sábado, 28 de julio de 2012

Fragmento de Concierto barroco - Alejo Carpentier - Cuba

Ilustración del Ospedale della Pietà en tiempos de Vivaldi
V

Desconfiada asomó la cara al rastrillo la monja tornera, mudándosele la cara de gozo al ver el semblante del Pelirrojo: -"¡Oh! ¡Divina sorpresa, maestro!" Y chirriaron las bisagras del portillo y entraron los cinco en el Ospedale della Pietà*, todo en sombras, en cuyos largos corredores resonaban, a ratos, como traídos por una brisa tornadiza, los ruidos lejanos del carnaval. -"¡Divina sorpresa!"- repetía la monja, encendiendo las luces de la gran Sala de Música que, son sus mármoles, molduras y guirnaldas, con sus muchas sillas, cortinas y dorados, sus alfombras, sus pinturas de bíblico asunto, era algo como un teatro sin escenario o una iglesia de pocos altares, en ambiente a la vez conventual y mundano, ostentoso y secreto. Al fondo, allá donde una cúpula se ahuecaba en sombras, las velas y lámparas iban estirando los reflejos de altos tubos de órgano, escoltados por los tubos menores de las voces celestiales. Y preguntábanse Montezuma y Filomeno a qué habían venido a semejante lugar, en vez de haberse buscado la juerga adonde hubiese hembras y copas, cuando dos, cinco, diez, veinte figuras claras empezaron a salir de las sombras de la derecha y de las penumbras de la izquierda, rodeando el hábito del fraile Antonio con las graciosas blancuras de sus camisas de olán, batas de cuarto, dormilonas y gorros de encaje. Y llegaban otras, y otras más, aún soñolientas y emperezadas al entrar, pero pronto piadosas y alborozadas, girando en torno a los visitantes nocturnos, sopesando los collares de Montezuma, y mirando al negro, sobre todo, a quien pellizcaban las mejillas para ver si no eran de máscara. Y llegaban otras, y otras más, trayendo perfumes en las cabelleras, flores en los escotes, zapatillas bordadas, hasta que la nave se llenó de caras jóvenes -¡por fin, caras sin antifaces!-, reidoras, iluminadas por la sorpresa, y que se alegraron más aún cuando de las despensas empezaron a traerse jarras de sangría y aguamiel, vinos de España, licores de frambuesa y ciruela mirabel. El Maestro -pues así lo llamaban todas- hacía las presentaciones: Pierina del violino... Cattarina del corneto... Bettina della viola... Bianca Maria organista... Margherita del arpa doppia... Giuseppina del chitarrone... Claudia del flautino... Lucieta della tromba... Y poco a poco, como eran setenta, y el Maestro Antonio, por lo bebido, confundía unas huérfanas con otras, los nombres de éstas se fueron reduciendo al del instrumento que tocaban. Como si las muchachas no tuviesen otra personalidad, cobrando vida en sonido, las señalaba con el dedo: Clavicémbalo... Viola da brazzo... Clarino... Oboe... Basso di gamba... Flauto... Organo di legno... Regale... Violino alla francese... Tromba marina... Trombone... Se colocaron los atriles, se instaló el sajón, magistralmente, ante el teclado del órgano, probó el napolitano las voces de un clavicémbalo, subió el Maestro al podium, agarró un violín, alzó el arco, y, con dos gestos enérgicos, desencadenó el más tremendo concerto grosso que pudieron haber escuchado los siglos -aunque los siglos no recordaron nada, y es lástima porque aquello era tan digno de oírse como de verse... Prendido el frenético allegro de las setenta mujeres que se sabían sus partes de memoria, de tanto haberlas ensayado, Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti -pues era él- se largó a hacer vertiginosas escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Haendel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo. -"¡Dale, sajón del carajo!"- gritaba Antonio. -"¡Ahora vas a ver, fraile putañero!"- respondía el otro, entregado a su prodigiosa inventiva, en tanto que Antonio, sin dejar de mirar las manos de Doménico, que se le dispersaban en arpegios y floreos, descolgaba arcadas de lo alto, como sacándolas del aire con brío gitano, mordiendo las cuerdas, retozando en octavas y dobles notas, con el infernal virtuosismo que le conocían sus discípulas. Y parecía que el movimiento hubiese llegado a su colmo, cuando Jorge Federico, soltando de pronto los grandes registros del órgano, sacó los juegos de fondo, las mutaciones, el plenum, con tal acometida en los tubos de clarines, trompetas y bombardas, que allí empezaron a sonar las llamadas del Juicio Final. -"¡El sajón nos está jodiendo a todos!"- gritó Antonio, exasperando el fortissimo. -"A mí ni se me oye"- gritó Doménico, arreciando en acordes. Pero, entre tanto, Filomeno había corrido a las cocinas, trayendo una batería de calderos de cobre, de todos tamaños, a los que empezó a golpear con cucharas, espumaderas, batidoras, rollos de amasar, tizones, palos de plumeros, con tales ocurrencias de ritmos, de síncopas, de acentos encontrados, que, por espacio de treinta y dos compases lo dejaron solo para que improvisara. -"¡Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Jorge Federico. - "¡Magnífico! ¡Magnífico!"- gritaba Doménico, dando entusiasmados codazos al teclado del clavicémbalo. Compás 28. Compás 29. Compás 30. Compás 31. Compás 32. -"¡Ahora!"- aulló Antonio Vivaldi, y todo el mundo arrancó sobre el Da capo, con tremebundo impulso, sacando el alma a los violines, oboes, trombones, regales, organillos de palo, violas de gamba, y a cuanto pudiese resonar en la nave, cuyas cristalerías vibraban, en lo alto, como estremecidas por un escándalo del cielo.
Acorde final. Antonio soltó el arco. Doménico tiró la tapa del teclado. Sacándose del bolsillo un pañuelo de encaje harto liviano para tan ancha frente, el sajón se secó el sudor. Las pupilas del Ospedale prorrumpieron en una enorme carcajada, mientras Montezuma hacía correr las copas de una bebida que había inventado, en gran trasiego de jarras y botellas, mezclando de todo un poco... En tal tónica se estaba, cuando Filomeno reparó en la presencia de un cuadro que vino a iluminar repentinamente un candelabro cambiado de lugar. Había ahí una Eva, tentada por la Serpiente. Pero lo que dominaba en aquella pintura no era la Eva flacuchenta y amarilla -demasiado envuelta en una cabellera inútilmente cuidadosa de un pudor que no existía en tiempos todavía ignorantes de malicias carnales-, sino la Serpiente, corpulenta, listada de verde, de tres vueltas sobre el tronco del Árbol, y que, con enormes ojos colmados de maldad, más parecía ofrecer la manzana a quienes miraban el cuadro que a su víctima, todavía indecisa -y se comprende cuando se piensa en lo que nos costó su aquiescencia- en aceptar la fruta que habría de hacerla parir con el dolor de su vientre. Filomeno se fue acercando lentamente a la imagen, como si temiese que la Serpiente pudiese saltar fuera del marco y, golpeando en una bandeja de bronco sonido, mirando a los presentes como si oficiara en una extraña ceremonia ritual, comenzó a cantar:

-Mamita, mamita,
ven, ven, ven.
Que me come la culebra,
ven, ven, ven.

-Mírale lo sojo
que parecen candela.
-Mírale lo diente
que parecen filé.

-Mentira, mi negra,
ven, ven, ven.
Son juego é mi tierra,
ven, ven, ven.

Y haciendo ademán de matar la sierpe del cuadro con un enorme cuchillo de trinchar, gritó:

-La culebra se murió,
Ca-la-ba-són,
Son-són.

Ca-la-ba-són,
Son-són.

-Kábala-sum-sum-sum -coreó Antonio Vivaldi, dando al estribillo, por hábito eclesiástico, una inesperada inflexión de latín salmodiado. Kábala-sum-sum-sum -coreó Doménico Scarlatti. Kábala-sum-sum-sum -coreó Jorge Federico Haendel. Kábala-sum-sum-sum -repetían las setenta voces femeninas del Ospedale, entre risas y palmadas. Y, siguiendo al negro que ahora golpeaba la bandeja con una mano de mortero, formaron todos una fila, agarrados por la cintura, moviendo las caderas, en la más descoyuntada farándula que pudiera imaginarse -farándula que ahora guiaba Montezuma, haciendo girar un enorme farol en el palo de un escobillón a compás del sonsonete cien veces repetido. Kábala-sum-sum-sum. Así, en fila danzante y culebreante, uno detrás del otro, dieron varias vueltas a la sala, pasaron a la capilla, dieron tres vueltas al deambulatorio, y siguieron luego por los corredores y pasillos, subiendo escaleras, bajando escaleras, recorrieron las galerías, hasta que se les unieron las monjas custodias, la hermana tornera, las fámulas de cocina, las fregonas, sacadas de sus camas, pronto seguidas por el mayordomo de fábrica, el hortelano, el jardinero, el campanero, el barquero, y hasta la boba del desván que dejaba de ser boba cuando de cantar se trataba -en aquella casa consagrada a la música y artes de tañer, donde, dos días antes, se había dado un gran concierto sacro en honor del Rey de Dinamarca... Ca-la-ba-són-són-són cantaba Filomeno, ritmando cada vez más. Kábala-sum-sum-sum -respondían el veneciano, el sajón y el napolitano. Kábala-sum-sum-sum -repetían los demás, hasta que, rendidos de tanto girar, subir, bajar, entrar, salir, volvieron al ruedo de la orquesta y se dejaron caer, todos, riendo, sobre la alfombra encarnada, en torno a las copas y botellas.
...

* El Ospedale della Pietà es un convento, orfanato y escuela de música de Venecia.
Se abrió a principios del siglo XV como una institución de beneficencia destinada a proporcionar a las niñas huérfanas y abandonadas un hogar y unos estudios.

Antonio Vivaldi fue maestro de violín, compositor y director del Ospedale della Pietá entre 1703 y 1709, y de nuevo entre 1711 y 1740, año en que abandonó Venecia.

Gran parte de la música de Vivaldi fue escrita expresamente para las mujeres del Ospedale. Algunos de los bebés habían sido abandonados por sus deformidades físicas, y Vivaldi hacía instrumentos especialmente adaptados para estas mujeres.



Aria I cenni d'un sovrano, de la ópera Motezuma
Música de Antonio Vivaldi
Libretto de Girolamo Giusti
Eugenia Burgoyne: mezzo-soprano
Modo Antiquo
Director: 
Federico Maria Sardelli

Tanto parece haber gustado el Motezuma de Vivaldi -que traía a la escena un tema americano dos años antes de que Rameau escribiera Las Indias galantes, de ambiente fantasiosamente incaico- que el libretto de Alvise (otros lo llaman Girolamo) Giusti, habría de inspirar nuevas óperas basadas en episodios de la Conquista de México a dos célebres compositores italianos: el veneciano Baldassare Galuppi (1706-1785), y el florentino Antonio Sacchini (1730-1786).

Quiero dar las gracias al eminente musicólogo y ferviente vivaldiano Roland de Candé por haberme puesto sobre la pista del
Motezuma del Preste Antonio.

En cuanto al gracioso ambiente del Ospedale della Pietà -con sus Catarina del cornetto, Pierina del violino, Lucieta della viola, etc. etc.- a él se han referido varios viajeros de la época y, muy especialmente, el delicioso Presidente De Brosses, libertino ejemplar y amigo de Vivaldi, en sus libertinas
Cartas italianas.

Pero debo advertir que el edificio a que me refiero no era el que ahora puede verse -construido en 1745-, sino el anterior, situado en el mismo lugar de la Riva degli Schiavoni. Es interesante observar, sin embargo, que la actual iglesia della Pietà, fiel a su destino musical, conserva un singular aspecto de sala de conciertos, con sus ricos balcones interiores, semejantes a los de un teatro, y su gran palco de honor, al centro, reservado a oyentes distinguidos o melómanos de alta condición.
ALEJO CARPENTIER

27 comentarios:

  1. Una entrada fantástica, la mires por donde la mires.
    Rocambolesco Alejo Carpentier, pero divertidísimo.
    Y de Vivaldi, qué más se puede decir.
    Dan ganas de sumarse a esa konga del "Kábala-sum-sum-sum":)

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  2. Aquí mismo, animaos que allá vamos.

    El "Concierto barroco", una maravilla de apenas 90 páginas de Alejo Carpentier, Marian. Si hasta hace aparecer al final a Louis Armstrong, no te digo más.

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  3. Sí, ya, Charlie, ya nos vamos conociendo un poquillo; al Gato lo veo en la conga, pero a ti te veo llevando el ritmo con el pie, pero sentadito viendo cómo culebrean los demás.
    Ya tengo localizado el "Concierto barroco", lo leeré.

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  4. ¿Sentadito? Ni de coña, yo no me siento nunca.

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  5. ¿Ni en la toilette?, pero qué chulo sos.

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  6. En la "toilette", como vos decís, y para comer, no queda más remedio (casi), pero hasta ahí, que tengo dos "piennas" que me sostienen divinamente.

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  7. Ja, ja, ja...
    Calaba... cin, cin, cin...

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  8. ¿Estás son horas de volver a casa? y riendo y cantando, tanto bar no tiene que ser nada bueno.
    Por si no lo sabías, el bro tiene piennas (dos).

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  9. A ver, momento confesión, cuando fue la última vez que esas piennas bailaron (físicamente hablando), si tienes que hacer muchas matemáticas, déjalo, no confieses.

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  10. Silencio administrativo, caso cerrado.

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  11. Ehteee..., por sierto, no dejés de leer el Concierto barroco. Y de escuchar a Vivaldi, por supuehto.

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  12. Eso no lo dudes. Lo demás, a mi plim...

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  13. o a mí plin, pero completamente en serio.

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  14. ¿? Esto ha tomado un cariz rarísimo.

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  15. Pues sí, la verdad. Por mi parte, quería decir que no tengo ningún interés real en saber desde cuando no has bailado o has dejado de bailar, eso es todo, bromas aparte.

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  16. Pero, vamos, que me alegra qu tengas esas piernas divinas que tienes y que te duren muchos años (a mí ya me empieza a doler de vez en cuando la rodilla derecha).
    ¿Me ajuntas?.

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  17. No, si yo no digo que tenga unas piennas divinas, sino que me funcionan divinamente, que no necesariamente es lo mismo.

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  18. Ves, para eso están los factores, para alterar el producto. Las matemáticas no fallan,

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  19. Eso es lo que tú te crees. Yo puedo demostrarte, por ejemplo, que 2 más 3 son 0.
    Quizá algún día ponga un post sobre las "pequeñas trampas" de las matemáticas. No aquí, claro, en otro sitio.

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  20. Trampas las que hacía yo para aprobar las matemáticas (eran mi cruz), eso sí, unas chuletas preciosas. (Para la única asignatura que hice trampas y un poquito también en química -para qué mentir-).
    Así que, cuando pongas el post, lo más sencillito posible, por favor.

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  21. Vaya, no dio resultado. Yo que lo puse para que me echases la bronca.
    Yo era muy buena y no copiaba nunca, salvo pequeños recordatorios en la muñeca con rotulador.
    Difícil copiar en matemáticas, además de que todos los que tuve eran de pasearse por la clase durante los exámenes. Excepto uno. Las aulas eran de esas en la que los profesores estaban en una tarima más alta que el resto de la clase, pues ese uno, en los exámenes, cogía el periódico, siempre el mismo (el exemanal), se sentaba cómodamente, lo abría y decía: comiencen.
    La peculiaridad del "exemanal" era que tenía dos agujeros como dos soles a la altura de sus ojos. Y así estaba todo el tiempo del examen, un cachondo.

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  22. Me da un poco de verguenza decirlo, pero no he leido nada de Carpentier.
    Habrá que remediarlo, gracias por la clase. En todos los sentidos.

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  23. Realmente un escritor diferente, Finchu. Te aconsejo este libro y "El siglo de las luces". Tampoco yo he leído mucho más, ¿eh?

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