"¡Me divertí como loca!", dijo Monna Lisa con su voz de falsete, y ante ella se extasiaron reverentes los imbéciles en coro de ranas boquiabiertas. Su risa dominaba los salones del palacio como el chorro solista de una fuente insensata. (Esa noche en que las aguas de amargura penetraron hasta mis huesos.)
"¡Me divertí como loca!" Yo asistía a la reunión en calidad de representante del espíritu, y recibía a cada paso los parabienes, los apretones de mano, los canapés de caviar y los cigarrillos, previa exhibición de mis credenciales. (En realidad había ido solamente por ver a Monna Lisa.) "¿Qué pinta usted por ahora?" Los monstruos de brocado y pedrería iban y venían en el acuario de humo, de arrayán venenoso y gorgoritos. Ciego de cólera y haciendo brillar mis linternas de fósforo en la sombra, quise atraer la atención de Monna Lisa hacia las grandes profundidades. Pero ella sólo picaba en anzuelos superficiales, y los elegantes de verbo ampuloso la devoraban con los ojos.
"¡Me divertí como loca!" Finalmente tuve que esconderme en un rincón de la fiesta, rodeado por falsos discípulos, con mi vaso de cicuta en la mano. Una señora de edad se acercó para decirme que quería tener en su casa algo mío: un pastel de sorpresa para su próximo banquete, una tina de baño con llave mezcladora para el agua caliente, o unas estatuas de nieve, como esas tan lindas que Miguel Ángel modela los inviernos en el palacio Médicis. En mi calidad de representante del espíritu ignoré cortésmente todas las insinuaciones de la señora, pero la asistí en su parto de difíciles ideas. Me quedé un rato más, hasta apurar las heces de mi último jaibol y tuve ocasión de despedirme de Monna Lisa. En el umbral de la puerta, con el rostro perdido en su abrigo de pieles, me confesó sinceramente, así entre nos, que se había divertido como loca.
"¡Me divertí como loca!" Yo asistía a la reunión en calidad de representante del espíritu, y recibía a cada paso los parabienes, los apretones de mano, los canapés de caviar y los cigarrillos, previa exhibición de mis credenciales. (En realidad había ido solamente por ver a Monna Lisa.) "¿Qué pinta usted por ahora?" Los monstruos de brocado y pedrería iban y venían en el acuario de humo, de arrayán venenoso y gorgoritos. Ciego de cólera y haciendo brillar mis linternas de fósforo en la sombra, quise atraer la atención de Monna Lisa hacia las grandes profundidades. Pero ella sólo picaba en anzuelos superficiales, y los elegantes de verbo ampuloso la devoraban con los ojos.
"¡Me divertí como loca!" Finalmente tuve que esconderme en un rincón de la fiesta, rodeado por falsos discípulos, con mi vaso de cicuta en la mano. Una señora de edad se acercó para decirme que quería tener en su casa algo mío: un pastel de sorpresa para su próximo banquete, una tina de baño con llave mezcladora para el agua caliente, o unas estatuas de nieve, como esas tan lindas que Miguel Ángel modela los inviernos en el palacio Médicis. En mi calidad de representante del espíritu ignoré cortésmente todas las insinuaciones de la señora, pero la asistí en su parto de difíciles ideas. Me quedé un rato más, hasta apurar las heces de mi último jaibol y tuve ocasión de despedirme de Monna Lisa. En el umbral de la puerta, con el rostro perdido en su abrigo de pieles, me confesó sinceramente, así entre nos, que se había divertido como loca.
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