viernes, 11 de octubre de 2013

Fragmento de Cara - Alice Munro (Premio Nobel de Literatura 2013) - Canadá


    Caí en la cuenta de que no volvería a ver a Nancy muy poco a poco. Al principio estaba enfadado con ella y no me importó. Después, cuando preguntaba por ella, mi madre debía de distraerme con una respuesta vaga, para no recordar ni recordarme la angustiosa escena. Seguro que fue entonces cuando empezó a pensar en serio en enviarme al colegio. Creo que me instalaron en Lakefield aquel mismo otoño. Probablemente mi madre sospechaba que cuando me acostumbrase a estar en un colegio de chicos el recuerdo de haber tenido una compañera de juegos se iría difuminando y me parecería algo indigno, incluso ridículo.

    El día después del funeral de mi padre mi madre me sorprendió al preguntarme si la llevaría a cenar afuera (por supuesto, ella me llevaría a mí), a un restaurante a orillas del lago, a varios kilómetros de allí, donde esperaba que no hubiera nadie conocido.
   -Tengo la sensación de llevar toda la vida encerrada en esta casa –dijo-. Necesito tomar aire.
    En el restaurante miró discretamente a su alrededor y anunció que no conocía a nadie.
    -¿Te tomas una copa de vino conmigo?
    ¿Habíamos recorrido toda aquella distancia para que ella pudiera beber vino en público?
    Cuando llegó el vino y pedimos la cena, dijo:
    -Hay algo que creo que deberías saber.
    Esta puede ser una de las frases más desagradables que puede escuchar una persona. Existen muchas probabilidades de que lo que deberías saber te resulte gravoso, y de que se insinúe que otras personas han tenido que soportar la carga mientras que tú te has librado todo ese tiempo.
    -¿Que mi padre no es mi verdadero padre? –dije-. ¡Yupi!
    -No seas bobo. ¿Te acuerdas de tu amiguita Nancy?
    La verdad es que tardé unos momentos en acordarme. Después dije:
    -Vagamente.

  En aquella época todas las conversaciones con mi madre parecían requerir una estrategia. Tenía que mostrarme desenfadado, gracioso, indiferente. En su rostro y su voz había un dolor latente. Nunca se quejaba de su situación, pero en las historias que me contaba había tantas personas inocentes y maltratadas, tantas atrocidades, que se suponía que yo debía volver como mínimo apesadumbrado con mis amigos y mi afortunada vida.
    Yo no estaba dispuesto a colaborar. Posiblemente lo único que mi madre quería era alguna muestra de compasión, o tal vez de ternura física. Yo no podía dársela. Era una mujer maniática, aún no maltrecha por la edad, pero yo la rehuía como si comportara un riesgo de depresión pertinaz, como un hongo contagioso. Rehuía sobre todo cualquier alusión a mi desgracia, que a mí me parecía que ella valoraba de una forma especial, la atadura de la que yo no podía librarme, que tenía que reconocer, que me unía a ella desde la cuna.
    -Probablemente te habrías enterado si estuvieras más en casa -dijo-. Aunque ocurrió poco después de que te enviáramos al colegio.
    Nancy y su madre se fueron a vivir a un apartamento propiedad de mi padre, en la plaza. Allí, una mañana de otoño, la madre de Nancy encontró a su hija en el cuarto de baño, empuñando una cuchilla de afeitar y cortándose una mejilla. Había sangre en el suelo y en el lavabo y Nancy se había salpicado por todas partes. Pero no cedió en su propósito ni dio ningún grito de dolor.
    ¿Cómo sabía mi madre todo aquello? Solo puedo creer que fue un drama conocido en la ciudad, sobre el que supuestamente había que correr un velo, pero demasiado sangrante y sangriento para no contarlo con detalle.
    La madre de Nancy envolvió a su hija en una toalla y consiguió llevarla al hospital. En aquella época no había ambulancias. Probablemente paró un coche en la plaza. ¿Por qué no llamó por teléfono a mi padre? Da igual, no lo hizo. Los cortes no eran profundos ni la pérdida de sangre demasiado grande, a pesar de las salpicaduras; no habían afectado ningún vaso sanguíneo importante. La madre no paraba de reprender a la niña y de preguntarle si estaba bien de la cabeza.
    “A mí tenía que caerme una hija como tú”, decía una y otra vez.
    -Si en aquellos tiempos hubiera habido trabajadores sociales, seguro que a esa pobre criatura la hubieran internado en un centro de acogida de menores -dijo mi madre-. Era en la misma mejilla. Como la tuya.
    Intenté guardar silencio, fingir que no sabía de qué me estaba hablando, aunque debía decir algo.
    -Tenía pintura por toda la cara.
    -Sí. Pero esta vez lo hizo con más cuidado. Se cortó solo una mejilla, intentando parecerse lo más posible a ti.
    En esta ocasión conseguí no responder.
    -Si hubiera sido chico habría sido diferente, pero para una chica es terrible.
    -Hoy en día la cirugía plástica hace cosas increíbles.
   -Sí, bueno. Quizá consigan hacer algo. -Un momento después añadió-: Qué sentimientos tan profundos. Los que tienen los niños.
    -Lo superan.
   Mi madre dijo que no sabía qué había sido de ellas, ni de la madre ni de la hija. También de que se alegraba de que yo nunca hubiera preguntado nada, porque le habría horrorizado tener que contarme algo tan penoso cuando yo era todavía pequeño.
No sé si guardará alguna relación con algo, pero he de decir que mi madre cambió por completo cuando ya era muy anciana. No paraba de soltar disparates, como que mi padre había sido un magnífico amante y ella “una chica bastante mala”.
    Sostenía que yo debería haberme casado con “esa chica que se cortó la cara” porque ninguno de los dos podría haberse sentido más orgulloso que el otro de haber hecho una buena obra. Cada uno sería igual de repulsivo que el otro, decía con sorna.
    Yo estaba de acuerdo. Entonces empecé a quererla bastante.

  Hace unos días me picó una avispa mientras recogía unas manzanas podridas de debajo de uno de los viejos árboles. Me picó en un párpado, que se me cerró rápidamente. Fui en el coche al hospital, valiéndome del otro ojo (el hinchado era el del lado “bueno” de mi cara) y me sorprendió que me dijeran que tenía que pasar la noche ingresado. El motivo era que cuando me pusieran la inyección tendrían que vendarme los dos ojos, para evitar que forzara el otro, con el que veía bien. Pasé lo que suelen llamar una mala noche, me desperté muchas veces. Nunca hay demasiada tranquilidad en los hospitales, naturalmente, y en el poco tiempo que estuve sin ver me dio la impresión de que se me agudizaba el sentido del oído. Cuando oí unas pisadas en mi habitación supe que eran de una mujer, y me pareció que no era una enfermera. Sin embargo, cuando dijo “Está despierto. Bien. Vengo a leerle”, pensé que me había equivocado, que sí era una enfermera. Estiré un brazo, creyendo que iba a leerme las llamadas constantes vitales.
    -No, no -dijo ella con su firme vocecita-. He venido a leerle un libro, si le apetece. A algunas personas les gusta. Se aburren de estar tumbadas con los ojos cerrados.
    -¿Quién elige? ¿Ellas o usted?
    -Ellas, pero a veces yo les recuerdo algo. Intento recordarles alguna historia de la Biblia, alguna parte de la Biblia de la que se acuerden. O algún cuento de cuando eran pequeños. Siempre traigo un montón de cosas.
    -A mí me gusta la poesía.
    -No parece demasiado entusiasmado.
   Me di cuenta de que era verdad, y sabía por qué. He leído poesía en voz alta, por la radio, y he escuchado leer a otras voces educadas, y hay algunas formas de leer con las que me siento cómodo y otras que detesto.
    -Entonces podríamos jugar a un juego -dijo ella, como si yo se lo hubiera explicado, cosa que no había hecho-. Yo le leo un par de versos, me callo y vemos si usted puede recitar el siguiente. ¿Le parece bien?
    Pensé que a lo mejor era una chica muy joven, deseosa de despertar interés, de tener éxito en ese trabajo.
    Le contesté que me parecía bien, pero que nada en inglés antiguo.
   -“Estaba el rey en Dunfermline…” -empezó a decir, como esperando respuesta.
    -“Bebiendo vino del color de la sangre…” -continué, y seguimos de buena gana. Ella leía bastante bien, aunque a una velocidad infantil, como para lucirse. Empezó a gustarme el sonido de mi voz, y de vez en cuando me permitía una pequeña floritura teatral.
    -Qué bonito -dijo ella.
    -“Te mostraré dónde crecen los lirios / en las riberas de Italia…”
   -¿Es “crecen” o “nacen”? -dijo-. No tengo ningún libro donde salga ese poema. Pero debería acordarme. Da igual; es precioso. Siempre me gustó su voz por la radio.
    -¿En serio? ¿Me escuchaba?
    -Claro. Y mucha gente.
   Dejó de apuntarme versos y yo tomé la delantera. Ya se pueden imaginar. “La playa de Dover”, “Kubla Khan”, “Viento del oeste”, “Los cisnes salvajes”, y “Juventud condenada”. Bueno, quizá no todos, y quizá no enteros.
  -Está usted sofocado -dijo. Su pequeña mano se posó rápidamente en mi boca. Y después su cara, un lado de su cara, en la mía-. Tengo que irme. Sólo otro antes de marcharme. Se lo voy a poner más difícil, porque no voy a empezar por el principio.
    -“Nadie largo tiempo te llorará / por ti rezará, te extrañará. / Tu lugar ha quedado libre…”
    -No lo había oído nunca –dije.
    -¿Seguro?
    -Seguro. Usted gana.
    Yo había empezado a sospechar algo. Ella parecía distraída, un poco molesta. Oí el reclamo de los gansos que sobrevolaban el hospital. En esta época del año hacen prácticas de vuelo, y después los vuelos se prolongan cada vez más hasta que un día los gansos se marchan. Estaba despertándome, con esa sensación de sorpresa e indignación que sigue a un sueño convincente. Quería dar marcha atrás y que ella pusiera su cara contra la mía, Su mejilla en la mía. Pero los sueños no son tan complacientes.

    Cuando recuperé la vista y volví a casa busqué los versos con los que ella me había dejado en mi sueño. Repasé un par de antologías y no los encontré. Empecé a sospechar que los versos no eran de ningún poema de verdad, sino que habían sido inventados en el sueño, para confundirme.
    ¿Inventados por quién?
    Pero más entrado el otoño, un día que estaba preparando unos libros viejos para donarlos a una venta benéfica, se me cayó un papel pardusco, con unos versos escritos a lápiz. No era la letra de mi madre, y difícilmente podría haber sido la de mi padre.  Entonces, ¿de quién? Quienquiera que fuera había escrito el nombre del autor al final. Walter de la Mare. Sin título. No conozco demasiado bien las obras de ese autor, pero era probable que hubiese visto el poema en algún momento, quizá no en ese manuscrito sino en un libro de texto, y hubiese enterrado las palabras en las profundidades de mi cerebro. ¿Y por qué? ¿Solo para que me incordiaran, o que me incordiara el fantasma de una audaz mujer-niña, en un sueño?

No hay pesar
que el tiempo no cure,
pérdida ni traición
irremediable.
Bálsamo para el alma,
aún si la tumba
cercena
al amante del amado
y cuanto comparten.
Mira, brilla el sol,
pasado el aguacero;
las flores lucen su belleza,
¡qué hermoso día!
Que el amor y el deber
no te inquieten.
Los amigos largo tiempo alvidados
quizá te esperen allí donde
vida y muerte
todo igualan.
Nadie largo tiempo te llorará,
por ti rezará, te extrañará.
Tu lugar ha quedado libre,
tú ya no estás.

    El poema no me deprimió. Parecía corroborar de una forma extraña la decisión que ya había tomado de no vender la casa y quedarme.
    Algo había ocurrido allí. En la vida tienes unos cuantos sitios, o quizá solo uno, donde ocurrió algo, y después están todos los demás sitios.
    Por supuesto, sé que si me hubiera topado con Nancy -en el metro de Toronto, por ejemplo-, los dos con nuestras marcas bien reconocibles, lo más probable es que no hubiéramos pasado de una de esas conversaciones absurdas y embarazosas, con la enumeración de detalles autobiográficos inútiles. Yo me habría fijado en la mejilla retocada, casi normal, o en la cicatriz aún bien visible, pero seguramente no habría salido en la conversación. Quizá se habría hablado de hijos. No tan improbables en el caso de Nancy, retocada o no. De nietos, del trabajo. Quizá no tendría que haberle contado en qué consistía el mío. Asombrados, cordiales, muriéndonos de ganas de salir corriendo.
    ¿Creen que eso habría cambiado las cosas?
    La respuesta es: naturalmente, durante cierto tiempo, y jamás.
De Demasiada felicidad (2010)
Alice Munro

La escritora Alice Munro, maestra del relato corto, considerada como "la Chejov de Canadá", acaba de ser galardonada con el Premio Nobel de Literatura 2013 por "su estilo claro y de un realismo psicológico", según la Academia Sueca. Enhorabuena.

Era un castillo en el aire que podía suceder, pero probablemente no sucedería. Sabía que estaba en la carrera, sí, pero la verdad es que nunca pensaba que fuera a ganar, ha declarado Munro a The Canadian Press.

Está al nivel de los mejores, como Chejov, Maupassant y Borges, asegura Javier Marías.
Alberto Manguel, escritor y crítico argentino: Las grandes obras de la literatura universal son vastos panoramas globales o minúsculos retratos de la vida cotidiana. Alice Munro es el genio indiscutible de estas últimas, capaz de hacernos ver a través de una banal circunstancia toda la gama de nuestras pasiones y de nuestras pequeñas derrotas y victorias. 
Davil Homel, escritor y traductor estadounidense: Ella escribe sobre mujeres y para mujeres, pero no está demonizada por los hombres.

Alice Munro por boca de Sofía en "Demasiada felicidad": Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás, cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella.

Alice Munro sobre "Demasiada felicidad": Mientras lo escribía pensaba si Chéjov se habría enamorado de mí de haberme conocido. Creo que no, a los hombres no les gustan las mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz Olga Knipper que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible que yo le hubiera gustado.

6 comentarios:

  1. ¿Que opinarían al respecto Borges y Cortázar?

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  2. Aunque ninguno de los dos obtuvo el Nobel, y se lo merecían como nadie.

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  3. No la había leído en mi vida. Buena, no?

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  4. Tengo que confesar que yo tampoco. Lo único que he leído de esta autora es lo que he puesto en el post, o sea que he utilizado esta vez la "tecnica" de copiar y pegar.
    Creo que habrá que comenzar a leerla,l no se le llama Chejov a cualquiera, o dicho de otra forma "algo tendrá el agua cuando la bendicen".

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