estrella,
parecías
para siempre
enterrada
en el metal: oculto,
tu diabólico
fuego.
Un día
golpearon
en la puerta
minúscula:
era el hombre.
Con una
descarga
te desencadenaron,
viste el mundo,
saliste
por el día,
recorriste
ciudades,
tu gran fulgor llegaba
a iluminar las vidas,
eras
una fruta terrible,
de eléctrica hermosura,
venías
a apresurar las llamas
del estío,
y entonces
llegó
armado
con anteojos de tigre
y armadura,
con camisa cuadrada,
sulfúricos bigotes,
cola de puerco espín,
llegó el guerrero
y te sedujo:
duerme,
te dijo,
enróllate,
átomo, te pareces
a un dios griego,
a una primaveral
modista de París,
acuéstate
en mi uña,
entra en esta cajita,
y entonces
el guerrero
te guardó en su chaleco
como si fueras sólo
una píldora
norteamericana,
y viajó por el mundo
dejándote caer
en Hiroshima.
Despertamos.
La aurora
se había consumido.
Todos los pájaros
cayeron calcinados.
Un olor
de ataúd,
gas de las tumbas,
tronó por los espacios.
Subió horrenda
la forma del castigo
sobrehumano,
hongo sangriento, cúpula,
humareda,
espada
del infierno.
Subió quemante el aire
y se esparció la muerte
en ondas paralelas,
alcanzando
a la madre dormida
con su niño,
al pescador del río
y a los peces,
a la panadería
y a los panes,
al ingeniero
y a sus edificios,
todo
fue polvo
que mordía,
aire
asesino.
La ciudad
desmoronó sus últimos alvéolos,
cayó, cayó de pronto,
derribada,
podrida,
los hombres
fueron súbitos leprosos,
tomaban
la mano de sus hijos
y la pequeña mano
se quedaba en sus manos.
Así, de tu refugio,
del secreto
manto de piedra
en que el fuego dormía
te sacaron,
chispa enceguecedora,
luz rabiosa,
a destruir las vidas,
a perseguir lejanas existencias,
bajo el mar,
en el aire,
en las arenas,
en el último
recodo de los puertos,
a borrar
las semillas,
a asesinar los gérmenes,
a impedir la corola,
te destinaron, átomo,
a dejar arrasadas
las naciones,
a convertir el amor en negra pústula,
a quemar amontonados corazones
y aniquilar la sangre.
Oh chispa loca,
vuelve
a tu mortaja,
entiérrate
en tus mantos minerales,
vuelve a ser piedra ciega,
desoye a los bandidos,
colabora
tú, con la vida, con la agricultura,
suplanta los motores,
eleva la energía,
fecunda los planetas.
Ya no tienes
secreto,
camina
entre los hombres
sin máscara
terrible,
apresurando el paso
y extendiendo
los pasos de los frutos,
separando
montañas,
enderezando ríos,
fecundando,
átomo,
desbordada
copa
cósmica,
vuelve
a la paz del racimo,
a la velocidad de la alegría,
vuelve al recinto
de la naturaleza,
ponte a nuestro servicio,
y en vez de las cenizas
mortales
de tu máscara,
en vez de los infiernos desatados
de tu cólera,
en vez de la amenaza
de tu terrible claridad, entréganos
tu sobrecogedora
rebeldía
para los cereales,
tu magnetismo desencadenado
para fundar la paz entre los hombres,
y así no será infierno
tu luz deslumbradora,
sino felicidad,
matutina esperanza,
contribución terrestre.
Para atómico, él mismo.
ResponderEliminarNo repetiré lo de poeta excesivo porque lo he dicho muchas veces, pero tengo más definiciones: abarcador, totalizador, cósmico. Adjetivos más pequeños no me salen.
ResponderEliminarSideral? Grandilocuente?
ResponderEliminarEn su casa en Isla Negra, entre sus locas decoraciones y colecciones de mascarones, caracoles y botellas, Don Pablo vivía a lo grande, tendía al exceso, su visión y su vida eran así, eran eso.
Me acuerdo del escritorio en el que escribía, al que hizo montar junto al enorme ojo de buey que tenía como ventanal: un madero que sería de algún barco y que el mar había dejado en su playa, con forma de rayo de bordes astillados, al que hizo lustrar y ponerle patas...
Pero igual siempre algo conmueve de él: "...todo fue polvo que mordía,aire asesino." Un grande.
Enorme, y lo que cuentas le define perfectamente.
ResponderEliminarCuando vengan a Buenos Aires péguense una vuelta por Chile y por Isla Negra en particular.
ResponderEliminarEl culo del mundo tiene sus variados atractivos.
Le ponía pasión.
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