En el viaje al confín del alimento,
al fondo de la luz no masticable,
en esta expedición al sol hirviendo, en nuestro descender
a los misterios de otro corazón
que burbujea en el volcán, volando
en los lagos del norte, en nuestra vida gótica,
en azafrán dorado de los fiordos,
en este remolino acaba el mundo.
La cuchara del náufrago y el cuerpo adolescente
ya no sirven, se quiebran en la fuerza del descenso.
Y el vacío nos lleva, ni siquiera una pluma escapará de tanta clara gloria.
En el borde del plato se congregan las ranas
como monjas en torno de una espiga.
Acordaos de mí, acordaos de mí,
dice el hombre que va a ser absorbido
y alzando así los ojos
ve arriba una vez más el jarrón con las flores amarillas,
el día puesto allí, desordenado,
el viejo humilde don
que se aleja en el aire. El remolino
ya convierte sus piernas en raíces del mar
y en círculos desciende, más amplios cada vez,
con cangrejos, sirenas y podrido pescado.
Todos los hombres se hunden en la sopa.
Abismo, ten piedad,
pues en la rueda azul del alimento
solamente quisimos ser muy jóvenes
para apretar los pájaros que cantan
en las axilas de una mujer.
Suena, sopa, despierta a tus ahogados.
Y lánzalos, escúpelos de nuevo
a la tierra caliente de Abraham.
En los tobillos del día, en sus escamas,
han de tenderse los despiertos y
cantar, cantar, cantar.
Y del cuerpo aterido, encallado en la costa,
se derrama otra vez
el primero y el siempre último amor.
al fondo de la luz no masticable,
en esta expedición al sol hirviendo, en nuestro descender
a los misterios de otro corazón
que burbujea en el volcán, volando
en los lagos del norte, en nuestra vida gótica,
en azafrán dorado de los fiordos,
en este remolino acaba el mundo.
La cuchara del náufrago y el cuerpo adolescente
ya no sirven, se quiebran en la fuerza del descenso.
Y el vacío nos lleva, ni siquiera una pluma escapará de tanta clara gloria.
En el borde del plato se congregan las ranas
como monjas en torno de una espiga.
Acordaos de mí, acordaos de mí,
dice el hombre que va a ser absorbido
y alzando así los ojos
ve arriba una vez más el jarrón con las flores amarillas,
el día puesto allí, desordenado,
el viejo humilde don
que se aleja en el aire. El remolino
ya convierte sus piernas en raíces del mar
y en círculos desciende, más amplios cada vez,
con cangrejos, sirenas y podrido pescado.
Todos los hombres se hunden en la sopa.
Abismo, ten piedad,
pues en la rueda azul del alimento
solamente quisimos ser muy jóvenes
para apretar los pájaros que cantan
en las axilas de una mujer.
Suena, sopa, despierta a tus ahogados.
Y lánzalos, escúpelos de nuevo
a la tierra caliente de Abraham.
En los tobillos del día, en sus escamas,
han de tenderse los despiertos y
cantar, cantar, cantar.
Y del cuerpo aterido, encallado en la costa,
se derrama otra vez
el primero y el siempre último amor.
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