, cortinas de soledad entretejida. Lloraba y llamaba a las gentes que observaran el sudor de barro en mi cara de niño. Les hablo de las cortinas que se mueven y ya no se mueven, les digo que bailan y ya no lo hacen, las cortinas traidoras, el velo de las cosas del mundo que, cuando ellos vienen, el velo se descorre, deja paso a la luz más cruel creada sobre el mundo.
-Duerme. Las cortinas las quitamos hace tiempo, cuando naciste.
Pero mi madre las tiene encarceladas y escapan y se vengan de mí bailando en los cristales donde llora la lluvia, esos días en que grito, sudo y tengo mucha fiebre.
Años después de conocer al curandero, de hablar con labradores de la tierra, arquitectos de la arcilla estéril, cazadores de perdices revoloteando por las lomas, para volver luego con las piernas sangrantes por los espinos, perdiz fugitiva como el agua entre los dedos y las plumas fueron, pájaros en los nidos y vuelo hacia el aire seco de las alturas, los pulmones, que vivieran algunos años los pulmones.
Por aquella época abandoné lo que tenía, mis posesiones, mis campos, mi lluvia de primavera caída sobre ningún sitio, abandoné aquel árbol que, cuando niño, recuerdo que planté, aquellos libros sangrantes y aquel canto de pastores que, en mis pueblos, había conocido.
Era absolutamente necesario compenetrar mi vida con los hechos de los malditos poetas que pasaron hambre, su vida y sus obras. [...]
Así fue mi juventud, sin publicar mis memorias, esperando que llegara el amor trágico que debía de completar mi biografía.
Estando entonces en el mar, recibí de mi casa noticias de que nuestro médico me estaba destinando un pasaporte para el futuro y daba casi por terminada mi estancia en la tierra.
Los médicos de pueblo a veces se equivocan, mas sólo sé que ya nunca pude escribir mis memorias y que la historia de mi vida se vino conmigo a la romántica sepultura. [...]
SOUL
LA levadura de ayer cobra de nuevo sentido,
venerable cadena del ser en la agonía,
los secos engranajes de los dedos y el latido de luz,
el éxtasis,
muda visión clavada en las cuerdas
donde la araña es una gota de muerte, la negra agarrotada,
tiembla un cuerpo de tinta entre las telas,
se tuercen las tablas, el alambre azul,
más allá de donde suenan los tambores
los dedos han quedado inertes sosteniendo la cúpula,
arrancan latigazos en las sombras dolientes de la noche
y la garganta estalla como un abanico cubierto de quejidos,
asciende el odio, jadeantes dientes, la lengua
duele a muchas horas pasadas en la siembra,
se levanta el látigo, el aliento,
desciende en silencio la humareda de polvo y carne,
surgen los machetes, ojos, torsos brillantes,
el látigo desciende, el látigo de la voz o la navaja
y los cantos que recuerdan demasiadas horas, Louis,
escucha la negra agarrotada el himno
escucha en las cuerdas donde se recorta el tabaco,
la trompeta arranca quejidos de metal al viento,
maíz a jirones en las nubes de sus pechos, tiemblan,
tiemblan azules, calientes, los músculos de ébano
la piel con que se cubren los tambores
y la tierra que trabajas que no ha de ser de otro
y como el agua de la lluvia hacerse ríos
y como el tornado que sopla de la selva un día
surgirá de nuevo el grito de las gargantas,
de las grietas endurecidas
de los muros de la casa de adobe
del volcán donde tú naciste de barro y mimbre una tarde.
Es así que habremos de levantar la historia en un futuro,
de nuevo construir sus muros con la mano y con el puño
sin fuego y sin coraza,
la espiga que sembramos ya crecida
sin látigos ni cuerdas, los ríos, las montañas
un trovador desnudo, de pueblo en pueblo,
nuestra casa, los maizales, el hacha en la herida
aunque los ríos se salgan de su cauce y la lluvia del otoño
borre las huellas,
una trompeta Soul de un modo diferente
el trovador del aire, de pueblo en pueblo,
hasta dolerle el alma.
Dicen que a punto estuve de morir y de llevarme conmigo a mi madre por la dificultad del parto, pero no creo recordar que mi padre publicase un edicto para mejorar la enseñanza profesional de las comadronas, ya que, por aquel entonces, no era corregidor de ninguna ciudad.
Mis obras no se publicaron inmediatamente después de haber yo nacido, pues sería absurdo hacerlo, dándose el caso de que mi vida no gozaba aún de los actos suficientemente explosivos, escandalosos y románticos, dignos de mención en una biografía. Esperé entonces la edad de la tuberculosis y su mundo necesario que, en mi caso, ocurrió sobre los catorce años y pude marchar a un lejano rincón de la montaña, antigua abadía, por entonces convento de monjas y ahora seminario. En aquella sierra contemplé hacer los primeros tapices oscuros.
Ya tenía parte de una infancia lo suficientemente extraña en algún sentido, cuando marché a Cuba en compañía de un curandero espiritista con el cual solía pasear las tardes de abril bajo la lluvia, recibiendo los primeros pasos de la sabiduría. Recuerdo mis extraños sueños de madrugada y esperaba siempre de él, alguna explicación más o menos ilógica para mí.
Vienen las noches de fiebre donde llueven las calles sobre piedras de granito; de nuevo las cortinas transparentes que giran y giran, bailando continuamente hacia los lados, hablándome y conversando un coro de oscuridades, cortinas de soledad entretejida. Lloraba y llamaba a las gentes que observaran el sudor de barro en mi cara de niño. Les hablo de las cortinas que se mueven y ya no se mueven, les digo que bailan y ya no lo hacen, las cortinas traidoras, el velo de las cosas del mundo que, cuando ellos vienen, el velo se descorre, deja paso a la luz más cruel creada sobre el mundo.
-Duerme. Las cortinas las quitamos hace tiempo, cuando naciste.
Pero mi madre las tiene encarceladas y escapan y se vengan de mí bailando en los cristales donde llora la lluvia, esos días en que grito, sudo y tengo mucha fiebre.
Años después de conocer al curandero, de hablar con labradores de la tierra, arquitectos de la arcilla estéril, cazadores de perdices revoloteando por las lomas, para volver luego con las piernas sangrantes por los espinos, perdiz fugitiva como el agua entre los dedos y las plumas fueron, pájaros en los nidos y vuelo hacia el aire seco de las alturas, los pulmones, que vivieran algunos años los pulmones.
Por aquella época abandoné lo que tenía, mis posesiones, mis campos, mi lluvia de primavera caída sobre ningún sitio, abandoné aquel árbol que, cuando niño, recuerdo que planté, aquellos libros sangrantes y aquel canto de pastores que, en mis pueblos, había conocido.
Era absolutamente necesario compenetrar mi vida con los hechos de los malditos poetas que pasaron hambre, su vida y sus obras. [...]
Así fue mi juventud, sin publicar mis memorias, esperando que llegara el amor trágico que debía de completar mi biografía.
Estando entonces en el mar, recibí de mi casa noticias de que nuestro médico me estaba destinando un pasaporte para el futuro y daba casi por terminada mi estancia en la tierra.
Los médicos de pueblo a veces se equivocan, mas sólo sé que ya nunca pude escribir mis memorias y que la historia de mi vida se vino conmigo a la romántica sepultura. [...]
SOUL
LA levadura de ayer cobra de nuevo sentido,
venerable cadena del ser en la agonía,
los secos engranajes de los dedos y el latido de luz,
el éxtasis,
muda visión clavada en las cuerdas
donde la araña es una gota de muerte, la negra agarrotada,
tiembla un cuerpo de tinta entre las telas,
se tuercen las tablas, el alambre azul,
más allá de donde suenan los tambores
los dedos han quedado inertes sosteniendo la cúpula,
arrancan latigazos en las sombras dolientes de la noche
y la garganta estalla como un abanico cubierto de quejidos,
asciende el odio, jadeantes dientes, la lengua
duele a muchas horas pasadas en la siembra,
se levanta el látigo, el aliento,
desciende en silencio la humareda de polvo y carne,
surgen los machetes, ojos, torsos brillantes,
el látigo desciende, el látigo de la voz o la navaja
y los cantos que recuerdan demasiadas horas, Louis,
escucha la negra agarrotada el himno
escucha en las cuerdas donde se recorta el tabaco,
la trompeta arranca quejidos de metal al viento,
maíz a jirones en las nubes de sus pechos, tiemblan,
tiemblan azules, calientes, los músculos de ébano
la piel con que se cubren los tambores
y la tierra que trabajas que no ha de ser de otro
y como el agua de la lluvia hacerse ríos
y como el tornado que sopla de la selva un día
surgirá de nuevo el grito de las gargantas,
de las grietas endurecidas
de los muros de la casa de adobe
del volcán donde tú naciste de barro y mimbre una tarde.
Es así que habremos de levantar la historia en un futuro,
de nuevo construir sus muros con la mano y con el puño
sin fuego y sin coraza,
la espiga que sembramos ya crecida
sin látigos ni cuerdas, los ríos, las montañas
un trovador desnudo, de pueblo en pueblo,
nuestra casa, los maizales, el hacha en la herida
aunque los ríos se salgan de su cauce y la lluvia del otoño
borre las huellas,
una trompeta Soul de un modo diferente
el trovador del aire, de pueblo en pueblo,
hasta dolerle el alma.
Diciembre 75
El hombre que amó a Sharon Stone
Algunos de ustedes lo conocieron. Era pequeñito y leal, con patillas que se le juntaban con el bigote. Y pintor. Y narrador. Y un poeta magnífico, tan generoso que dejaba de lado su propia obra para estudiar y dar a conocer la de otros. Durante muchos años, con Juan Eslava Galán y conmigo, se estuvo sentando ante una botella de algo para hablar de literatura, de amistad o de mujeres, su tema favorito. De joven era capaz de levantarle un ligue a un colega en tres minutos con su labia simpática y su simpatía arrolladora. Y de mayor coqueteaba hasta con mi hija, el canalla. Con todo cuanto se movía. No en vano había estado casado o emparejado siete veces, siempre con extranjeras soberbias, que se le enamoraban como perras, hasta que al fin una española, Natalia, y una hija preciosa e inteligente le pusieron los puntos sobre las íes. Se llamaba Rafael de Cózar Sievert, Fito para los compadres, y murió en Bormujos, Sevilla, cuando se le pegó fuego a la casa, intentando salvar su biblioteca. Borgianamente fiel a sí mismo, hasta el final.
Era catedrático de Literatura, pero no se le notaba. Nacido en Tetuán, recastado en Cádiz, cuajado en Sevilla, estaba santificado con el don de la guasa permanente, el humor rápido, el disparate surrealista. En veinticinco años de amistad jamás lo vi malhumorado, ni lo oí hablar mal de nadie. Nunca tuvo un enemigo. No conocía la maldad, ni la envidia, ni la deslealtad. Tampoco conocía la vergüenza. Una vez, estando con Juan Eslava ante un millar de personas en el Teatro Español de Madrid, cuando comenté que yo había cumplido cincuenta y cinco, bebió un sorbo de su copa, me miró con cachondeo y dijo, en voz alta y clara: "Pues en el culo te la hinco". Era una autoridad en el estudio de la experimentación barroca, las vanguardias del siglo XX y el postismo español de la postguerra, sobre lo que trabajaba con un rigor y una seriedad prusianas; pero eso parecía importarle un carajo cuando estaba, que era casi siempre, con un pitillo en la boca, una copa en la mano y unos amigos alrededor. Cuando nos hizo la faena de palmar, lo lloramos un millar de hermanos y cinco mil camareros de bar.
Su entierro fue digno de él. Surrealista como si el propio Fito hubiera escrito el guión. Estábamos todos en el tanatorio donde no cabía un alma, con gente amontonada hasta en la calle para despedirlo, y por alguna razón que ignoro le hicieron un oficio religioso, a él, que siempre se proclamó "ateo por la gracia de Dios". Lo interpreté como el último chiste que nos brindaba a los compadres. Jesús Vigorra, el cuarto mosquetero, leyó unos versos de Fito que parecían anunciar su muerte en aquel diciembre: un hermoso balance de su vida. Y el páter estuvo magnífico, recordando sus charlas con el difunto en el bar de Bormujos. De vez en cuando, en mitad del responso, el cura no podía aguantar la risa. "Perdonen -decía- pero es que me estoy acordando de cuando me dijo...". Y así todo el rato. La familia alternaba las carcajadas con las lágrimas. Fito Cózar parecía estar allí sentado entre nosotros, con su copa y su cigarrito en la mano, cachondeándose de todo. Y el momento cumbre llegó cuando el páter, en mitad de un gorigori, inclinó el rostro hacia el altar, partiéndose otra vez de risa. "Perdónenme -dijo-, pero acabo de darme cuenta de que he traicionado a Rafael... Me hizo jurar un día de copas que cuando muriera, en vez de agua bendita en el hisopo, le pondría vino".
Se fue como un señor. Tras habérselo bebido, habérselo fumado, habérselo fumigado todo, haberse reído de todo, con mujeres guapas y amigos fieles llorando por él. En un momento determinado, entre la gente, en una mujer vestida de negro y con pamela, me pareció reconocer de lejos a Sharon Stone. No puedo afirmarlo, claro. Pero no me habría sorprendido que fuera ella, porque "Charon", como Fito la llamaba con mucha familiaridad, era su mujer fetiche. En aquellas noches interminables de humo y alcohol, en las que podía pasarse horas contando chistes, solía mencionarla mucho. Y siempre nos contaba el día glorioso, inolvidable, en que la conoció: "Yo, aquí donde me veis, estuve con Sharon Stone, y esa mujer marcó mi vida. Nunca pude olvidarla. La vi en Nueva York, en una fiesta, hablando con gente, y conseguí que me la presentaran. Yo iba que me temblaban las piernas de emoción. Me acercó a ella un amigo y dijo: 'Éste es el profesor Cózar'. Ella se volvió a mirarme durante tres segundos, dijo 'Nice to meet you' -encantada de saludarlo-, pasó de mí y siguió hablando con los otros. Y como os digo, esos tres segundos con Charon marcaron mi vida".
Algunos de ustedes lo conocieron. Era pequeñito y leal, con patillas que se le juntaban con el bigote. Y pintor. Y narrador. Y un poeta magnífico, tan generoso que dejaba de lado su propia obra para estudiar y dar a conocer la de otros. Durante muchos años, con Juan Eslava Galán y conmigo, se estuvo sentando ante una botella de algo para hablar de literatura, de amistad o de mujeres, su tema favorito. De joven era capaz de levantarle un ligue a un colega en tres minutos con su labia simpática y su simpatía arrolladora. Y de mayor coqueteaba hasta con mi hija, el canalla. Con todo cuanto se movía. No en vano había estado casado o emparejado siete veces, siempre con extranjeras soberbias, que se le enamoraban como perras, hasta que al fin una española, Natalia, y una hija preciosa e inteligente le pusieron los puntos sobre las íes. Se llamaba Rafael de Cózar Sievert, Fito para los compadres, y murió en Bormujos, Sevilla, cuando se le pegó fuego a la casa, intentando salvar su biblioteca. Borgianamente fiel a sí mismo, hasta el final.
Era catedrático de Literatura, pero no se le notaba. Nacido en Tetuán, recastado en Cádiz, cuajado en Sevilla, estaba santificado con el don de la guasa permanente, el humor rápido, el disparate surrealista. En veinticinco años de amistad jamás lo vi malhumorado, ni lo oí hablar mal de nadie. Nunca tuvo un enemigo. No conocía la maldad, ni la envidia, ni la deslealtad. Tampoco conocía la vergüenza. Una vez, estando con Juan Eslava ante un millar de personas en el Teatro Español de Madrid, cuando comenté que yo había cumplido cincuenta y cinco, bebió un sorbo de su copa, me miró con cachondeo y dijo, en voz alta y clara: "Pues en el culo te la hinco". Era una autoridad en el estudio de la experimentación barroca, las vanguardias del siglo XX y el postismo español de la postguerra, sobre lo que trabajaba con un rigor y una seriedad prusianas; pero eso parecía importarle un carajo cuando estaba, que era casi siempre, con un pitillo en la boca, una copa en la mano y unos amigos alrededor. Cuando nos hizo la faena de palmar, lo lloramos un millar de hermanos y cinco mil camareros de bar.
Su entierro fue digno de él. Surrealista como si el propio Fito hubiera escrito el guión. Estábamos todos en el tanatorio donde no cabía un alma, con gente amontonada hasta en la calle para despedirlo, y por alguna razón que ignoro le hicieron un oficio religioso, a él, que siempre se proclamó "ateo por la gracia de Dios". Lo interpreté como el último chiste que nos brindaba a los compadres. Jesús Vigorra, el cuarto mosquetero, leyó unos versos de Fito que parecían anunciar su muerte en aquel diciembre: un hermoso balance de su vida. Y el páter estuvo magnífico, recordando sus charlas con el difunto en el bar de Bormujos. De vez en cuando, en mitad del responso, el cura no podía aguantar la risa. "Perdonen -decía- pero es que me estoy acordando de cuando me dijo...". Y así todo el rato. La familia alternaba las carcajadas con las lágrimas. Fito Cózar parecía estar allí sentado entre nosotros, con su copa y su cigarrito en la mano, cachondeándose de todo. Y el momento cumbre llegó cuando el páter, en mitad de un gorigori, inclinó el rostro hacia el altar, partiéndose otra vez de risa. "Perdónenme -dijo-, pero acabo de darme cuenta de que he traicionado a Rafael... Me hizo jurar un día de copas que cuando muriera, en vez de agua bendita en el hisopo, le pondría vino".
Se fue como un señor. Tras habérselo bebido, habérselo fumado, habérselo fumigado todo, haberse reído de todo, con mujeres guapas y amigos fieles llorando por él. En un momento determinado, entre la gente, en una mujer vestida de negro y con pamela, me pareció reconocer de lejos a Sharon Stone. No puedo afirmarlo, claro. Pero no me habría sorprendido que fuera ella, porque "Charon", como Fito la llamaba con mucha familiaridad, era su mujer fetiche. En aquellas noches interminables de humo y alcohol, en las que podía pasarse horas contando chistes, solía mencionarla mucho. Y siempre nos contaba el día glorioso, inolvidable, en que la conoció: "Yo, aquí donde me veis, estuve con Sharon Stone, y esa mujer marcó mi vida. Nunca pude olvidarla. La vi en Nueva York, en una fiesta, hablando con gente, y conseguí que me la presentaran. Yo iba que me temblaban las piernas de emoción. Me acercó a ella un amigo y dijo: 'Éste es el profesor Cózar'. Ella se volvió a mirarme durante tres segundos, dijo 'Nice to meet you' -encantada de saludarlo-, pasó de mí y siguió hablando con los otros. Y como os digo, esos tres segundos con Charon marcaron mi vida".
Otro más. Extraordinario escritor. Otro más de los que no hay por estos lares hace años. España de estos, me desasno, tiene miles.
ResponderEliminarY la semblanza que le dedica Pérez-Reverte (a quien leemos los que lo seguimos hasta en sus artículos de domingo en el diario La Nación) hace que uno se encariñe con el tipo y su escritura.
Soul es impresionante. Bienvenido Rafael de Cózar a mi conocimiento y admiración.
Y esas cortinas...
ResponderEliminarY... Era catedrático de Literatura, pero no se le notaba...
El relato del funeral es parece austrohúngaro.
Unas comitas después del "es" y del "parece" le hirían de cine también.
ResponderEliminarHasta ahora no había puesto nada de Rafael de Cózar, aunque tengo algunos poemas suyos en una antología de poetas gaditanos desde hace cuarenta años. Pondré más, seguro.
ResponderEliminarPérez-Reverte es un fenómeno, y escribe como si bebiese un vaso de agua.
El relato del funeral es una pasada.
ResponderEliminar¡Ay, esas comas, qué trauma con las comas!
De ciertos verbos con hache no diremos nada, que igual cuela.
Este post merece su tiempo...que hoy no tengo.
ResponderEliminarTranquilo, tómate el tiempo que quieras, aquí va a seguir.
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