viernes, 12 de agosto de 2016

Paseo de los tristes (*) - Javier Egea - España


Ah, qué bien comprendo, mudo
frente al húmedo rumor del viento,
aquí donde Roma se transforma
entre cipreses cansadamente
la inscripción de otra alma
que habla de Shelley...
(Las cenizas de Gramsci)

Entonces,
             en aquella ciudad
o en la intuición primera, vaga, de su cuerpo,
el pensamiento aún flotaba en bucólicos careos,
en versos aprendidos sin historia
y no era posible amar
entre unas calles donde todo era sucio,
carne sin brillo,
cuando aún en el mar, la nube y las espigas
sin historia y sin tiempo, vanos,
estábamos durmiendo
                              o ignorando
esa gota de sangre que cuelga del amor
-su blanco cuello herido-,
ignorando la clase oscura en que nacimos,
sin consciencia de naves hundidas,
de rubios naúfragos,
condenados a vivir una historia perdida
de explotación y soledad, de muerte enamorada,
sin saberlo.

Y sin embargo,
entre los autobuses, el gentío,
en la dulce ignorancia,
fue creciendo una luz
que nos hizo sentir un crujido brillante
después que allí, en la sórdida pensión
donde siempre se asilan viajeros sin destino,
gentes oscuras,
en un lugar sin esperanza,
dos cuerpos se sintieron indefensos
sudando en el asombro de la primera felicidad.

Era cuando diciembre desplegado en la lluvia
se adueñaba de parques y avenidas,
poniendo en los aleros, en los patios
un metálico chapoteo,
un baile de sorpresas poderosas,
dejando por los labios recién aprendidos
la caricia de un húmedo silencio
-los inaugurados caminos del corazón-,
cuando aún en los hombros persistía la vida,
su mordisco sincero, su lengua sabia,
su saliva casi susurrante.

Perso sucede que también fue entonces
-en estas mismas calles
donde se han ido acumulando
más humo, más dolor o más conciencia,
donde hicimos un hueco en la miseria
de los portales en penumbra-
cuando -dichosos y asombrados burgueses-
también sentimos la primera muerte,
la irreversible palpitación.
Muertos el mismo día del amor,
nosotros, los más jóvenes,
los dominadores de ojos tímidos,
los pálidos vencidos desde aquella ocasión,
inconscientes y bellos, cintura con cintura.

Por eso hoy, aquí,
                        en la estación
donde se esfuman todas las presencias,
entre un turbio vapor que zarandea,
parece que perduren las mismas señales de la despedida,
los mismos e indescifrables y grises mozos,
el olor rancio de la espera
y muchachas que aún lloran y soldados.

Es el viejo andén:
ese espacio obligado para el conocimiento,
de donde nacen todas las poesías,
las músicas oscuras,
estos largos paseos de diciembre
encaminados a viejos lugares
que hoy toman otra luz:
ese brutal deslumbramiento de todo lo perdido,
hoy, cuando en otro diciembre más maduro,
un aire demasiado familiar,
con su cansada compañía,
nos va diciendo que a pesar de todo
hay que seguir en pie.

Y algo que ya conoces te adentra en la ciudad:
es la luz que producen la muerte
o el vicio de recuerdo
-sus conocidos rituales-
y que desde los vastos dominios de su oscuro poder
nos va volviendo solitarios, merodeadores,
husmeantes criaturas en busca del aroma diferente,
pendientes de algún día que vuelva a despojarnos,
de un rachazo distinto, inesperado
como el primer amor.
(Ah, cómo toman sentido con sus labios
los carteles del cine,
esa espalda con lluvia al volver de la esquina,
este olor a diciembre;
cómo comprendo hoy
que haya un paisaje terco de ventanas que velan,
de puentes derrumbados,
haya una especie de frialdad brillante
forzando el paso;
ah, qué bien comprendo
ahora
aquel vientre tensado en el gozo,
aquella urgencia dulce de la primera vez.)

Mirad cómo se cruzan estas gentes desconocidas,
cómo se pierden en un fondo grisáceo
poblado de farolas y de solemnidad
como un réquiem.
Flota en este lugar
un aire de posible belleza, de miseria real,
un cierto aprendizaje de burdos poderíos,
un aroma de desclasamiento
y también un extraño deseo.

Mirad sus ropas, su fingida grandeza:
van de regreso como de costumbre
hacia los torpes refugios que vende el capital
a cambio de silencio.
Es posible que ellos, algún día,
también sintiesen aquel desgarramiento
y el terror de saberse extinguidos
les dejó para siempre en el rostro
su cómplice desprecio.
Porque ellos, en la avenida principal
con su lujo de asfaltos y luces,
también mueren de soledad
aunque confusamente promiscuídos
en la misma derrota.

Ahora,
cuando uno ya es menos dogmático,
se aprecia con la fuerza de quien ha resistido,
con la luz clandestina del dolor,
y percibes sus tonos añiles,
su rancia mansedumbre,
mientras los sientes caminar
hacia una sorda lejanía
y la noche se hace más honda
y sigues adelante.

Atrás se van quedando
los espectrales monumentos
donde el mundo esculpiera su fracaso,
las estatuas que alzan el antiguo delirio,
estratégicamente perdidas, insomnes en sus bronces,
bajo los ojos sin piedad
del águila varada que corona la Banca
y que también entre sus garras
muestra el embate del verdín,
las grietas que revelan su futuro,
su inevitable corrupción.

Ahora,
cuando ya no se entiende
ninguna forma de dominio,
mirad cómo se agranda la muerte
más nítida que nunca,
sin niños ni palomas ni vendedores de marihuana,
cuando ya se marcharon
las últimas muchachas junto a la fuente,
en las cercanías de la plaza
sin nadie en estas horas, desolada:
aquí también es tarde para la vida
y desde las calles que suben a míticas ruinas
-de un tiempo
en el que aún las gentes se humillaban
y extraños personajes ascendidos a dueños
vivían de su sudor-
un viento helado te alcanza,
te recuerda de nuevo su cuerpo,
las citas, el jadeo
de aquel diciembre enamorado.

Todas las plazas tienen olor de espera,
todas las plazas abren un respiro fingido,
adornado con árboles en poda, lluvias interminables
por donde cada corazón se tambalea
y va dejando huellas de cigarros,
pisadas sin amor,
restos de soledad sobre los bancos públicos
que sin embargo ofrecen reposo, intimidad...
mientras algún chillido de un pájaro alarmado
anuncia la presencia del río,
las oscuras espumas,
sus orillas con gatos que huyen
hacia los negros sumideros de la ciudad.

¿Quién de nosotros
-los que ya nada poseemos
sino el deshabitado extravío de la conciencia-,
en una de estas noches sin tregua
no ha sentido esa sorda pasión,
no ha sentido el lejano temblor
y brillar por encima del cauce
otra clase de luz, otra esperanza?
¿O quienes
-de los que amaron y perecen-
no se saben perdidos y distintos ahora,
casi románticos,
cuando se estrecha el corazón
y el pretil no es apoyo sino larga frialdad,
sino cabalgadura de un sueño malherido,
envuelto en su neblina traspasada de lluvia,
con esa luz amarillenta
que campanadas centinelas
hecen temblar?

No es posible el olvido en esta calle
en donde aún alienta y se entreabre
la aventura borrosa de aquellos labios jóvenes,
inaprensibles en la vieja estrechez,
y sin embargo,
va subiendo del río un rumor de pañuelos,
de manos desprendidas sin razones oscuras,
un vapor que nos habla de futuros andenes
donde también perecerá el recuerdo,
o al menos otra piel,
otro cuerpo que también resistió,
otros labios acaso menos bellos
den sentido a esta otra soledad,
a esta nueva plaza desierta
compañera de un río
que en extrañas crecidas de la luz
preludia el alba.

Al fondo crece un bosque en talud
bajo la inútil defensa de las torres
por donde aún penetrará la muerte,
como una nube turbia,
invadiendo el recinto que guarda la nostalgia
de todo corazón extraviado en el amor,
en todas las ciudades
que muestarn con su historia su eterna soledad.

Por eso hoy, aquí,
mientras destiñe el cielo sobre los troncos húmedos,
una secreta vecindad de gentes
extenuada tras el sueño
se oye vomitar en los lavabos
con ese miserable ritual
en que comienzan todas las jornadas.

Y todo esto duele como la incertidumbre.
Pero en la soledad sin amor del merodeo
algo aprendimos, algo sabemos ya
que el idealismo ignora -pero teme-
y que los grandes vanos
de un edificio en construcción enseñan, sin pudor,
tan cerca del pretil:
que estas herramientas apaciguadas
hasta el amanecer, en su oscuro abandono,
serán las mismas que todo lo socaven
arrojando a las aguas crecidas
siglos sin luz, escombros, podredumbre.

Porque en la cansada claridad
de un regreso imposible,
lo dolorosamente comprendido
-bello y terrible ahora-
es que el río que abajo se atropella
poblado de cadáveres,
de cuerpos demasiado familiares,
de rostros nítidamente reconocidos,
no sólo lleva desperdicios, sudor, explotación,
sino que en los oscuros raíles del agua,
en su otra belleza revolucionaria
-como si un nuevo andén-,
mueve otra cierta sensación:
que ha de perderse un día para siempre
este tiempo burgués del extreminio
que, ahora,
enseña su esplendor envejecido
en las ojeras grises de un alba sin amor.

Y yo, coleccionista de diciembres helados,
hombre sin luz,
en la desesperada embriaguez del recuerdo,
abatido en las aguas que no cesan de madrugar,
también me siento triste, extenuado,
y siento demasiada torpeza en estos pasos
o quizá demasiado dominio en este viento
que invade el corazón
y demasiada soledad sin duda.

También era diciembre, también amanecía,
también en la corriente poderosa
he de sentir su cuerpo, sin vida, junto a mí.
De Paseo de los Tristes, 1982

(*) Mientras escribía los versos de este libro escuché con frecuencia música de réquiem: fue precisamente el Réquiem de Fauré el que mantuvo la coherencia tonal de este poema. (N. del A.)

Réquiem - Gabriel Fauré 
The Paris Comservatoire Orchestra, 1963 
André Cluytens: director 
Victoria de los Ángeles: soprano 
Dietrich Fischer-Dieskau: barítono 
Choeurs Elisabeth Brasseur 
Henriette Puig-Roget: órgano 
1. Introite et Kyrie 
2. Offertoire 
3. Sanctus 
4. Pie Jesu 
5. Agnus Dei 
6. Libera me 
7. In Paradisum

4 comentarios:

  1. Alta poesía. No se ahorró poesía. Cada fragmento y toda ella merecen varias por no decir innumerables lecturas. Cada verso es un paso por ese Paseo, todos impecablemente dados, escritos y percibidos. Eso. Tiene mucha percepción de todo lo vivido. De hecho me parece un paseo por la historia que no le conozco al poeta, un paseo por lo vivido y anhelado.

    Agendado, para no irme de aquí por un buen rato. Por ese Paseo de los Tristes Agostina seguro querría guiarnos.

    Párrafo aparte para el Réquiem que me deja también sin palabras.

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  2. Poesía de la experiencia y del paso del tiempo. Alta poesía, como dices. Para leer pausada y repetidamente, como paseando.

    El poema lo saqué de una antología llamada "La otra sentimentalidad", preparada por Francisco Díaz de Castro.
    En la contraportada se puede leer:

    "A principios de los ochenta un grupo de jóvenes poetas granadinos unidos por la amistad y el compromiso político acuñaron el concepto de la otra sentimentalidad para dar a conocer una alternativa poética basada en la concepción radicalmente histórica de los sentimientos y el carácter ideológico de la literatura. Declarados herederos de Antonio Machado, de Rafael Alberti, de los poetas anglosajones, de Bertolt Brecht, Pier Paolo Pasolini y los poetas del cincuenta, los poetas de la otra sentimentalidad... denunciaban el engaño de la sinceridad del sujeto poético tradicional y la ideología de la poesía entendida como confesión directa de la intimidad y de los sentimientos..."

    Poesía en ciertos aspectos y en ciertos autores quizá pelín lastrada (para mi gusto) por las doctrinas marxistas, pero allá cada cual, gran poesía, en todo caso.

    En la antología aparecen los granadinos Álvaro Salvador, Javier Egea, Antonio Jiménez Millán, Luis García Montero y Teresa Gómez, las cordobesas Ángeles Mora e Inmaculada Mengíbar y el madrileño Benjamín Prado. De todos ellos hay, o habrá, algún poema en este blog.

    El Requiem de Fauré es una genialidad.

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  3. Gran poesía, con todas las letras, muy paseada por el Paseo y por la vida y por la condición humana.

    De los poetas que mencionas creo que algo he leído de algunos, excepto de Teresa Gómez, Inmaculada Mengíbar y Álvaro Salvador. A buscar su poesía pero con la linterna de este malogrado poeta, me entero, Javier Egea.

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