Dedicatoria
AL COMPRADOR INDECISO
Si los cuentos que narran los marinos,
hablando de temporales y aventuras, de sus amores y sus odios,
de barcos, islas, perdidos Robinsones
y bucaneros y enterrados tesoros,
y todas las viejas historias, contadas una vez más
de la misma forma que siempre se contaron,
encantan todavía, como hicieron conmigo,
a los sensatos jóvenes de hoy:
¿qué más pedir? Pero si ya no fuera así,
si tan graves jóvenes hubieran perdido
la maravilla del viejo gusto
por ir con Kingston o con el valiente Ballantyne,
o con Cooper y atravesar bosques y mares:
bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda
dormir el sueño eterno con todos mis piratas
junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.
PARTE QUINTA: MI AVENTURA EN LA MAR
II. A LA DERIVA
El coraclo1 -y bien lo comprobé antes de acabar mis andanzas- era un bote muy seguro (si conseguía uno caber en él), y también muy marinero, pero al mismo tiempo se trataba del artefacto más indócil para su manejo. No conseguía fijar el rumbo, se desequilibraba, viraba por completo ante cualquier ola, y lo más apropiado quizá sea decir que parecía una peonza. Hasta el propio Ben Gunn me confesó tiempo después que era "un tanto misterioso hasta que uno descubría sus cualidades".
Ciertamente yo no conocía esas cualidades. No sabía gobernarlo; se atravesaba constantemente, y estoy convencido de que jamás hubiera alcanzado la goleta a no ser por el propio reflujo. Por fortuna, remase yo como quisiera, la marea me llevaba mar adentro y en ese camino la Hispaniola era un blanco difícil de no alcanzar. Al principio vi su silueta como una mancha más oscura aún sobre la oscuridad; después empecé a ver el limpio dibujo de sus mástiles y su casco, y antes de darme cuenta (pues cuanto más mar abierta alcanzaba, más rápida era la corriente), me encontré junto a su amarra y me así a ella.
La amarra estaba tan tirante como la cuerda de un arco, porque también el barco era forzado por la corriente que batía contra su casco en la oscuridad con el rumor de un riachuelo en las montañas. Un solo tajo con mi navaja y la Hispaniola sería arrastrada por la marea.
Recordé entonces que una amarra tirante, si es cortada de pronto, puede resultar tan peligrosa como la coz de un caballo. Si hubiera llegado a cometer la torpeza de cortarla, lo más probable hubiera sido que el latigazo nos enviara al coraclo y a mí por los aires.
Tratar de resolver este imprevisto, me detuvo; y al punto comprendí que no tenía solución. Pero la suerte volvió a serme propicia. Los suaves vientos que habían empezado a soplar del sur y del sureste cambiaron después de anochecer, y empecé a sentir la brisa del suroeste. En estas cavilaciones estaba, cuando un golpe de aire empujó la Hispaniola contra la corriente, y con indecible gozo vi que la amarra se aflojaba, y la mano con que la tenía asida se hundió en el mar.
Me decidí en un instante; saqué mi navaja, la abrí con los dientes y corté el trenzado hasta que el barco quedó sujeto sólo con dos hilos. Me detuve, esperando para dar el último tajo a que de nuevo soplara el viento.
Durante toda esta faena yo había estado escuchando voces que venían del camarote; no les había prestado mucha atención, porque mi pensamiento estaba ocupado por completo en mi tarea. Pero en aquel momento, en el silencio, aguardando, no pude dejar de prestar atención. Una de las voces era la del timonel, Israel Hands, el que en tiempos fuera artillero de Flint. La otra era, por supuesto, la de mi ya conocido bandido del gorro rojo. Deduje que ambos habían bebido en exceso y que aún seguían emborrachándose; pues mientras yo atendía a sus palabras, uno de ellos, lanzando un grito propio de borracho, abrió la portañuela de popa y arrojó al agua lo que supuse una botella vacía. Pero no sólo estaban embriagados, sino que era evidente que se mostraban furiosos. Escuché una sarta de maldiciones y hasta en algún momento tales expresiones de cólera, que pensé que acabarían riñendo. El altercado pareció aplacarse y las voces empezaron a suavizarse; de nuevo pelearon, y de nuevo volvieron a apaciguar sus ánimos.
Yo veía en la lejanía, en tierra, el resplandor de la gran hoguera que iluminaba por entre los árboles. Alguno cantaba una vieja, apagada y monótona canción marinera, con un quiebro al final de cada verso, y que al parecer era interminable, o al menos dependía tan sólo de la paciencia del cantor. Yo ya la había escuchado muchas veces durante la travesía, y recordaba aquellas palabras:
Pensé que esa canción tan triste era la más apropiada para unos facinerosos que habían sufrido tan crueles pérdidas en el combate de la mañana. Pero el tono tampoco reflejaba otra emoción que la dureza de aquellos bucaneros, tan insensibles como el océano por el que navegaban.
Sentí entonces un golpe de viento; la goleta viró y pareció alejarse hacia la oscuridad; noté que se aflojaba la amarra, y, con un golpe de navaja, corté los últimos hilos.
Fui arrastrado contra la proa de la Hispaniola. La goleta empezó a virar lentamente sobre sí misma, impulsada por la corriente. Me afané como llevado por todos los demonios, pues sabía que en cualquier momento podía irme a pique; vi que no podía evitar que el coraclo chocara contra el casco del barco, y traté de llevarlo hacia popa. Conseguí salvar el choque con mi peligrosa vecina, pero en el mismo instante en que daba el último empujón mis manos tropezaron con un cabo que arrastraba colgando desde la toldilla. Inconscientemente me agarré a él.
No sabría decir por qué lo hice. Fue un acto instintivo; pero una vez que tuve bien cogido aquel cabo, y comprobé que estaba firme, la curiosidad, como siempre, pudo más que cualquier otra consideración, y trepé para echar una mirada por la portañuela de popa.
Fui cobrando el cabo hasta que juzgué que estaba lo suficientemente cerca, y con bastante peligro me balanceé hasta que pude ver el techo y parte del interior del camarote.
En aquel momento la goleta y su pequeña rémora se deslizaban ya velozmente por la mar, hasta el punto de que casi habíamos alcanzado la altura de la hoguera de los piratas. La goleta hablaba, como dicen los marinos, y bien alto, además, cortando las olas con un rumor de espuma; tan fuerte, que fue preciso que yo mirara a través de la portañuela para explicarme cómo los guardianes no se habían alarmado. Pero un vistazo fue más que suficiente, aunque tampoco, en mi peligroso equilibrio, hubiera podido dar más: Hands y su compinche estaban empeñados en una lucha a muerte, cuerpo contra cuerpo, y cada uno de ellos aprisionaba con sus manos el cuello del otro.
Me dejé caer sobre el coraclo y a punto estuve de caer al mar. No había podido ver más que a aquellos dos furiosos contendientes con el rostro de ira, luchando bajo la lámpara humeante; y cerré mis ojos para que se acostumbrasen de nuevo a la oscuridad.
La canción de los piratas había terminado, finalmente, y toda aquella mermada pandilla, alrededor del fuego, entonaba ahora aquella otra que tantas veces yo había oído cantar en el "Almirante Benbow":
Ciertamente yo no conocía esas cualidades. No sabía gobernarlo; se atravesaba constantemente, y estoy convencido de que jamás hubiera alcanzado la goleta a no ser por el propio reflujo. Por fortuna, remase yo como quisiera, la marea me llevaba mar adentro y en ese camino la Hispaniola era un blanco difícil de no alcanzar. Al principio vi su silueta como una mancha más oscura aún sobre la oscuridad; después empecé a ver el limpio dibujo de sus mástiles y su casco, y antes de darme cuenta (pues cuanto más mar abierta alcanzaba, más rápida era la corriente), me encontré junto a su amarra y me así a ella.
La amarra estaba tan tirante como la cuerda de un arco, porque también el barco era forzado por la corriente que batía contra su casco en la oscuridad con el rumor de un riachuelo en las montañas. Un solo tajo con mi navaja y la Hispaniola sería arrastrada por la marea.
Recordé entonces que una amarra tirante, si es cortada de pronto, puede resultar tan peligrosa como la coz de un caballo. Si hubiera llegado a cometer la torpeza de cortarla, lo más probable hubiera sido que el latigazo nos enviara al coraclo y a mí por los aires.
Tratar de resolver este imprevisto, me detuvo; y al punto comprendí que no tenía solución. Pero la suerte volvió a serme propicia. Los suaves vientos que habían empezado a soplar del sur y del sureste cambiaron después de anochecer, y empecé a sentir la brisa del suroeste. En estas cavilaciones estaba, cuando un golpe de aire empujó la Hispaniola contra la corriente, y con indecible gozo vi que la amarra se aflojaba, y la mano con que la tenía asida se hundió en el mar.
Me decidí en un instante; saqué mi navaja, la abrí con los dientes y corté el trenzado hasta que el barco quedó sujeto sólo con dos hilos. Me detuve, esperando para dar el último tajo a que de nuevo soplara el viento.
Durante toda esta faena yo había estado escuchando voces que venían del camarote; no les había prestado mucha atención, porque mi pensamiento estaba ocupado por completo en mi tarea. Pero en aquel momento, en el silencio, aguardando, no pude dejar de prestar atención. Una de las voces era la del timonel, Israel Hands, el que en tiempos fuera artillero de Flint. La otra era, por supuesto, la de mi ya conocido bandido del gorro rojo. Deduje que ambos habían bebido en exceso y que aún seguían emborrachándose; pues mientras yo atendía a sus palabras, uno de ellos, lanzando un grito propio de borracho, abrió la portañuela de popa y arrojó al agua lo que supuse una botella vacía. Pero no sólo estaban embriagados, sino que era evidente que se mostraban furiosos. Escuché una sarta de maldiciones y hasta en algún momento tales expresiones de cólera, que pensé que acabarían riñendo. El altercado pareció aplacarse y las voces empezaron a suavizarse; de nuevo pelearon, y de nuevo volvieron a apaciguar sus ánimos.
Yo veía en la lejanía, en tierra, el resplandor de la gran hoguera que iluminaba por entre los árboles. Alguno cantaba una vieja, apagada y monótona canción marinera, con un quiebro al final de cada verso, y que al parecer era interminable, o al menos dependía tan sólo de la paciencia del cantor. Yo ya la había escuchado muchas veces durante la travesía, y recordaba aquellas palabras:
"… y sólo uno quedó
de setenta y cinco que zarparon."
Sentí entonces un golpe de viento; la goleta viró y pareció alejarse hacia la oscuridad; noté que se aflojaba la amarra, y, con un golpe de navaja, corté los últimos hilos.
Fui arrastrado contra la proa de la Hispaniola. La goleta empezó a virar lentamente sobre sí misma, impulsada por la corriente. Me afané como llevado por todos los demonios, pues sabía que en cualquier momento podía irme a pique; vi que no podía evitar que el coraclo chocara contra el casco del barco, y traté de llevarlo hacia popa. Conseguí salvar el choque con mi peligrosa vecina, pero en el mismo instante en que daba el último empujón mis manos tropezaron con un cabo que arrastraba colgando desde la toldilla. Inconscientemente me agarré a él.
No sabría decir por qué lo hice. Fue un acto instintivo; pero una vez que tuve bien cogido aquel cabo, y comprobé que estaba firme, la curiosidad, como siempre, pudo más que cualquier otra consideración, y trepé para echar una mirada por la portañuela de popa.
Fui cobrando el cabo hasta que juzgué que estaba lo suficientemente cerca, y con bastante peligro me balanceé hasta que pude ver el techo y parte del interior del camarote.
En aquel momento la goleta y su pequeña rémora se deslizaban ya velozmente por la mar, hasta el punto de que casi habíamos alcanzado la altura de la hoguera de los piratas. La goleta hablaba, como dicen los marinos, y bien alto, además, cortando las olas con un rumor de espuma; tan fuerte, que fue preciso que yo mirara a través de la portañuela para explicarme cómo los guardianes no se habían alarmado. Pero un vistazo fue más que suficiente, aunque tampoco, en mi peligroso equilibrio, hubiera podido dar más: Hands y su compinche estaban empeñados en una lucha a muerte, cuerpo contra cuerpo, y cada uno de ellos aprisionaba con sus manos el cuello del otro.
Me dejé caer sobre el coraclo y a punto estuve de caer al mar. No había podido ver más que a aquellos dos furiosos contendientes con el rostro de ira, luchando bajo la lámpara humeante; y cerré mis ojos para que se acostumbrasen de nuevo a la oscuridad.
La canción de los piratas había terminado, finalmente, y toda aquella mermada pandilla, alrededor del fuego, entonaba ahora aquella otra que tantas veces yo había oído cantar en el "Almirante Benbow":
Quince hombres sobre el cofre del muerto,
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
¡Y una botella de ron!
¡Y una botella de ron!
El ron y Satanás se llevaron al resto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
¡Y una botella de ron!
[...]¡Y una botella de ron!
Versión de David Chericián
1 El coracle o coraclo es un primitivo bote ligero, cuya forma permite llevarlo a la espalda. Mide unos 2 m. y está fabricado con cuero sobre un armazón de mimbre. La velocidad máxima es de unos 16 km/h y es una embarcación unipersonal. Su mayor inconveniente es la inestabilidad en el agua: hay que ser un experto navegante para mantener el control con un solo remo en forma de pala.
Pobre aquél, que, en su infancia, no lo haya leído...
ResponderEliminarO en su adolescencia, o en su madurez... Es igual, en todos momentos sirve y se disfruta, de distinta forma cada vez, pero se disfruta.
ResponderEliminarBien escrito para todas las etapas. Sí.
ResponderEliminarLeyendo estas aventuras podemos volver a sentirnos niños por un momento, cosa muy importante y hasta imprescindible.
ResponderEliminarTodas las novelas tienen algo de "aventura" ¿no?, la vida es una aventura también:) Qué bueno que hayas traído el fragmento.
ResponderEliminarHabrá más fragmentos de las llamadas novelas de aventuras.
ResponderEliminarHasta encontrar el tesoro...
ResponderEliminarEl tesoro son los propios relatos.
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